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Cultura

Adelanto editorial

Macarras y lucha de clases callejera durante la Transición española

‘Macarrismo’, nuevo libro del antropólogo Iñaki Domínguez, cuestiona el mito de unos años ochenta pacíficos en la cultura popular española

Miembros de la banda motera de San Pol de Mar.

Muchos domingos, a finales de los setenta, la gente moderna que acudía al Rastro de Madrid era atacada por grupos como los Guerrilleros de Cristo Rey. Dice Alberto García-Alix que recibió de ellos una puñalada en la ingle una noche en la Sala Sol de Madrid. Y no solo estaban los rockers. Las víctimas ideales, no ya de los grupos de ultraderecha, sino de ‘gente normal’ o tradicional, eran los representantes de la new wave en España, muchos de los cuales pertenecieron a la llamada Movida.

El músico andrógino Puti Records, algo así como el Boy George español, me habla de ello: “Yo empecé a salir en el 83. Soy del barrio de la Fortuna, entre Aluche y Leganés. En los ochenta hubo mucha droga. La gente de la Fortuna era de baja gama, pero también más auténtica. Sigue siendo un pueblo, no puede crecer mucho porque está rodeado por autopistas. Es un barrio como de nadie, nadie lo quiere. [Para ir al centro] no había ni Metro, yo cogía las camionetas hasta Aluche. La Movida se daba en el centro de Madrid. Ahí nadie te conocía y hacías lo que te daba la gana. Para volver de noche tenía que coger dos búhos [autobuses nocturnos]. Yo nací en el 66 y empezaría [a interesarme por la música moderna] en el 78, 79. Mi hermano me trajo discos desde Barcelona que me marcaron mucho. Discos de los Kraftwerk, de Giorgio Moroder. A mí la música electrónica me marcó mucho, cuando la gente solo escuchaba rock & roll y a hippies, y todo eran guitarras y rock urbano, yo ya estaba escuchando electrónica”.

“Me veían como muy raro. Luego empecé a salir por el Voltereta y por otro que estaba por la zona de Atocha. Me gustaba la música y los looks, es que todo estaba relacionado. La movida de los pelos de colores que yo pensaba: ‘¡Si es que esto me gusta también!’. Una cosa llevaba a la otra. En este local de Atocha [el Tuft, Toft, o similar] ponían música de vanguardia, música electrónica. Y el Voltereta era lo más, eso era el templo de la modernidad. Ahí conocí a Tino Casal, estaba en la plaza de los Cubos, en Princesa. También estaba el Splass. Veías a gente con la cara pintada, con gorros de época, con chorreras, con sus cadenas, y decías: ‘¡Hostia! ¡Esto me encanta!’. Y lo demás [lo no moderno] era otro mundo. Todo esto era una rama del after punk, más comercial, más pop. El gótico es otra rama que viene de ahí, y está un poquito todo mezclado”.

Le pregunto si les pegaban: “Yo he tenido que correr mucho, sí hombre… A mí me pasa lo mismo, veo algo diferente y pienso: ‘¿Esto qué es?’. Es el shock ese, que no estás acostumbrado. A mí me daba miedo y todo salir a la calle. Mi madre lo entendía, me hacía hasta la ropa y todo, la pobre. Nos vestíamos en los bares, deba-jo de los puentes. Para pintarnos, nos pasábamos los maquillajes. Y luego a correr. Con tíos detrás de nosotros con cadenas, bueno, bueno… Un día recuerdo que íbamos al Splass, íbamos a meternos en el metro y no nos dejaban pasar. Un tiarrón que se puso así en medio. No era ‘segurata’ ni nada. Y nos dice: ‘¡Tenéis cinco [segundos] para salir corriendo!’.¡Y nosotras con faldas y a lo loco! Un amigo mío le dijo: ‘Déjame pasar’. Y [el otro] le dio dos hostias. Y mi amigo, claro, no podía hacer nada. Con los pelos así de pincho, con todo lleno de collares y un guardapolvos… estilo Tino Casal, para que te hagas una idea. Salimos corriendo todo Alberto Aguilera para arriba. Yo en medio de la calle parando un taxi. Qué miedo, tío. Pero eso no me quitaba las ganas”. Los propios macarras eran antimodernos siempre y cuando dicha modernidad estuviese vinculada al mundo gay: “También me condicionaba mucho ir a mi barrio con las pintas, igual no llegaba vivo”.

Asesinato macarra de clase alta

Las nuevas tribus urbanas representaban la globalización, las nuevas libertades y el régimen democrático que había sucedido al franquismo. Al ser símbolo de un nuevo escenario, estas tribus eran odiadas y agredidas. Su visibilidad recordaba a muchos franquistas que sus intereses no eran ya los defendidos y atesorados por el poder y que ellos y sus valores habían sido desplazados del centro del tablero político y social. Un crimen famoso cometido por uno de estos grupos contra un “moderno” fue la muerte de José Luis Alcazo, de 25 años, a manos de una banda conocida como del Bate, o los Bateadores, en 1979. Estos asesinaron al joven por llevar “melenas y barbas”. Deducían por ello que Alcazo y sus amigos eran “de extrema izquierda, homosexuales o drogadictos”; todos ellos signos de modernidad por aquella época. Los responsables del asesinato fueron diez jóvenes, muchos de ellos descendientes de altos mandos militares.

Miembros de la banda de los bateadores

Algunos de ellos habían pertenecido previamente a Fuerza Joven, la sección juvenil de Fuerza Nueva. Cometieron la agresión con seis bates, una navaja de grandes dimensiones y unos nunchakus. Atacaron en dos grupos a la víctima y sus amigos, a los que esperaron ocultos tras unos arbustos. Estos “bateadores” se consideraban a sí mismos una especie de “servicio especial” que pretendía expulsar a los “in-deseables” del Parque del Retiro. Su violencia era representativa de una lucha de identidades, unas anticuadas y otras más adaptadas a los nuevos tiempos.

Irónicamente, las posteriores generaciones ultraderechistas fueron luego absorbidas por el movimiento skinhead, una identidad de consumo global


Los integrantes de los diferentes grupos ultraderechistas pertenecían a clases sociales variadas. Por lo general, los militantes en grupos fascistas de la Transición provenían de entornos adinerados, aunque no era así en todos los casos. Primera Línea, algo así como el brazo armado de Falange, estaba compuesta mayormente por jóvenes de barrio obrero. En palabras de Rafa Silva, uno de mis informadores: “Los de Primera Línea eran muy macarras. Yo estuve metido en las Juventudes Nacionalistas, en la parte carlista, y era [todo] más pijo y más pío. Había algunos malotes, pero era gente más pacífica”. También Búfalo, célebre miembro de Primera Línea que luego se dedicó a los cobros y a las puertas de discoteca, me confirmó que así era.


Irónicamente, las posteriores generaciones ultraderechistas fueron luego absorbidas por el movimiento skinhead, una identidad de consumo global. Es decir, que cedieron a las presiones globalistas sin siquiera darse cuenta, dada su edad. El gran momento de auge y violencia de los skinheads neonazis fue la primera mitad de los noventa. También estos grupos provenían de diversas clases sociales. Por poner un ejemplo, los primeros y más importantes grupúsculos de skins ultraderechistas madrileños eran los de Cubos, en calle Princesa, y los de Vallecas, dos barrios antitéticos en términos de clase social.

José Luis Alcazo, 'Josefo', joven asesinado por Los Bateadores

Lucha de clases popera

En el caso de los rockers y los mods, generalmente, como ya he dicho, los primeros eran de clase obrera y los segundos algo más pijos, por lo que la clase social también representaba un motivo para la animadversión, aunque algo más latente y encubierto que la simple a liación tribal. Por poner un ejemplo, algunas de las pandillas madrileñas de rockers más famosas eran de San Pol de Mar, de Vallecas, de Villaverde, y grupos mods conocidos como los Fun Fun Boys o los Camel Boys estaban vinculados a la Alameda de Osuna, un barrio pijo.

La hostilidad entre clases sociales es un fenómeno muy común y se funda, ante todo, en un rechazo natural de todos aquellos cuyas conductas, valores y estilos de vida son diametralmente opuestos a los propios. Según Freud, a menudo ocurre que, al toparnos con alguien que se comporta de modo diferente a nosotros, tal hecho genera hostilidad en el observador, pues dicha diferencia en actitud vital y estilo de vida es interpretada intuitivamente como una censura o desprecio de la que uno mismo practica y valora. Es como si alguien, al diferenciarse mucho de mí en sus conductas y porte, estuviera expresando su rechazo a mi forma de ser.

Por lo general, es más hostil el grupo que pertenece a una clase social más baja, por el hecho de barruntar una situación de desventaja

Por supuesto, este modo de interpretar las actividades ajenas es fruto de una profunda inseguridad; una inseguridad, por otra parte, muy propia de la juventud, el principal sector que integra las tribus urbanas, en este caso rockers y mods. Estas diferencias a la hora de vestir y de conducirse en el mundo generan un rechazo que puede manifestarse en burlas y agresiones. Y, por lo general, es más hostil el grupo que pertenece a una clase social más baja, por el hecho de barruntar una situación de desventaja económica o estética con respecto al grupo más privilegiado económicamente hablando.


Señalo también de desventaja por el hecho de que el valor estético, naturalmente, está muy ligado a la posición económica. En el seno de una sociedad capitalista, el poseedor del buen gusto es, generalmente, quien atesora el estatus económico. Por ello suele hablarse de alguien con “buen gusto” como aquel que tiene “clase”, esto es, una posición social elevada. Se sobreentiende que aquellos que saben comportarse en el mundo y son elegantes son las gentes con recursos económicos, y que los horteras son los pobres que imitan desacertadamente a los ricos. Y esto es algo que, aunque sea inconscientemente, no se le escapa al subalterno económico: barruntar la inferioridad con respecto al otro es fuente de animadversión.

Violencia social

La hostilidad entre clases sociales –en este caso también entre rockers y mods– se manifiesta, además, en una envidia o frustración con respecto a los privilegios materiales de los que gozan aquellos que pertenecen a una clase social pudiente. Es por ello que el robo y el atraco era una forma de ataque muy común por parte de los rockers frente a los mods. Les robaban las parcas, dinero u otros artículos de valor. Cuando uno proviene de entornos con pocos recursos, entiende que robar a otros que gozan de ellos sin haber hecho nada a cambio es completamente legítimo. Y tal postura es, de hecho, en parte legítima: “¿Por qué otra persona goza de bienes a los que yo no tengo acceso por motivos completamente arbitrarios?”.

Aunque resulte políticamente incorrecto afirmar algo así, esta representa, al menos, una lógica con cierto sentido. Para ilustrar este sentimiento de inferioridad en lo que a la suerte se refiere transcribiré las palabras del boxeador Dum Dum Pacheco en relación con unos “amigos” suyos que conoció tras hacerse famoso: “Son de esta gente repipi e idiota que ha nacido con el pie derecho. Yo no tengo nada contra ellos, pero tampoco a favor. Solo veo que abusan y explotan esa suerte de nacer con todo hecho”. O, en palabras de uno de los Mini-Brujos, pandilla de Vicálvaro: “Yo fui a ver Perros callejeros en los Cines Goya, cuando tenía dieciséis años. Digamos que los veías como héroes, en contra de la policía, en contra del sistema, en contra de la gente que era mayor y tenía dinero. Porque entonces alguien que tuviese un [Seat] 1430 con cincuenta años… a ese se le podía robar, con total impunidad. Y estaba bien visto robarle. Con esa sensación fue con la que salí yo de ver esa película: odio a muerte a la policía y a todo el mundo que tenga algo que se le puede robar”.

No cabe duda de que las polaridades o dialécticas de clase sirvieron a modo de tensión que alimentaba unas luchas callejeras que, a pesar de su aparente arbitrariedad tribal e identitaria –en muchos casos transferidas desde otros países a través del cine–, contaban con un contenido político y socioeconómico más profundo de lo que parece a primera vista.

‘Macarrismo’, publicado por Akal, llega a las librerías a finales de noviembre.

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