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Cultura

El empoderamiento tóxico de Miley Cyrus

El feminismo reclama que los hombres renunciemos a nuestra fortaleza y que lloremos a moco tendido, mientras que para las mujeres propone justo lo contrario. Habría que darle una vuelta a la propuesta

La cantante Miley Cyrus en el videoclip de 'Flowers'.

Es un tópico que circula imparable, convertido en una de esas creencias de la tribu que conviene analizar con cuidado. Y el tópico dice que la última canción de Miley Cyrus, "Flowers", con la que destronó a Shakira del primer puesto de los videos más vistos, es un maravilloso himno al empoderamiento femenino. ¿En serio? Creo que conviene darle una vuelta a esta afirmación.

Reconozcamos, porque es de justicia, que la canción es musicalmente resultona. Eso no se pone en cuestión. Y admitamos también que la idea de empoderamiento es bastante ambigua y esquiva, un cajón de sastre en el que cabe todo. Empoderada es Cristina Pedroche, porque se viste, o se desviste, como le apetece: empoderadas son las mujeres guerreras que tanto abundan últimamente en el cine y la televisión, porque son fuertes, en el sentido físico, y violentas; empoderadas son también las mujeres ‘satisfyer’, que no se dejan atar por una pareja o una familia y se entregan al hedonismo. A veces la terquedad, la tosquedad o la soberbia autocomplaciente suman también puntos en la cartilla de la buena mujer empoderada. Y, sobre todo, las mujeres empoderadas no lloran (facturan). Ni sonríen, que eso es de sumisas dóciles con necesidad de agradar. 

El feminismo reclama y promueve unas nuevas masculinidades en las que los hombres renunciemos a nuestra fortaleza -el que la tenga- que seamos sensibles y frágiles, y que lloremos a moco tendido. Hasta Rigoberta Bandini, cuando tiene que soñar un mundo para su hijo desea uno donde pueda dejarse llevar por las lágrimas agusto. En cambio, las nuevas feminidades pasan por investir a las mujeres no sólo de atributos tradicionalmente masculinos -poder, fuerza, violencia, venganza, autosuficiencia, arrogancia- sino, además, de atributos que el feminismo criticaba cuando se asociaban a varones. Se ve que la toxicidad va por sexos, y que lo mismo puede ser bueno o malo, según y depende. 

En este contexto, mientras la canción de Shakira era un ejercicio de autoafirmación de una mujer despechada que se reivindicaba -un poco, salvando las distancias, como en la ranchera "El rey", de José Alfredo Jiménez, pero con más salseo y venganza- la canción de Miley Cyrus da un paso más allá e introduce una novedad muy perturbadora: el amor narcisista a uno mismo es preferible al amor de pareja. Ante las dificultades, nada parecido a esforzarse por arreglar las cosas y exaltación a ultranza del individualismo más solitario, independiente, y ‘liberado’ de afectos y ataduras.

Ya lo habíamos visto en los periódicos. ¿Recuerdan a esas mujeres que se casaban consigo mismas, porque nadie las iba a entender mejor? Pensábamos que era una excentricidad no demasiado peligrosa, pues era marginal y poco relevante. Pues bien, ahí tienen un discurso muy similar en la canción de moda.

Recordemos el estribillo de "Flowers": “Sí, puedo amarme mejor de lo que tú puedes, baby, puedo amarme mejor”. Las imágenes expresan esta idea de aislamiento autosuficiente, y bastante triste, por otra parte. Miley Cyrus es la única persona que aparece en el video, bailando sola porque “puedo llevarme a bailar a mí misma y puedo sostener mi propia mano”. La vemos entrenando, la vemos en la piscina, meneando el esqueleto compulsivamente en una fría habitación vacía de una mansión (¿la suya?). Es el individuo mónada que cree que la fortaleza está en la falta de dependencia, la falta de lazos. Una persona, en este caso mujer, que ni siquiera sabe por qué se rompió su relación. “Construimos un hogar y lo vimos arder”, canta Miley, como quien da cuenta de la erupción del volcán Etna, o de un terrible granizo. 

Desnaturalizando el amor

Volvamos a la letra: “No quería dejarte, no quería mentirte. Empecé a llorar, pero luego recordé que puedo comprarme flores a mí misma, escribir mi nombre en la arena, hablar conmigo misma durante horas”. Tres gestos que hasta antes de ayer se hubieran asociado con algún grado de enajenación mental -especialmente el hablar solo durante horas- son ahora reivindicados como muestras de empoderamiento y fuerza. 

¿Cómo es posible esto? ¿Quizás hemos desnaturalizado el amor, convirtiéndolo en una alianza coyuntural de soledades? Puede que, para muchas personas, éste sea el único modo posible de estar con el otro, al menos un rato, en unas sociedades, las occidentales, en las que ya hace años se diagnosticó una epidemia de exceso de autorreferencialidad. Los sociólogos Jean M. Twenge y W. Keith Campbell levantaron una montaña de datos como prueba de su tesis en ‘La epidemia del narcisismo’.

No sé si hace falta explicar a estas alturas que regalarse flores y que te las regalen son experiencias incomparables. Las flores son un signo del amor del otro, el que es difícil de conseguir, el valioso. El amor propio, en cambio, lo tenemos siempre, salvo en casos patológicos de personas atrapadas en el auto desprecio. De igual modo, bailar juntos habla de una sintonía, de una capacidad de compenetración, de estar pendiente el uno del otro, mientras que el baile solitario fácilmente deriva hacia lo compulsivo y lo arbitrario, como el propio video muestra.

Hablamos de "empoderamiento tóxico” en el título de este artículo, que es una forma de sugerir que podría haber uno saludable. Más allá del poco aprecio que me merece la palabra en sí -introducir el poder como referencia para las relaciones humanas es muy mala idea- es posible concebir una fortaleza interior, carácter y seguridad en uno mismo que no desemboque necesariamente en la egolatría y la arrogancia. La interesante película Wonder Woman 1984, de Patty Jenkins, ofrece una buena, y atinada, oportunidad de acercarse a esta cuestión.

Dejemos claro, aunque sea secundario para nuestro tema, que la segunda encarnación cinematográfica de la mujer maravilla es muy irregular, y en ella conviven grandes ideas y buenos momentos junto a algunas simplezas, y un problema general de ritmo en su franja central. Pero Patty Jenkins y sus guionistas han realizado un esfuerzo que no queremos desaprovechar. Hay en Wonder Woman 1984 una saludable advertencia sobre el peligro de los propios deseos, sobre todo cuando los sueños nos llevan a despreciar lo real en nombre de lo posible. “Vivimos en un mundo empeñado en satisfacer deseos innecesarios”, explica la directora. Y añade: “No puedes tener todo lo que quieres”. Hay, por tanto, que aceptar un cierto nivel de frustración en la vida.

Pero la parte más interesante de la película es la contraposición entre Wonder Woman y Bárbara Minerva ‘Cheetah’: dos formas de entender el empoderamiento femenino muy diferentes. La primera ha sido educada en un uso prudente y responsable de la propia fuerza, y en la convicción de que aquello que nos hace singulares y mejores debe ponerse al servicio de los demás, sin afán de exhibicionismo. Barbara Minerva, en cambio, ha sido siempre una mujer tímida y acomplejada, aunque cariñosa y simpática, que se transforma en un ser despiadado y amargado cuando recibe, mágicamente, unos poderes como los de Diana. 

No es difícil ver aquí una contraposición entre dos modos de entender el empoderamiento femenino. “La grandeza no es lo que crees”, le dice a Diana su madre, la reina de Temiscira. La verdadera grandeza está en aceptar la verdad, a veces dolorosa. Parece que Patty Jenkins quiere defender un camino para el poder femenino que no desposea a las mujeres de la capacidad de amar, de llorar por la pérdida de un ser querido, de cuidar de los otros o dedicarse a actividades ‘frívolas’, como bailar o lucir vestidos elegantes y vaporosos. Poco que ver con la mayoría de las heroínas y superheroínas que llegan a nuestras pantallas, incapaces de sonreír o de llevar una vida que tenga una mínima apariencia feliz. Mujeres que renuncian a tener pareja estable o familia propia porque es incompatible con su trabajo, cuando hasta James Bond fue capaz de jugársela y renunciar a todo por el amor de una mujer (en Al servicio secreto de su majestad, Casino Royale y No time to die), algo que parece estarles vetado a las supermujeres. Y ahora, gracias a Miley Cyrus, el círculo se ha cerrado y la soledad autosuficiente y egocéntrica se nos presenta como el espacio más adecuado para la  felicidad. Es una idea disparatada, pero hay muchas personas empeñadas en convencernos de su bondad, y muchas más dispuestas a creerlo. 

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  • S
    Sin_Perdon

    Hace ya mucho tiempo que es evidente que toda esta sarta de absurdeces del nuevo feminismo como el empoderamiento realmente busca mujeres solitarias, que satisfacen sus necesidades carnales con un tipo al azar (ahora ya ni eso) y que viven encerradas en su burbuja de supremacía y arrogancia.
    Eso funciona cuando eres joven y bonita, pero después, cuando ya no eres capaz de atraer si no es mediante el pago de los servicios, te espera una vejez muy triste rodeada de gatos que te devorarán cuando mueras, triste y abandonada.

  • U
    Uno cualquiera

    Como decía Escohotado, la verdad no necesita subvenciones. El tiempo acaba imponiendo su peso (esa sí que es una relación de poder), y el "yo no necesito a nadie" acaba por revelarse en soledad, vacío, nihilismo, abuso de antidepresivos y de otras formas infantiles, modernas y absurdas de mendigar atención. Basta una vuelta por las redes sociales (o por cualquier mani de las que se celebren hoy mismo), para comprobarlo.