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Cultura

Ensayo

El laberinto talibán, contado por un afgano obligado al anonimato

Las claves étnicas, sociales y religiosas explicadas por el autor de ‘Afganistán: una república de silencio’, un joven historiador afgano obligado a ocultar su identidad

“Afganistán es un ejemplo de una sociedad enferma. Y la peor enfermedad de esta sociedad, su gran pandemia, es que todo el mundo miente. Nos mentimos todos a todos. Nadie valora en nada la verdad”. Quien habla es A. K, un joven historiador residente en España, perseguido por los talibanes y autor de Afganistán: una república del silencio. Recuerdos de un estudiante afgano (Foca). Un libro escrito en 2019 y editado en España a comienzos de año, cuando era difícil predecir el derrumbe institucional provocado por la marcha de los soldados de EEUU. Y, sin embargo, un libro en el que se apuntan algunas claves que su autor ha accedido a desarrollar para Vozpopuli.

Pocas personas más adecuadas que él para desentrañar las claves del laberinto afgano. Miembro de una de las minorías étnicas más oprimidas del país, los hazara, A. K. conoce de primera mano el Afganistán rural y el urbano; vivió varios años en madrasas islámicas para poder estudiar, pero abandonó la fe religiosa, motivo por el que ahora es perseguido; forma parte de la minoría ilustrada de un país en el que lo normal es no saber leer ni escribir, y de la aún más minoritaria que comparte el ideal de igualdad entre hombres y mujeres. A todo ello hay que añadir que completó su grado de Historia en Europa, y que reside en España, mientras se tramita su solicitud de asilo político, oculto en una ciudad que no se puede revelar. Y no tanto por temor propio, que también, sino, sobre todo, por el miedo a posibles represalias contra su familia, que todavía vive en el convulso país asiático. A. K. son sólo las iniciales de su último nombre, pero tuvo otros antes, en un país en el que la gente cambia de nombre con la esperanza de que eso les ayude a cambiar su vida.

“Naciste con muy poca salud, estabas muy débil y siempre enfermo”, le explicó su madre. “Lo primero que hicimos fue cambiarte de nombre, porque en esa época la gente creía que cambiándole el nombre a un niño enfermo podía hacer que mejorase su salud. Y así fue como te llamamos M.R, pero a pesar de eso no te pusiste mejor. Por eso, unas semanas después, decidimos llamarte A.R., pero tu salud tampoco mejoró, y por eso decidimos llamarte Z.A, aunque tampoco mejoraste”.

Corrupción general (no solo talibán)

Ninguno de los nombres que aparecen en el libro son reales y hasta las referencias geográficas comprometedoras han sido alteradas. Tal es el pavor que el mundo talibán inspiraba hace apenas un año. No digamos ya ahora cuando, de nuevo, tiene las riendas del poder y control sobre todos los archivos públicos. “En Afganistán, la gente tiene doble cara, y cambia de bando según conveniencia”, nos confirma A.K. en conversación telefónica. “De modo que no es nada raro que una persona pudiera ser antitalibán antes y protalibán ahora, al ver que cambia el signo del poder”. No sólo eso, sino que “la gran mayoría de los intelectuales -profesores de Universidad, personas con formación e influencia- carecen de espíritu crítico y justifican todo lo de los suyos, al margen de quienes sean”.

La corrupción ha estado siempre ahí, pero en la última década del gobierno pro-occidental de Ashraf Ghani se había elevado hasta límites inusitados, lo que lleva al joven historiador afgano a asegurar que su país es “el más corrupto del mundo”. Un ejemplo menor, pero significativo: en Afganistán está a la orden del día comprar TFGs, los Trabajos de Fin de Grado necesarios para obtener el título universitario. Y, en ocasiones, es posible comprárselo incluso al mismo profesor que los debe evaluar.

Pagados por los talibanes, algunos destacados oficiales del Ejército llegaron a poner en sus manos divisiones enteras, con todo su arsenal armamentísco

En realidad, esa corrupción tan extendida es una de las causas que explican el precipitado derrumbe del régimen institucional afgano, y la escasa resistencia que se le ha opuesto. Los talibanes daban dinero a los soldados que abandonaban el Ejército y les entregaban sus armas, lo que alimentó deserciones en masa. Por idénticos motivos crematísticos, algunos destacados oficiales del Ejército llegaron a poner en sus manos divisiones enteras, con todo su arsenal armamentístico, sin necesidad de combatir. Añadamos que no era fácil que nadie se jugara la vida por un gobierno corrupto y, de formas autoritarias, con el que casi nadie se sentía identificado. Aunque algunos, como A.K. lo vieran como un mal menor. “No era una verdadera democracia, pero desde luego que era preferible a un emirato islámico”, asegura con rotundidad.

Escuelas sin profesores

Desde la distancia, el joven historiador contempla el futuro que se avecina con una inquietud tamizada por las cicatrices de una vida alimentada de contrariedades. La preocupación por el destino de las mujeres es evidente, porque los cambios que se habían producido en los últimos veinte años probablemente sean borrados del mapa. “Aunque Afganistán seguía siendo uno de los peores países del mundo para las mujeres, se habían producido algunos cambios significativos, sobre todo en las ciudades, donde ya podían acceder a la educación, la salud y el trabajo”, admite el joven afgano. En las zonas rurales, en cambio, apenas había habido transformaciones. “El Gobierno ha estado mintiendo a todo el mundo, y no invertía el dinero que debía en favor de la educación del país y de las mujeres”.

Para hacerse una idea del modo como se producían los cambios en el mundo rural baste una experiencia propia del joven historiador. Cuando el gobierno se decidió a crear algunas escuelas en los pueblos de su entorno no los dotó de profesores. Y fueron algunos campesinos con algo de conocimiento, como su propio padre, los reclutados para ejercer esas tareas educativas, al principio de forma altruista y sin ninguna remuneración.

Las otras víctimas de los talibanes serán los grupos musicales de corte occidental que habían proliferado en los últimos años. “Había un gran movimiento de gente interesada en escuchar música, y en crearla, y toda una red de radios musicales, sitios web y televisiones locales donde podía oírse. Me temo que ahora, con el nuevo poder, ninguno permanece activo”.

De entre los nuevos estilos, el rap era el más popular entre la gente más joven, con grupos de referencia como Ak13 y Muchá, que aprovechaban la música para expresar su insatisfacción y criticar al gobierno y los talibanes. O incluso raperas femeninas como Sonita Alizadeh, abanderada de la lucha contra los matrimonios forzados. El futuro de todos ellos es ahora incierto.

Barreras étnicas

Con todo, el problema étnico es para A. K. el principal de su país, y el que está en el trasfondo de otros muchos. Un conflicto, además, del que suele hablarse poco en un mundo occidental donde hablar de razas y etnias parece haberse convertido en tabú. Lo dejó esbozado en ‘Una república del silencio’, con la aplastante naturalidad de lo cotidiano: “Al llegar a clase me di cuenta de que, al igual que en las aulas del colegio, los estudiantes se sentaban juntos según las etnias a las que perteneciesen.

"No esperaba que se repitiese tal cosa en la Universidad, pero así es el mundo. Pensé que esa es la verdadera realidad de los afganos: siempre están juntos, pero divididos a la vez”. En otro momento, nos hace partícipes de otro hallazgo triste en relación con las etnias: “Me di cuenta de que las áreas hazara eran más montañosas y menos fértiles, y que en las pastunes había más agua, más árboles y eran más verdes”.

Si bien no todos los pastunes son talibanes, todos los talibanes son pastunes, y todos los terroristas suicidas afganos son pastunes”, explica el autor

“El problema de Afganistán es de origen étnico”, recalca. En el país habitan no menos de 14 grupos diferentes, aunque los mayoritarios son cuatro: pastunes, hazaras, tayikos y uzbekos. “Pero durante el último siglo, uno solo, los pastunes, ha detentado el poder de manera absoluta y en su propio beneficio, desentendiéndose del resto. Esto hace que los demás no se sientan vinculados a ninguna idea de identidad compartida. Todas las etnias son distintas entre sí y no hay elementos comunes que nos unan. No hay nada parecido a una nación”.

A esa división contribuye también el intenso tribalismo rural. Y de entre todas las etnias del país, la de los hazara es la más distinta, pues es la única que profesa la rama chií del Islam - “pero en una versión propia, distinta de la de Irán”, precisa A.K.- al tiempo que resulta muy fácil de identificar, y de marginar, pues, al descender de los mongoles, los hazara tienen unos característicos ojos almendrados y, a menudo, nariz chata.

Poder pastún

Todas las instituciones y centros de poder están copados por los pastunes. Y esto supone la mayoría de los gobernadores de las 34 provincias del país, jefes de policía, oficiales superiores del Ejército, ministros y altos funcionarios, rectores y la mayor parte de los profesores de las universidades, asegura el historiador. Y no olvidemos un dato esencial: “Si bien no todos los pastunes son talibanes, todos los talibanes son pastunes, y todos los terroristas suicidas afganos son pastunes”. Inevitablemente eso genera una complicidad que se percibía en el gobierno de las instituciones y que también explica por qué, a la hora de la verdad, no había nadie dispuesto a combatir a los insurgentes.

Imagen de grupos pro talibanes

“En los últimos años tanto las autoridades políticas como los países occidentales se han gastado el dinero, y han realizado las principales inversiones, en las zonas pastunes, pese a que también en esas zonas es donde se han producido el 90% de las bajas de las fuerzas internacionales. Esto tiene mucho que ver con lo que ha ocurrido. Los no pastunes eran indiferentes hacia un gobierno que no les representaba. Nadie quería luchar por un presidente autoritario y corrupto”, explica. En el otro lado de la balanza, la mayoría de los pastunes no se veían verdaderamente amenazados por los talibanes, incluso si no compartían su extremismo religioso, pues a fin de cuentas no dejan de ser miembros de su misma etnia, con similar cultura y religión. Y comparten el deseo de un Afganistán sin injerencia extranjera.

No se puede explicar el laberinto afgano sin hacer referencia al Islam. Afganistán es un país muy religioso, en el que todos los grupos, salvo los hazaras, son musulmanes de la rama sunita. “A pesar de ello, no existe una unidad religiosa propiamente, porque el mismo Islam tiene un sello diferente en cada grupo étnico”, explica A.K., quien admite que, no obstante, “hay extremistas en todos ellos”, aunque para la mayoría de las personas normales “la religión es algo que les ayuda a vivir”.


Sexualidad y 'madrasas'

Sabe bien de lo que habla porque, aunque ahora no profesa fe alguna, pasó varios años estudiando en madrasas. Para los adolescentes inteligentes y pobres del medio rural, como era su caso, se trata del único modo de acceder a una formación y poder prosperar. Los estudiantes acuden a estos centros, en principio, con el objetivo de dedicarse a la vida religiosa y convertirse en mullahs, pero no es obligatorio que ocurra. La ventaja de las madrasas es que brindan alojamiento y comida a los estudiantes, e incluso una beca económica. Su inconveniente es que sólo ofrecen formación religiosa y ninguna otra más. Si bien algunos alumnos aventajados, como nuestro protagonista, fueron capaces de compatibilizar los estudios islámicos con los convencionales en las escuelas públicas de Herat.

Visten a la hija mayor como un chico para que pueda trabajar sin tener que sufrir el acoso y las agresiones que normalmente padecen

El retrato que realiza de las madrasas en Afganistán: una república del silencio es inevitablemente crítico. Por un lado, porque pone de manifiesto que no hay nada remotamente parecido a una enseñanza racional en tales centros -nada que ver ni de lejos con la teología cristiana, para entendernos- pues allí todo se aprende por repetición y por sumisión a autoridades previas que no pueden cuestionarse. A.K. explica cómo fue expulsado de la madrasa el día que preguntó a sus profesores si la infalibilidad de los imanes era intrínseca o adquirida. La mera pregunta fue considerada una ofensa, pese a que los profesores les habían invitado justamente a expresar sus dudas en clase.

Pero la parte más turbia es la que tiene que ver con los abusos sexuales cometidos dentro de la institución religiosa por los alumnos mayores y por algunos profesores. “Lo puedo decir porque yo viví en tres madrasas diferentes, una en la provincia de Ghor y dos en la provincia de Herat. He visto con mis propios ojos los abusos infantiles en dos de ellas y he oído historias muy fidedignas sobre las dos últimas”. Algo que, pese a estar prohibido por el Islam, en cierto modo se veía favorecido por un entorno de convivencia exclusivamente masculino. “Los estudiantes mayores abusaban de los menores. Yo mismo estuve a punto de convertirme en gay. Y viví una vida desgarrada entre mi profundo interés por las chicas, sin poder tener contacto con ellas, y estar siempre viviendo con niños”, explica en su libro.

Los problemas de identidad sexual se manifiestan también en otras realidades de la existencia y afectan a algunas mujeres. A. K. cuenta que, en Afganistán, sobre todo en las zonas rurales, la restricción de que sólo los varones pueden trabajar fuera de casa lleva a algunos padres que no tiene hijos, o no los suficientes, a soluciones drásticas. “Visten a la hija mayor como un chico para que pueda trabajar sin tener que sufrir el acoso y las agresiones que normalmente padecen. A esas chicas se les llama bacha poshi, o chica vestida de chico. Para ellas es el fin de su identidad como mujeres. Muchas no logran casarse y cuando alcanzan la pubertad no saben cuál es su identidad sexual”.

Pero la religión influye en la vida social y hasta política de Afganistán de otras maneras. Debido al poder de los mullahs, el gobierno afgano consintió que la enseñanza religiosa fuera obligatoria en todos los tramos y realidades de la Educación, incluso en titulaciones universitarias. “El problema es que la mayoría de los profesores de religión son contrarios a la presencia de tropas extranjeras en el país. Y, de hecho, en algunas zonas donde surgió una cierta oposición social al avance talibán, los imanes y los líderes religiosos la desautorizaron”.

Aislamiento rural

Sin embargo, dado que las tropas extranjeras ya se habían ido o se estaban yendo, ¿qué necesidad había de apoyar a los talibán? La respuesta no es tranquilizadora. “La mayoría de los mullahs reciben financiación de Arabia Saudí y Pakistán y son, por tanto, yihadistas. Creían que el Gobierno no era suficientemente religioso y que, además, tenía la falta añadida de haber sido impuesto por los extranjeros. Los yihadistas quieren algo más puro”.

Los habitantes de los pueblos siempre ven lo mismo y no cambia nada a su alrededor”, lamenta

La paradoja es que el gobierno afgano, y seguramente las autoridades occidentales también, cedieron ante los mullahs con la esperanza de ganarles para su causa, y apartarles del bando más extremista, sin ser conscientes de que sólo estaban dándoles munición que usarían contra ellos. “Se dan casos en los que los mullahs recibían dinero del Gobierno, pero en realidad estaban con los talibanes”.

El panorama del laberinto afgano no puede cerrarse sin analizar las peculiaridades de su mundo rural. No sólo porque no menos del 70% de la población sigue viviendo en pequeños pueblos, sino porque la geografía del país propicia un aislamiento orográfico que impide conocer otras realidades. “Los habitantes de los pueblos siempre ven lo mismo y no cambia nada a su alrededor”, explica. Eso marca una forma de ver la vida.

Inseguridad económica

En algunos de los pueblos en los pasó su infancia A. K. incluso perviven prácticas de origen feudal. Y es que los campesinos no sólo tienen que pagar una renta al terrateniente que les alquila sus tierras, sino que, además, están obligados a trabajar para él en torno a un mes al año, y los días concretos que él decida. “Esto es lo que yo he vivido, pero no estoy seguro de que pueda generalizarse al conjunto del país”, admite el joven historiador.

A todo ello hay que añadir la inseguridad y la violencia, que se convierten en el mejor aliado de la pobreza. Es especialmente reveladora una historia que cuenta en su libro de su propia familia. Su padre, empeñado en prosperar, decidió comprar a crédito un rebaño de ovejas y se las llevó a otra provincia del país para venderlas. La operación fue un éxito ese primer año, pues con el dinero obtenido pudo pagar el préstamo y obtuvo un excedente importante. Creyó haber encontrado un camino para salir de la pobreza y al año siguiente repitió la misma operación. Pero los resultados fueron muy distintos. Unos bandoleros le asaltaron por el camino y se llevaron todo su dinero, con lo que ni siquiera pudo devolver lo que debía y quedó más pobre que antes. ¿Cómo supieron los ladrones que llevaban encima un posible botín? Pues porque no era posible ocultarlo. “En esos tiempos, la moneda de Afganistán valía muy poco y por eso los billetes que equivalían al precio de 15 ovejas ocupaban mucho y era necesario llevarlos en cajas”. Cuando su padre regresó a casa de ese viaje “ya no le quedaba nada de su anterior entusiasmo”.

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