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Cultura

Democracia tabernaria

No hay progreso sin distribución de la propiedad

Frente a la homogeneidad de las multinacionales, defendamos los negocios familiares

Muchas personas juiciosas lamentan que el centro de Madrid esté más hecho para los turistas que para los madrileños. Alguien podría objetar, claro, que sirviendo a aquéllos sirve indirectamente a éstos, pero no deja de constituir una inaudita anomalía que los ciudadanos ―¡los elogiadísimos ciudadanos!― no puedan ni habitar ni transitar el centro de su ciudad. En el casco histórico de Madrid no hay madrileños y esto no es sólo un problema en abstracto, sino también para los turistas. ¿Uno viaja desde Londres hasta Madrid para ver más londinenses o para ver madrileños? ¿Puede decirse de alguien que conoce Madrid si se ha limitado a recorrer su casco antiguo? Es muy significativo que algunos restaurantes exhiban letreros en los que se lee algo así como "cocina típicamente madrileña". En una época mejor esta descripción acariciaría lo tautológico porque qué va a encontrar uno en Madrid más que cocina madrileña. Hoy, en cambio, conviene añadirla porque el centro de la ciudad es, ejem, un potingue de todas las culturas salvo la madrileña y de todas las gastronomías salvo la española. 

Comparto la tristeza de estas personas juiciosas ―qué mal que el centro de Madrid haya devenido inhabitable―, pero lo hago con la tranquilidad que me brinda la distancia, como quien contemplara desde su balcón un incendio lejano. Primero, porque apenas visito el centro, sólo cuando M. tuerce el gesto, clama contra mi sedentarismo vital y me impele a salir de la zona de confort, que en mi caso es bajar al bar de la esquina y celebrar la vida con una cerveza. Segundo, y quizá más importante, porque resido en un barrio periférico en el que, no obstante, aún queda algo de la esencia de Madrid. Aquí uno encuentra un ultramarinos cutre con la misma facilidad con la que encuentra un supermercado chic, los restaurantes no especifican que su cocina es española porque se da por sentado que lo es y hay una colonia de casitas pintorescas donde puede guarecerse, pasear, descansar quien ya esté ahíto de la modernidad y su bullicio. 

Pero no quería hablar de mi barrio en general, sino de uno de sus bares, Sanpas Rodríguez. Di con él de estricta casualidad, por el desconcertante motivo de que en mi zona hay de todo salvo una taberna donde ingerir unas tostadas con aceite y tomate dignas de ese nombre. Durante una época me dediqué a conocer restaurantes cuyos desayunos me insatisfacían. Fue un tiempo doloroso, uno que viví desgarrado, abrasadoramente consciente de que entre nuestros deseos, tan ambiciosos, y la realidad, tan pacata, media un insalvable abismo. En algunos casos, el camarero aparecía con dos trozos de pan como marmóreo, horneado tal vez a mayor gloria de algún dentista con ánimo de lucro. En otros fallaba el tomate, que no era rallado, sino frito, y que aparentaba haber sido elaborado para condimentar unos macarrones que jamás verían la luz.

Cuánto mejor sería nuestra ciudad si Sanpas fuese la norma y no la excepción; cuánto más libre si la propiedad permaneciese en manos de las familias y no de los oligarcas

Cansado ya de que esperando A el camarero de turno me diera B, huérfano de esa ilusión que impele a los desafortunados a perseverar en la búsqueda de sus migajas de felicidad, un buen día me senté en una terraza en la que nunca me había sentado. Ya había perdido la esperanza de que me sirvieran unas tostadas con aceite y tomate como Dios las querría, pero, quizá por ese inconfesable placer que nos procura hurgar en la herida cuando aún está abierta, decidí pedírselas al camarero. ¡Y menos mal! Las que me sirvió eran intachables. El pan tenía la firmeza óptima, no era ni gelatinoso ni duro, sino crujiente; y el tomate, por su parte, no estaba ni triturado ni frito ni cortado en rodajas: estaba rallado, que es como debe estar y rara vez está.

Volví a Sanpas una mañana, dos, tres… hasta que en la séptima reparé en un detalle en el que no había reparado: todos los camareros tenían acento argentino. Consideré entonces la posibilidad de que el dueño, movido por una lógica nostalgia de la nación lejana, hubiese decidido contratar exclusivamente a camareros argentinos; pero pronto caí en la cuenta de que semejante actitud habría sido inaceptablemente contraria a los tiempos aperturistas que vivimos, mediáticamente cancelable y a buen seguro incompatible con el artículo de la Constitución que habla de las discriminaciones por raza. Descartada esa opción, contemplé otra más sensata como que, siendo el dueño argentino, sólo un puñado de argentinos como él pudiera aguantarle. Finalmente, en un improbable arrebato de lucidez, le pregunté al hombre que me atendía: 

― ¿Son ustedes familia?

Él me respondió que sí y pronto averigüé que allí trabajan los abuelos, sus hijos, su yerno y su nuera. De estar el local en Camboya en vez de en Madrid, pensé yo, probablemente trabajarían también los nietos.

Escuchaba todo aquello con la extrañeza de quien se topa con un pájaro exótico en un lugar inesperado. Ese humilde bar desafiaba el tópico contemporáneo de que con la familia es preferible no hacer negocios y también ese otro según el cual los socios de una empresa deben ser impares y tres son multitud. Convencido de que quienes se equivocaban eran los dueños del bar y no los tópicos, busqué desavenencias, gestos torcidos, reproches con la meticulosidad del inglés que sospecha que hay mugre entre sus uñas. ¡Esto no puede ser tan idílico!, me decía. Pero lo era. Allá donde rastreé desavenencias encontré complicidades, allá donde busqué gestos torcidos no hallé más que sonrisas. Por algún indescifrable motivo, los argentinos preferían trabajar con sus familiares antes que trabajar para una multinacional. 

Me pregunto ahora, mientras escribo las últimas líneas de este titubeo, cuánto mejor sería nuestra ciudad si Sanpas fuese la norma y no la excepción; cuánto más libre si la propiedad permaneciese en manos de las familias y no de los oligarcas; cuánto más bella si a la grisácea homogeneidad de las multinacionales y sus franquicias le hubiésemos opuesto la polícroma heterogeneidad de los pequeños negocios. Hay progresos, sentenciará el lector, que no pueden culminar sino en abismos. 

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