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Cultura

Democracia tabernaria

El origen de la guerra y de los males de Occidente

Occidente está como está, revirado como una constrictor, porque hace medio siglo se produjeron cinco rupturas: religiosa, ética, política, jurídica y civilizatoria

Gerard ter Borch, Ratificación del Tratado de Münster, Ámsterdam, Rijksmuseum (1648)

Cuenta Daniel Mendelsohn en su extraordinaria Una odisea que los griegos utilizaban la expresión archê kakôn para referirse al principio, al origen de una guerra; así, el archê kakôn de la guerra de Troya, cantada por Homero en La Ilíada, fue la relación adulterina entre Helena, esposa de Menelao, y Paris, hijo del rey Príamo de Troya. Pero el autor añade que también se servían de la expresión para designar realidades ajenas a lo bélico. Con archê kakôn evocaban también el principio, la causa de un mal cualquiera. Por ejemplo, el archê kakôn de la peste que asoló Tebas en tiempos de Edipo fue el matrimonio incestuoso de éste con su madre, Yocasta, y el anterior asesinato de su padre. Mientras leía esto recordaba a algunos de mis compadres católicos, proclives ellos a buscar el archê kakôn de esta época, la suya.

Parten de la premisa de que las cosas están mal, muy mal ―aborto, eutanasia, ideología de género, relativismo―, y luego se entregan al juego de identificar el momento en el que empezaron a torcerse. Algunos, los menos aventurados, los más modosos, señalan Mayo del 68, lo cual, a mi modestísimo modo de ver, implica tomar el efecto por la causa, el epifenómeno por el fenómeno. Algunos otros, éstos más formados y también más audaces, han leído a Elías de Tejada y saben que Occidente está como está, revirado como una constrictor, porque hace medio milenio se produjeron cinco rupturas: la religiosa, con Lutero; la ética, con Maquiavelo; la política, con Bodino; la jurídica, con Grocio y también con Hobbes; y la civilizatoria, con la Paz de Westfalia. Pero también hay quienes afirman que tales rupturas se limitaron a cosechar lo que san Agustín y Platón habían sembrado siglos antes y yo, discrepando rotundamente de semejante idea, sí debo reconocer que algunos de los coetáneos de estos grandes pensadores ―los pelagianos y los maniqueos, de san Agustín, y los sofistas, de Platón― son parcialmente responsables de los males que nos aquejan a todos y que mis compadres lamentan.

Conflictos de Occidente

El juego me divierte, yo mismo participo de él en ocasiones, pero desde hace un tiempo lo hago con cargo de conciencia. No me convence la actitud de los buscadores del archê kakôn por dos motivos. El primero es que, tan sombríos, soslayan la luz que brilla entre esta penumbra nuestra y el segundo es que, abismados en la autocompasión, obvian que casi todas las épocas son la misma, que cada época tiene sus cruces y sus Jeremías. Siempre ha habido hombres que, angustiados por el mal circundante, lloran el infortunio de haber nacido cuando han nacido, hombres que, insatisfechos con el tiempo que les ha caído en (des)gracia, desean lascivamente otro para sí. "Entonces sí podríamos vivir como estamos llamados a hacerlo", se dicen. Siempre ha habido una certeza de degeneración, nostalgia de un bien extraviado entre los pliegues de la historia, necesidad de cantar, con Jorge Manrique, que cualquier tiempo pasado fue mejor.

El mal tiene algo de inexorable: antes que afanarnos en desentrañar su origen y en erradicarlo, hemos de aceptar su presencia como el misterioso precio a pagar por existir

Aun así, comprendo a quienes buscan el origen de nuestros males. Mi objeción contra ellos no es que lo hagan, qué va, sino que no lo hacen del todo bien. Dirigen su borrascosa mirada a un momento demasiado reciente. Rastrean el origen del mal entre las épocas―en Marx, en la Revolución francesa, en la Guerra de los Treinta Años, en los sofistas― cuando, de hecho, es previo a todas ellas. Debe buscarse el principio de los males en el principio de los tiempos, en ese preciso instante en que la nada trocó en algo, en que la chispa del ser prendió no sabemos muy bien cómo. Las cosas, incluso las recién creadas, incluso las que aún desprenden el fresco aroma de la novedad, contienen en sí la posibilidad ―mejor, la certeza― de una degeneración, el presagio de un mal que difícilmente podrá eludirse. En la flor joven entrevemos la sombra de una próxima marchitez, en la madera la de una putrefacción, en el bebé la de una enfermedad.

No pretendo insinuar con esto que hayamos de lamentar la existencia; ¡ni por asomo! Parto de la premisa de que el ser es siempre superior a la nada. Lo que pretendo afirmar, más bien, es que el mal tiene algo de inexorable y que, por tanto, antes que afanarnos en desentrañar su origen y en erradicarlo, que también, hemos de aceptar su presencia, ay, como el misterioso precio a pagar por existir. Y reconocer, con José Jiménez Lozano, que es uno bien barato.

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