Quantcast

Cultura

Cosas veredes

La posmodernidad explicada a través de Lady Di y santa Teresa de Calcuta

Santa Teresa y Lady Diana.

Hace 25 años el mundo entero se conmovió con el fallecimiento, casi consecutivo, de dos amigas. Un 31 de agosto Diana de Gales perdía la vida en un accidente de tráfico en París, consecuencia de una conducción temeraria que intentaba perder de vista a unos paparazzi. El 5 de septiembre abandonaba el mundo Santa Teresa de Calcuta. La primera tenía 36 años, 87 la segunda. La diferencia de edad, clase y estado social no impidió que entre ellas se creara una relación especial. Más allá de este vínculo personal, las vidas de estas dos mujeres resultan un símbolo útil para comprender el tipo de sociedad que habitamos ahora, un cuarto de siglo después.

Las imágenes de los príncipes Guillermo y Enrique, aún niños, en el funeral de su madre produjeron una ola unánime de compasión que, por supuesto, olvidamos rápidamente. El acoso a las personas, y la total falta de respeto por su vida privada ha ido in crescendo y, lo que es peor: los perfectos anónimos que somos todos nos hemos lanzado como locos a convertir nuestras redes sociales en un escaparate de nuestra vida, aparentemente perfecta. Obviamos el peligro que provoca renunciar a nuestra intimidad, del que Lady Di es un ejemplo extremo. Ignoramos que quien tiene una comunidad tiene también una jauría dispuesta a saltar sobre su líder.

Exponemos nuestra vida de una forma que da la razón a aquellos que defienden que todo es relato y que la persona puede construirse y deconstruirse a su antojo. Somos expertos editores de fotos y vídeo, dominamos los filtros y la capacidad de generar contenido, o al menos eso intentamos. Cada vez nos identificamos más con esa marca personal que controlamos y esculpimos a voluntad en el mundo online. Habitamos la hiperrealidad virtual, dando la espalda a nuestra realidad palpable, tangible. Cada vez hay más casos de personas que sufren “Dismorfia de Snapchat”. Los pacientes se angustian ante la imagen que les devuelve el espejo, tan distinta de ese rostro retocado por mil filtros y captado desde un ángulo nada casual. La muerte de Lady Di no solo no consiguió que valorásemos nuestra anodina condición anónima, el placer de ser uno más difuminado en la muchedumbre. Nos hemos ido en masa tras el modelo royal, pero sin los lujos aparejados. La obsesión de la madrastra de Blancanieves a cambio de tener medio centenar de followers prestándote atención. Jugada maestra.

Lady Di utilizó su fama para ayudar en proyectos humanitarios: niños, jóvenes, enfermos de SIDA y campañas para la eliminación de minas antipersona. En este aspecto de su personalidad evocaba a Audrey Hepburn, quien se volcó en este tipo de labores hasta el final de sus días. Uno de los desencuentros entre Isabel II y su nuera fue que esta aspiraba a ser, como Hepburn, Embajadora de Buena Voluntad de UNICEF, algo a lo que la reina se opuso frontalmente. Este tipo de colaboraciones entre un rostro conocido y ONGs supusieron un precedente del enorme peso moral que ejercen ahora sobre la sociedad algunos famosos, algo que -como todo en esta vida- puede ser positivo o negativo, según se use y se entienda.

Lady Di como anticipo del desastre

Las personas conocidas otorgan mucha visibilidad a las causas en las que se vuelcan, oro puro en un mundo sobresaturado de mensajes, imágenes, vídeos y estímulos de todo tipo. El problema surge cuando el famoso olvida cuál es su papel en la cuestión en la que se implica y confunde su notoriedad con una superioridad moral que no se ha trabajado, al menos en términos éticos y filosóficos. No me pregunten qué tipo de pirueta mental hacen para llegar a esa visión de sí mismos, pero es un fenómeno que se produce cada vez con mayor virulencia. Algo natural, por otro lado, si tenemos en cuenta el hipermoralismo en el que ha caído occidente en las últimas décadas. El ejemplo más palmario del famoseo como último baluarte moral de occidente lo encontramos en Hollywood o en la soporífera y estúpidamente predecible gala de los Goya.

Gracias a su labor humanitaria, la princesa Diana tuvo ocasión de desarrollar una amistad especial con Santa Teresa de Calcuta. Y, de nuevo, de algo bueno se derivaron modas e imposturas negativas que ponen de relieve la superficialidad e infantilismo de nuestra sociedad. Podemos destacar dos: el afán de ir a la India a encontrarse con uno mismo y el turismo de pobreza. El new age fue pionero en esta manía de poner a la India como centro neurálgico de reinvención espiritual, paletada tremenda si no te has interesado antes por las raíces espirituales y filosóficas de tu propia civilización. Al new age lo medio disculpo en la intimidad porque de él surge “My Sweet Lord” (1970), de George Harrison . Sin embargo, “Imagine” (1971) del ex compañero de Harrison, John Lennon, no hay por dónde cogerla si no es para meterla en un contenedor de excrementos caninos y lanzar éste al espacio sideral sin billete de vuelta. Pero eso ya lo comentaremos en otro artículo. Fin de la cuña publicitaria, volvamos a la India.

La vida de la santa de Calcuta sólo interesa para hacerse fotos con niños pobres y pasar luego por el Tíbet, parada ineludible de ese viaje del que volvemos siendo el mismo gilipollas de siempre

El new age, Lady Di, Santa Teresa de Calcuta, Richard Gere y películas y libros del estilo de Come, reza, ama (2010, Julia Roberts de prota) han disparado, no cabe duda, el turismo espiritual a la India. Para encontrarse con uno mismo. Que digo yo que si eres gilipollas es mejor no encontrarse, pero ellos sabrán. Quizá dirán que van para dejar de ser unos cretinos, pero en eso la India es como la Universidad de Salamanca (“Quod natura non dat, Salmantica non præstat”, “Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo otorga). Es decir, que el primer paso para dejar de ser un idiota es reconocer que lo eres. La soberbia es el pecado capital más potente, de él nacen todos los demás. Nuestro ego es poderoso, más todavía cuando puedes construir una versión digital perfecta de éste. Si no te has enterado en Pozal de las Gallinas (Valladolid) de lo que eres, ¿por qué va a ayudarte meditar en una lengua desconocida y atiborrarte de Chana Dal y Gulab Jamun estando a tomar viento a la izquierda de tu casa?

Aquí es donde entra el turismo de pobreza. Qué bien nos hace sentir deambular por las calles de Delhi, contemplar a todos sonriendo, ¡son felices con tan poco! Ellos son felices, yo me siento feliz viéndoles felices, qué buena soy. ¡Mari Tere, despierta! A ver si te atreves a mudarte a la India con lo puesto, cobrar en rupias y pagarte con ellas tu higiene bucal. ¿Seguirás sonriendo un año después, sin poseer nada y mostrando una dentadura torturada por las caries? El estilo de vida de la santa de Calcuta sólo interesa para hacerse un par de fotos con niños pobres y después largarse a pasear por el Tíbet, parada ineludible de ese viaje inolvidable en el que se seguirá siendo el mismo gilipollas a la vuelta. A la de Calcuta la olvidarán rápido, y el resto del año no desaprovecharán ocasión para exigirle al Vaticano que devuelva sus riquezas, mientras se corea “¡La única Iglesia que ilumina es la que arde!”. Mira, eso quizá lo aprenderán de los chinos, en caso de que hayan cruzado la frontera de Nepal para poder apuntar un nuevo check en la lista de países visitados.

En todo caso, el concepto de no tener nada y ser feliz los convierte en alumnos aventajados de lo que las élites nos tienen preparado (Agenda 2030, ya saben). Durante estos 25 años se nos ha insistido mucho con los problemas de los países en desarrollo. Y es justo que así sea. El problema es que en un preocupante número de casos no se ha hecho con ánimo de solucionar ningún problema en estas zonas. Han flagelado y exprimido nuestros sentimientos de culpa y nuestros bolsillos para alimentar toda clase de ONGs corruptas, mafias y dictadorzuelos varios. La versión doméstica más flagrante la encontramos en el Open Arms, y en el pulso constante que nos echa Marruecos a costa de vidas humanas.

En fin, ojalá esto último fuera lo peor que nos podría pasar, pero no podemos olvidar que toda situación es siempre susceptible de ser empeorada: desde hace unos años tenemos un poco apartado el tema de la ayuda humanitaria. El centro de nuestras preocupaciones lo ocupan ahora, como ya sabrán, los animales y el planeta, del que los humanos somos unas meras sanguijuelas. De nuevo, todo producido por la deformación de una buena causa: ¿qué clase de enajenado desea que los animales sufran, que haya contaminación, que estemos llenando el planeta (y el espacio) de basura innecesaria? Desde ahí se nos trata de convencer -con sorprendente éxito- de que las personas somos una especie de virus que destruye la Madre Tierra. Hemos convertido el tener hijos en una aberración (¡no traigáis más virus contaminantes al planeta!) y preferimos tener mascotas a las que maltratar como si fueran personas.

Lo vivido durante la pandemia ha supuesto el experimento perfecto con el que medir la capacidad que tienen los poderes fácticos de tenernos sometidos a través del miedo. Y el miedo tiene muchas caras. A un virus. A una guerra nuclear. Al hambre y el frío. Nos compadecimos de la muerte de la santa de Calcuta y de Lady Di, pero ellas al menos se libraron de contemplar el mundo 25 años más tarde. De nuevo, no todo es negativo en esencia.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.

  • A
    agplanas

    Amén