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Cultura

Aniversario

Sin quitarle Hierro: cien años del poeta que mezcló realismo y alucinaciones

La poesía de Hierro gana en pequeñas dosis escogidas, donde mantiene el magnetismo mágico de su talento, especialmente en su viva voz

José Hierro. EP

Celebrar un centenario poesía es una cosa seria. Todavía es sólo el centenario del nacimiento de José Hierro (Madrid, 3 de abril de 1922), y no el de su muerte, pero ya hablamos de un siglo. Hace poco, con la polémica por la nueva nomenclatura de la Estación de Atocha, entre el ruido mediático-político, se pidió algo muy sensato: que no se pusieran nombres de escritores (ni de políticos ni de nadie) ni a calles ni a plazas ni a universidades ni a institutos ni a infraestructuras ni a premios hasta un siglo después de su muerte. Para dejar que repose la fama literaria. Hay que reconocer que Hierro va demostrando una salud de ídem.

En vida tuvo todos los reconocimientos: fue Premio Adonáis en 1947, Premio Nacional de Poesía (1953 y 1999), Premio de la Crítica por triplicado (1958, 1965 y 1998), Premio de la Fundación Juan March (1959), Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1981, Premio Fundación Pablo Iglesias en 1986, Premio Nacional de las Letras Españolas en 1990, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1995, Premio Cervantes y de nuevo el Premio de la Crítica en 1998, Premio Europeo de Literatura Aristeión, Premio Quevedo y el Premio Ojo Crítico Especial por la belleza de su obra en 1999. Además de otros reconocimientos civiles, como nombramientos de hijo adoptivo y predilecto y así.

Tanto reconocimiento amosca al lector resabiado de poesía, por espíritu de contradicción y por experiencia. Si a eso sumamos, el fotogénico perfil del poeta, su biografía novelesca, su abigarrado anecdotario y la simpatía hosca (férrea) que despertaba, podríamos abrigar la sospecha de que su poesía en sí quizá no esté a la altura de tanta pompa. A bote pronto, cuesta recordar un poema suyo que se nos haya quedado prendido de la emoción viva. Urgía, pues, una relectura.

Su dominio formal, conseguido como a martillazos en la fragua, es una gran escuela para cualquier poeta joven

Y esta ha sido muy interesante. En sus versos hay una aleación de rudeza y ternura absolutamente personal, que se abre en abanico en diversas parejas de contrastes bien trenzados. Está su biografía bipolar entre Madrid y Santander, tan de ambos sitios del todo. Su afición por la música y por la pintura. Su apuesta, a la vez, por el realismo y por la alucinación. Su respeto a la tradición y su atracción al vanguardismo. Su perfecta compenetración con la alegría y con el dolor y viceversa. Su intimidad a flor de piel y su compromiso social. Incluso su voz templada, por un lado, y sus largos silencios, por otros.


Hierro y la épica tectónica

Que no terminase nunca de fundir los polos, que su poesía fuese oscilando entre sus dicotomías quizá suponga una limitación, pero le da, a la vez, su voz personal, rasgada, como la suya física, inconfundible. Y transmite una sensación también casi física de esfuerzo. Es un poeta forjado. Hay épica en esos choques tectónicos.
Su dominio formal, conseguido como a martillazos en la fragua, es una gran escuela para cualquier poeta joven. Practica con maestría una amplia gama de versos, como los eneasílabos o los hexámetros, muy bien terminados.

Su verso libre no se derrama. Defendió a menudo el valor sonoro, rítmico de la poesía; y practicó con el ejemplo.
También están muy trabajados los índices de sus libros. Cuida la estructura formal de sus poemarios hasta el extremo. Es otra lección. Y otra más: su finísima atención a los maestros y a la tradición de la literatura española en verso y prosa. Y todavía otra: su capacidad de seguir el paso de la evolución histórica de la poesía de su tiempo, incluso de marcarla en ciertos momentos. Acierta con los tonos y con los títulos. El de Alegría (1947) es contagioso. Una última lección de gran importancia fue su silencio de 27 años, nada menos, después del Libro de las alucinaciones (1964). Con gran respeto a su propia trayectoria, supo que había culminado un camino.

Mereció, pues, sus premios y merece nuestro recuerdo en su centenario. Nos devuelve con intereses el esfuerzo de la relectura de su obra. Quizá no dé su mejor dimensión en la obra completa, que se hace algo larga, voluntariosa y aqueja el paso del tiempo, como si se hubiese oxidado un poco por las esquinas. La poesía de Hierro gana en pequeñas dosis escogidas, donde mantiene el magnetismo mágico de su talento, especialmente en su viva voz. Ahí le llegará, firme, intacto, el centenario de su muerte; y más allá.

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