Jonathan Millet cuenta con cierta experiencia como director de documental, género en el que narró las trayecotrias de cinco inmigrantes en Ceuta en 2013, y en el que ha desarrollado un buen puñado de cortometrajes y mediometrajes. Recientemente, probó sus dotes para la ficción y la apuesta tuvo sus frutos. La red fantasma, título de su primera película de ficción, se estrenó en la pasada edición del Festival de Cannes y ha sido nominada a los premios Cesar en dos categorías: mejor dirección novel y mejor actor revelación.
Ahora, y después del éxito que ha despertado en Francia, llega a España dispuesta a entretener y conmover, tal y como su propio director ha contado a Vozpópuli durante la visita que ha realizado a Madrid para presentar este filme, en el que Hamid, un profesor de literatura sirio en el exilio, se une a un grupo secreto encargado de perseguir a dirigentes furtivos.
P: Después de dirigir varios documentales, ¿qué le inspiró para una ficción y de dónde bebe esta historia?
R: Creo que ocurrió en el momento en el que me contaron esta historia, al cabo de meses de testimonios, de conocer refugiados sirios. Hay células secretas que buscan a criminales de guerra y, como no saben qué aspecto tienen sus rostros, los buscan por olores o por voces. Pensé que era algo alucinante y quise compartir con el espectador algo presente, todos los problemas íntimos que pasan por un miembro de esta célula secreta. Más que un documental en el que se dan cifras y datos, quería que el espectador viviese con el personaje. Tuve la impresión de que con una ficción podía hacer una película en presente, utilizar todas las herramientas para conseguir una experiencia sensorial y hundir al espectador en los pensamientos febriles del personaje. Entonces, quise que el espectador pudiera vivir los dilemas, y que fuera una película más sobre la duda y la elección que una mera explicación geopolítica de lo que ocurría.
P: Vivió un tiempo en Siria cuando era joven. ¿Hasta qué punto le afecto esta experiencia para abordar esta historia?
R: Estuve en Alepo en 2004, mucho tiempo antes de la guerra, en un mundo entonces muy abierto. Tenía amigos de mi edad, nos parecíamos en muchas cosas, muchos de ellos querían hacer cine también. Años después, viví la guerra por procuración. Me enviaban fotos o vídeos de barrios que ya no existían y luego se exiliaban. Es verdad que, en el fondo, esa idea de contar una vida que de pronto se tuerce, en la que se pierde todo, me interesaba. Me interesaba también porque cuenta que el exilio no son solo millones de personas que quieren venir a Europa, a veces sobre todo son destinos rotos.
P: Hay algo interesante en la manera de huir de clichés y de presentar a los personajes y sus circunstancias en banco y negro.
R: Me aburro tanto cuando veo arquetipos en el cine, porque no hay sorpresas y sabes adónde van a ir. Sobre todo, en la vida, todos somos complejos. Para esta historia, me interesaba que pasáramos miedo con el protagonista, pero también miedo de él, de sus reacciones, de lo que él es capaz. Realmente, lo que ha vivido hace que sea frágil e imprevisible, capaz de cualquier cosa. Como espectador no sabes lo que va a pasar, incluso en las escenas más sencillas. Si es un caballero blanco y representa solo las virtudes morales, nunca voy a tener miedo a lo imprevisible. Del mismo modo, el personaje malo es complejo, no puede explicarse como la pura encarnación del mal. Es un joven que creció en un país de guerra, que eligió un camino y no supo decir que no. La película no le justifica, solo transmite que todo es muy complejo.
P: ¿Qué dimensión humana le interesaba más de esta historia?
R: Creo de verdad que lo que más me interesaba de esta historia era mostrar a un personaje en lo común, un profesor de literatura que de pronto debe llevar en los hombros la mayor cuestión moral que uno puede plantearse. Es una película sobre la duda. Las preguntas siempre me interesan más que las respuestas.
Entre la realidad y la ficción
P: ¿Cómo dialoga con el presente, cuando la caída del régimen sirio se produjo cuando la película ya se había estrenado?
R: Sabía que quería hacer una película hipercontemporánea, sobre lo que se vive hoy en día. Hace unos meses era una película fuera de campo, que sugería lugares y un país del que no se habla en muchos años. Entonces, esto hace que el espectador deba crearse muchas imágenes mentales, y se habla mucho del eco que puede tener con otros países. Cada uno se apropia de ella. Pero ahora, después de la caída de Bashar al-Assad, es como si la película dialogase con todas las imágenes que acabamos de ver en los periódicos, sobre todo porque la mayoría de ellas era justamente la cárcel de Sednaya. Creo que para los espectadores de hoy en día hay un poco menos de fuera de campo, pero si ancla la película en una dimensión hiperrealista y aporta un realismo tremendo a lo que se cuenta, como si la película fuera la prolongación de un informativo.
P: ¿Ha conocido a gente que había sido torturada, a personas que se podían parecer a los personajes de esta película?
R: Estuve dos años hablando con refugiados de guerra y víctimas de tortura. Muchos me han conttado su historia y su duelo, quienes habían perdido a su mujer y sus hijos, estas historias están. Luego conocí a miembros de estas células, destinos cortados de golpe por la guerra, y la mayoría era gente normal: un abogado, un taxista... Encontré a un profesor de literatura que venía de Alepo, un hombre enamorado de la poesía, alguien que antes de la guerra apreciaba la cultura, el arte y el conocimiento, y a quien la guerra le hizo perder todo esto. Hamid está construido sobre varias personas reales.
P: ¿Existe alguna clave para no caer en simplismos o en la condescendencia en el cine europeo? ¿Qué perspectiva hace falta cuando se abordan conflictos de esta magnitud?
R: No creo que una película baste. Hay un diálogo constante entre lo que puedan mostrar y decir los periodistas, entre documentales muy precisos que dan datos muy concretos, o también películas de ficción que permiten identificarte con el personaje. No creo que baste con uno, hace falta la suma de los tres. Yo me alejé del trabajo de un documentalista proponiendo al espectador que se identifique con un exiliado, contar que es un ser humano como los demás, con elecciones, debilidades, una madre, alguien que se identifica con un héroe y que debe superar pruebas. Con esta película supe que no podía sumergir al espectador en informaciones, más bien quería que viviera emociones que evoquen la situación en Siria. Si al final de la película vuelve a su casa y va a buscar información complementaria, eso me hace muy feliz.
P: A pesar de contar una historia real, se construye como un thriller de espionaje adictivo.
R: La historia real en la que me inspiro es de espionaje en cierto modo, pero estaba seguro de que quería enganchar al espectador, de principio a fin, porque es un placer que me ocurra eso cuando voy al cine. No es porque sea más duro, no es necesario mostrar el sufrimiento de golpe en la pantalla. Al contrario, creo que cuando más duro sea el tema, más hay que pensar en cómo compartir, cómo podemos impedir que el espectador se distancie. Mi meta es hacer que el espectador se incluya al máximo en todo el trauma, el duelo, la necesidad que te reconozcan como víctima.
P: ¿Cuáles son sus referentes artísticos?
R: En el estudio de la complejidad del personaje que se plantea el bien y el mal, solo los escritores rusos y pienso en Dostoyevski, por ser tan complejo y preciso. Si hablo de cine, hay una película con la que sí he viajado: La conversación, de Coppola. Quiere ser una película de espionaje pero sobre todo es una película sobre la soledad y las obsesiones.