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Cultura

Inferno: el club de moda donde no se ‘perrea’

Hay sesiones que no dejan respiro. La del puertorriqueño DJ Playero, pionero del reguetón que sopla cincuenta y cinco velas, es una de ellas. La propuesta de este señor, que compareció el pasado sábado en cabina vestido como un electricista de guardia, fue un rodillo de alegría sexual caribeña. Comenzó a las tres y media de la mañana y se alargó un par de horas. Para que se hagan una idea: el menú fueron los mayores misiles bailables salidos de Puerto Rico, desde Dónde están las gatas (Nicky Jam) hasta Lo que pasó, pasó (Daddy Yankee), sin olvidar Callaíta y otros himnos del actual rey del género, Bad Bunny (que además de quemar pistas contribuye a destituir gobernadores de la isla). Además mezcla genial.

Fue una noche llena de adrenalina, escuchando al responsable de la legendaria casete Playero 37 (1992), equivalente al Antiguo Testamento en el mundo del ‘perreo’. De hecho, cuando Playero empezó a pinchar esa palabra no existía y la escena se refería a sí misma como “ondergón” (del inglés ‘underground’). Que un club de moda como Inferno se llené de veinteañeros para divertirse con el padre de todo aquello es muy buena noticia, después de un largo ciclo de ‘moderneo’ anglófilo, donde la música latina se consideraba carne de polígono, barrio pobre y fiesta cutre. La sesión Inferno se celebra en Stella, un veterano club madrileño que tocó techo de fama bajo la dirección de Alaska en los noventa. Está en pleno centro, cerca de la estación de Sevilla. La fiesta Inferno la organiza el prestigioso Yung Beef, la cara más 'cool' del trap.

El reguetón clásico es inseparable del perreo, ese baile donde dos personas se frotan hasta hasta abajo a ver si salta la chispa de la conexión sexual

A pesar de todo, algo no cuadraba al echar un vistazo a la pista. Era evidente a las cinco de la mañana, desde mi posición de espía pegado a una columna, que es el sitio natural del asistente ‘senior’. Detecté que casi nadie estaba bailando, más allá de dar saltitos sobre su propia baldosa. Como no tenía clara la conclusión, me acerqué al grupo de amigos cuarentones que habíamos venido y pregunté a la chica que más había insistido en acudir. “A ver, hay gente bailando, pero son los grupos de amigas y un par de parejas lesbianas. También bailan Khaled y su mujer”, explicó. Curiosamente, habla del miembro musulmán de PXXR GVNG, legendario colectivo vinculado a Inferno. Probablemente Khaled es quien habla con más respeto de las mujeres en sus letras.

¿Qué falta por aquí?

La extrañeza, pensé entonces, está en que no se ve a nadie ligando, pero tampoco era eso. Resulta imposible estar en un club a esas horas sin el juego de miradas, rechazos y pavoneos, aunque no parecía existir mucha tensión sexual en el ambiente. “Lo que no cuadra aquí”, sentenció mi amiga, “es que no hay nadie perreando”, explicó dando en el clavo. El reguetón clásico es inseparable del perreo, ese baile donde dos personas se frotan hasta hasta abajo a ver si salta la chispa de la conexión sexual. No había ni una sola persona restregandose con otra en la pista.

Cuando estalló el reguetón en España en 2004, unos lo recibieron con entusiasmo y otros como una simple secuela de 'Bomba' (King África).

Por eso, cuando haya algo que no comprendan sobre un club, siempre deben preguntar a una chica; mucho mejor si se apuntó a clases de ‘twerking’ pasados los cuarenta. Es mi consejo de eterno despistado de discoteca. Inmediatamente, me vinieron a la cabeza los primeros años del reguetón en Madrid: cuando aquello explotó, en el verano del 2004, muchos recibimos Gasolina, Papichulo y Dale Don Dale con máximo entusiasmo, mientras otros lo llevaban con la resignación de quien no encontraba allí más que secuelas de la elemental Bomba de King África.

https://youtube.com/watch?v=JQRdzykWE9c

Sin muchas pistas sobre dónde escuchar aquello, me soplaron que había varios bares latinos en los bajos de Azca que pinchaban estos sonido. Me acerqué a hacer un reportaje para La Razón, con la periodista especializada en moda Marta Hurtado de Mendoza, para encontrarnos algo que no esperábamos. En una de aquellas discotecas había un discjockey menor de edad que se limitaba a poner El disco del reggaetón (Vale Music), una y otra vez, siempre por su orden (era un compacto doble, con lo que el pincha solo tenía que pulsar dos botones cada dos horas). Seguramente era el mismo álbum que ese público adolescente llevaba escuchando durante toda la semana en sus habitaciones. La gente no acudía a escuchar música, ni a hacerse fotos 'hot' para subir a redes, sino a ver si conseguían hacer 'fuegote' frotando los dos los palitos de sus cuerpos.

Urgencia o prestigio

¿La diferencia con Inferno? En Azca había reponedores, mensajeros y cajeras de supermercados de menos de veinte años a los que exprimían sin misericordia durante la semana laboral. Estaban dispuestos a darlo todo. Se perreaba en la pista, en los sillones y probablemente en los baños. Todo el frenesí y la urgencia de aquellos bares contrasta con el club del centro de Madrid, donde acuden universitarios mucho más retraídos, cuya imagen social puede sufrir con el perreo mal ejecutado. Aquí el público va más pendiente de retratarse con el móvil y hasta el legendario DJ toma imágenes de la pista para explicar en su país que todavía es capaz de hacer bailar a la clase media europea. Lo que antes era una escena silvestre se ha convertido en un ritual ‘fashion’.

No me entiendan mal: hay muchas cosas buenas en Inferno: es mucho más divertido que un club hípster, aciertan de pleno al no tener lista de puerta ni zona VIP y también tienen la inteligencia de no gastar en publicidad, para que el garito no se llene de turistas de la noche. Ocurren cosas inesperadas, por ejemplo la aparición en la siempre abarrotada cabina del trapero Kaydy Cain, que canturrea en vivo el estribillo de su nuevo lanzamiento, como regalo a los asistentes. A pesar de estas virtudes, Inferno sigue siendo más ‘fashion’ que popular. Están en su derecho, pero no es lo mismo, que cantaba Alejandro Sanz.

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