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Cultura

Tortilla de huevos de cigüeña y 'gato por liebre': los platos desesperados en la España del hambre

Los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano publican 'Las recetas del hambre. La comida en los años de posguerra' (Crítica)

colas hambre
Una cola frente a un despacho de cartillas de racionamiento en Sevilla a principios de los cuarenta.

Existen una serie de términos con los que varias generaciones sienten un escalofrío por la espalda: auxilio social, colas del hambre, el racionamiento y sus cartillas. También dichos crueles que resumían a la perfección la realidad social y la accesibilidad a ciertos productos considerados de lujo: “Cuando el pobre come jamón, o el pobre está muy malo o está muy malo el jamón” A sus nietos sobrealimentados nos transportan a una España en blanco y negro de niños escualidos e inmesas colas de horas de espera para recibir un poco de pan. 

En este mismo país con altas tasas de obesidad en todas las franjas de la población se pasó hambre, mucha hambre, durante más de una década. Oficialmente los “años del hambre” están enmarcados entre 1939 y 1952, el periodo de vigencia del decreto que racionaba los alimentos, según recogen los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano en Las recetas del hambre (Crítica), un volumen fascinante que recuerda estos duros años y las recetas con las que millones de personas sobrevivieron en esta época.

El 28 de junio de 1939 se fijaron las cantidades que serían entregadas a precio de tasas estableciendo desde ese momento criterios de distinción: todos españoles, pero no todos de la misma manera. La ración tipo para un hombre adulto se estimó en 400 gramos diarios de pan (12 kilos mensuales), 250 gramos de patatas, 100 de legumbres secas (arroz, lentejas, garbanzos o judías), 5 decilitros de aceite, 10 gramos de café, 30 gramos de azúcar, 125 gramos de carne, 25 gramos de tocino, 75 gramos de bacalao y 200 gramos de pescado fresco. Se estableció que la ración de las mujeres adultas fuera un 80% de esas cantidades, un 60% para los niños y niñas hasta los 14 años, la misma cantidad para los mayores de 60.  Según apuntan los investigadores, nunca se respetaron estas cantidades. 

Importancia cultural

Los autores recalcan la importancia de la alimentación dentro de las culturas humanas. La comida, lo que una sociedad come y, sobre todo, lo que no come, se convierte en una seña de identidad frente a otras sociedades. Las comidas sirven tanto  para marcar un status como elemento de reunión ante algunos de los eventos más señalados como bodas o comuniones. 

Si estas comidas encarnaban la argamasa cultural de las sociedades, se podría deducir que los contextos de falta de comida conducirían a la disolución cultural, a la pérdida de la cultura en favor del salvajismo. Sin embargo, los autores niegan rotundamente este silogismo, lejos de una vuelta a la animalidad, cuando los seres humanos se ven privados del sustento básico, recrean su propio espacio cultural. La adaptación de esta cruda realidad en la posguerra se tradujo desde nuevas formas de reparto de los alimentos a ampliar el espectro de lo que culturalmente resultaba tolerable. Los calderos podrían albergar ahora especies impensables unos meses atrás, el “gato por liebre” era ahora más que nunca una sospecha real sobre los venteros. Perros y gatos eran ofrecidos como carne de choto o de liebre y la carne de caballo tenía muchas posibilidades de ser realmente de mulos o burros desechados.

"Si anda, corre o vuela terminaba en la cazuela", también si reptaba… El ruido en las tripas superó cualquier tabú cultural, y millones de españoles ingirieron por primera vez lagartos, culebras, erizos, galápagos, aves carroñeras, cigüeñas… De estas últimas también se robaban sus huevos con los que se hacían unas tortillas del “infierno”, porque salían rojas como el fuego. “Desaparecieron todos los gatos de las calles. No se encontraba ni uno…”, señalan los testimonios. Otros tantos recurrieron a productos en mal estado que acabaron llevándose la vida de alguno de los miembros de la familia, como los dos hijos muertos del hombre que desenterró y comió junto a su familia su cerdo con triquinosis. 

Sucedáneos y caldos aguados

En cualquier caso, estas aberraciones culturales fueron siempre la excepción y lo que imperó fue la imaginación y el ingenio para estirar los alimentos y crear nuevas recetas con productos que no transgredieran tanto los tabúes morales. Las bellotas, tradicionalmente comida para animales, podían servir en estos momentos de miseria para alimentar a la familia. También se desarrolló toda una gama de sucedáneos que imitaban o intentaban copiar el sabor original. Sucedáneos de café elaborados con achicoria, higos, malta, algarrobas, o  garbanzos de cebada.

En estos periodos de hambruna también hubo una mayor manga ancha moral para aceptar faltas como hurtos o estraperlos. Sin embargo, el castigo sobre los derrotados en la guerra también tuvo su plasmación en este ámbito y las “autoridades del régimen aplicaban un rasero desigual a la hora de perseguir el mercado negro de posguerra.  A pesar de publicitar multas sobre acaparadores, el pequeño estraperlo, el desempeñado por miembros de familias derrotadas, fue el más perseguido”, apuntan los autores.

Hubo momentos en los que prácticamente desapareció la leche y el aguado era tan extendido que muchos locales indicaban listas de precios con diferentes calidades: “leche, leche de vaca, leche pura de vaca y leche-leche de vaca”. En los desayunos también encontramos aprovechamientos de productos como el pan duro en las distintas variantes de migas o sopas. 

Alquilar un hueso de jamón

Los platos de cuchara, los guisos cada vez más lavados también lograban calentar el cuerpo y engañar al estómago. La cocina de aprovechamiento también recurría a plantas silvestres como collejas, borrajas y hasta piñas de piño piñonero, preparadas al aguasal en la zona de Albacete. Las patatas volvieron a ser un salvavidas y junto a las habas, algarrobas, o almortas ocuparon un lugar prominente en esta cocina de aprovechamiento.

Estas prácticas llegaron a tal punto que dieron origen a la figura del “sustanciero”, una figura según los autores a medio camino entre el mito y la realidad consistente en una persona que circulaba pos las calles con un hueso de jamón atado a una cuerda que lo alquilaba unos cuantos minutos para que los vecinos lo metieran en sus caldos para conseguir algo de sabor. 

La carne era casi inexistente en las mesas y de nuevo se aprovechaba cualquier pieza que en otro tiempo hubiera sido descartada como algunas partes de casquería o despojos. "Mi abuela iba vestida de payesa y tenía una ollita con un hilo de hierro, se la ponía debablo del pañuelo y se iba al matadero. Metía en la ollita un riñón, y lo escondía todo debajo de la ropa, y nadie sabía lo que llevaba y pasaba sin levantar sospechas por delante de la Guardia Civil…" Mientras que el pescado era un buen recurso en zonas costeras, pero casi imposible de conseguir en zonas del interior. 

También desapareció el dulce de la mayoría de las mesas y se convirtió en uno de los mayores símbolos de estatus social. Ricos deleitándose con postres barrocos y pobres conformándose mirando el escaparate y saboreando el olor que desprendían. Más de una docena de años después del final de la guerra, el 23 de marzo de 1952 los periódicos informaban de que el pan volvía a ser de venta libre.

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  • C
    COROVLU

    Del hambre de la posguerra sólo son responsables quienes provocaron una guerra civil en octubre de 1934, arruinaron la economía en la zona roja durante dicha guerra y regalaron las reservas de oro a Moscú.