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La batalla del botellón, contada por un estudiante de antropología

Los botellones masivos en plena pandemia son el síntoma de muchos malestares de la juventud española

Una de las discusiones con más protagonismo en el debate público durante las últimas semanas es la de los botellones, las discotecas, las raves (fiestas ilegales) y, en general, el retorno de los eventos festivos masivos. A diferencia de la gran cantidad de debates estériles que cíclicamente se producen en las redes sociales, en este asunto que en un principio se presentaba como ‘sanitario’ se concentran cuestiones centrales del funcionamiento de la estructura social hoy en España. De hecho, las ideas que se disputan en ella serán fundamentales en el largo plazo. Desde las restricciones de la covid-19 hasta el modelo de ciudad, trabajo, vivienda, ocio y cultura o la cuestión de la clase social que atraviesa las anteriores, es una discusión que nos da la oportunidad de señalar determinadps problemas de mucho calado y algunas ideas interesantes para su transformación.

En esta crisis pandémica hemos visto calles desérticas e imágenes distópicas en unas ciudades que incluso hemos dejado de sentir como nuestras, siendo únicamente transitables para los trabajadores esenciales y para acudir al supermercado o al hospital. En un contexto así, retomar finalmente el espacio público con el inicio del nuevo curso ha sido un acto político de primera magnitud. Imágenes como las del macrobotellón de Ciudad Universitaria reflejan un fenómeno de efervescencia colectiva que comienza a poner fin, definitivamente, al tiempo de la distancia social. Para otros, anclados en las lógicas de meses atrás, se ha vivido con angustia por una posible ‘sexta ola’ que parece no llegar. Pero lo más interesante es ese ‘más allá’, que tiene la democracia cultural y el derecho al ocio como cuestión de fondo.

Venimos arrastrando años de paro juvenil y precariedad estructural que se suman a la crisis económica actual, y la inmensa mayoría de jóvenes españoles se ven excluidos del ocio masivo por sus precios prohibitivos. El botellón parece una respuesta lógica ante la incapacidad de asumir los gastos que exige el modelo del ocio nocturno. Además, el hecho de juntarse en espacios públicos donde no es necesario consumir o con precios asequibles es un ejercicio disruptivo con las dinámicas urbanas establecidas. Si las pautas excluyentes del capitalismo no dejan margen para la gente con menos recursos, son las propias capas populares las que buscan fórmulas para tratar de deshacerse de la camisa de fuerza del consumidor pasivo y ubicarse en un tejido social que le permita relacionarse en base a dinámicas propias.

Voltaire contra el derecho a divertirse

Voltaire definía la fiesta como aquellos eventos donde los artesanos y campesinos se emborrachaban y se entregaban a la pereza, el libertinaje y los delitos. Ya era entonces, y sigue siéndolo, una vía rápida para la gente humilde de evadirse y escapar a una realidad angustiosa. Cuando los grandes medios han bajado a entrevistar a quienes bebían en la calle, todos explicaban cosas muy similares: “no podemos pagar los precios de las discotecas”, “queremos poder juntarnos, bailar y celebrar”. Para la gente de barrio no ha habido fiestas en localizaciones secretas en chalés de lujo, hubo dispositivos policiales en las esquinas y pisos diminutos para sus familias. Y es que si los ‘pijos’ pueden permitirse pagar cientos de euros por un reservado, los pobres reivindican su derecho al baile y a la alegría.

Defender la democracia cultural es entender las fiestas populares y mantener su carácter accesible

Resulta preocupante la reacción de los responsables públicos a la celebración de las fiestas masivas y la rapidez en encontrar ‘soluciones’ policiales a estas. Por ejemplo, blindando los accesos a Ciudad Universitaria por las noches. Sobre todo teniendo en cuenta la falta de políticas serias y efectivas para la vivienda o el trabajo, que nos empujan a unas vidas imposibles. La batalla de ideas y acusaciones cruzadas entre dirigentes políticos o empresariales al respecto de la apertura del ocio nocturno ha sido muy reveladora: cuando desde el empresariado o determinados políticos se hablaba de terrazas llenas o discotecas abiertas, se hacía en términos de recuperación económica, mientras que las fiestas en las calles y barrios se demonizaban como una situación de caos y asalvajamiento social. ¿No son acaso eventos masivos en la misma magnitud, en lo que a salud pública se refiere? Parece claro entonces el trasfondo político, entrelazado con el modelo de consumo vigente.

En los macrobotellones de las pasadas fiestas de La Mercé en Barcelona grupos de jóvenes quemaron contenedores, coches y comisarías y saquearon numerosas tiendas. También en algunas ciudades gallegas y en otros puntos de España, donde hemos visto cargas policiales y balas de goma. Puede que estos disturbios no expresen unas demandas políticas articuladas explícitamente, pero son desde luego una expresión de época que difícilmente será solucionada con multas y detenciones, sino con políticas públicas a la altura de las circunstancias y de la crisis generacional que atravesamos. Como planteaba el filósofo Alan Badiou, habitamos un espacio social que experimentamos como ‘sin mundo’ ya que nos priva del hallazgo de sentidos, y por tanto, la misma protesta adquiere formas de violencia ‘sin sentido’. En la misma línea advertía Slavoj Zizek de disturbios como los producidos en el extrarradio de París: la falta absoluta de esperanzas de futuro marcada por unas deplorables condiciones objetivas de vida es la razón fundamental de estos estallidos, y es necesario comprender que son precisamente proclamas públicas al respecto de su relación con sus condiciones objetivas.

Desahogo popular

Otro elemento fundamental en relación con lo festivo y lo sucedido en los últimos meses es la cultura popular. Algunas de las fiestas populares más importantes de nuestro país se han visto truncadas por una suma de restricciones pandémicas y preferencias de los gobernantes por ser permisivos con el ocio privado. Pudimos asistir a un claro ejemplo de esta ‘derrota’ de la cultura popular el pasado mes de septiembre en la ciudad de Valencia, cuando se celebraron por fin unas Fallas que llevaban desde marzo de 2020 postergándose. A pesar del porcentaje de vacunación ya cercano al 70%, se mantuvo el toque de queda y no se permitieron la gran mayoría de las actividades y celebraciones tradicionales que se realizan en las calles durante los días de Fallas.

Más allá de los ritmos hipnóticos de las raves o la evasión de los botellones, sería interesante construir un ocio nocturno donde prime lo compartido

La festividad se veía limitada a carpas cerradas para las agrupaciones falleras y locales privados que abrían hasta que comenzaba el toque de queda. De manera similar discurrieron las fiestas de la Paloma en el barrio de La Latina en Madrid: el elemento popular de las fiestas fue eliminado por la gestión del Ayuntamiento a través de la cancelación de toda verbena o evento gratuito, a excepción de algunos conciertos en sillas y con aforo limitado en las Vistillas, dejando como opción para la noche unas discotecas y pubs llenas a rebosar. Defender la democracia cultural es también entender como fundamentales estas fiestas populares y mantener su carácter accesible para todos los vecinos.

Con todo, es evidente que el botellón no es sino otra dinámica forzada por los engranajes del propio sistema, y no el modelo de socialización colectiva o ocio alternativo al que debiéramos aspirar. Pero sí supone una posibilidad de escapar a determinadas imposiciones sistémicas que convierten nuestras ciudades en espacios hostiles a lo común. Más allá de los ritmos hipnóticos de las raves o la evasión de los botellones, sería interesante construir un ocio nocturno donde primen las potencialidades de lo compartido, y cuya principal finalidad no sea la ruptura con una cotidianidad abrumadora sino la continuidad de una vida que valga la pena. Mientras ese horizonte no se materialice, tocará defender las opciones festivas que suponen un muro de contención al ocio privatizador que trata de engullirlo todo.

David Ortiz tiene 19 años y estudia de Antropología

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