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Opinión

El zombi bolivariano

Nicolás Maduro

El pasado fin de semana se repitió hasta la saciedad que el régimen chavista se ha suicidado impidiendo la entrada de ayuda humanitaria desde Colombia. Pero no es cierto. Tampoco lo hizo el mes pasado con la jura fraudulenta de Nicolás Maduro, ni durante las no menos fraudulentas elecciones de mayo, ni con la feroz represión que desató en el verano de 2017. El régimen se suicidó hace casi dos años cuando decidió unilateralmente desconocer a la Asamblea Nacional democráticamente elegida a finales de 2015 y se inventó una nueva afín al Gobierno.

Aquello fue el verdadero punto de inflexión, el pecado original que ha convertido a Maduro en un apestado y a sus compinches en un grupo de forajidos que cuando salen del país tienen que hacerlo guardándose las espaldas por si la CIA o la DEA les echan el guante. Todo lo que ha sucedido desde entonces en Venezuela no ha sido más que una consecuencia de ese golpe de Estado a cámara lenta perpetrado desde el poder, que culminó el pasado 10 de enero con la toma de posesión de Maduro tras haber ganado unas elecciones de mentira.

La ratonera de Maduro

Maduro se metió el solito en la ratonera. Sabía que el chavismo se sostenía sobre una ficción muy elaborada, la de una dictadura de facto que de iure aparentaba ser una democracia. Los abusos del régimen eran bien conocidos, pero hasta esa fecha se habían cuidado muy mucho de no violentar a la Asamblea Nacional para tener coartada de puertas afuera.

Cuando desde el exterior se criticaba al Gobierno bolivariano sus defensores argüían que Venezuela no era propiamente una dictadura porque la oposición controlaba el legislativo y el Gobierno de algunos Estados y bastantes municipios. Con esa excusa el chavismo hacía y deshacía a su antojo en todo lo demás. Metía entre rejas a los opositores más incómodos con farsas procesales como el juicio a Leopoldo López. A otros los inhabilitaba como el caso de María Corina Machado, a quien tanto Chávez como Maduro hostigan con saña desde hace años.

Maduro es internacionalmente un apestado y sus compinches un grupo de forajidos que cuando salen del país tienen que hacerlo guardándose las espaldas por si la CIA o la DEA les echan el guante

Ese delicado equilibrio, ese trampantojo que con tanto mimo han cuidado los bolivarianos desde su llegada al poder en 1998 se rompió hace dos años. Cuando Maduro dio aquel paso, seguramente por indicación de La Habana, supuso que la oposición reaccionaría en la calle y luego se desinflaría como sucedió en 2014. Algo de eso pasó. Tras el anuncio de la creación de la Asamblea Nacional Constituyente en mayo de 2017 se sucedieron cuatro meses de protestas masivas que se saldaron con 160 muertos, 15.000 heridos, 3.000 detenidos y 1.350 opositores encarcelados. Tras aquella escabechina en el mes de agosto las protestas se apagaron.

El guión habanero funcionaba. Tan sólo había que resistir aplicando toda la violencia que fuese necesaria. El mundo miraría a otro lado como había venido haciendo desde los orígenes del chavismo. A esto se sumaba otro hecho no menos importante. Como en la Cuba del año 60 se invitó a que todo el que no estuviese a gusto con el nuevo sistema se largase. Tras ello cerraron a cal y canto las fronteras, pero ya se había ido lo mejor del país, los más preparados y dinámicos, los que, en definitiva, podían plantar cara a la dictadura.

Con ello contaba Maduro tras observar complacido como Venezuela se vaciaba mes tras mes desde que la escasez se volvió la norma. Por eso convocó elecciones para mayo del año pasado. Unas elecciones que violaban la Constitución del 99, pero que se ajustaban como un guante a la nueva legalidad que había comenzado a levantar. Todo mediante la política de los hechos consumados igual que hizo Fidel Castro en Cuba durante sus dos primeros años de Gobierno, al término de los cuales muchos no acertaban a entender cómo se había llegado a eso en tan poco tiempo.

Castro a su vez lo había aprendido de las repúblicas populares de Europa del este donde, al acabar la guerra mundial, se pasó de democracias formales a dictaduras de partido único en apenas cuatro años y sin que nadie lo notase hasta que fue demasiado tarde. Todo era cuestión de sustituir una legalidad por otra de manera lo suficientemente disimulada para que casi nadie lo advierta. Si alguien daba la voz de alarma sobrevenía el señalamiento público, el arresto, el tormento y el destierro.

Para desgracia de Maduro, Venezuela no es Cuba y 2019 no es 1959. Castro consiguió resistir en una isla, en plena guerra fría y gracias al apoyo incondicional de la entonces poderosa Unión Soviética

A Maduro le estaba saliendo todo a pedir de boca hasta que hace un mes un completo desconocido osó desafiarle proclamándose presidente amparándose en la Constitución aún vigente. Un simple contratiempo de no haber sido porque aquel mismo día Estados Unidos y casi todos los países de América corrieron a ponerse de su lado internacionalizando de este modo el conflicto. El régimen contaba con la impunidad hasta el final de un proceso que, una vez concluido, no tendría vuelta atrás.

Pero Venezuela no es Cuba y 2019 no es 1959. Castro consiguió resistir en una isla, en plena guerra fría y gracias al apoyo incondicional de la entonces poderosa Unión Soviética. Maduro tiene que custodiar más de cinco mil kilómetros de frontera terrestre con tres Estados, dos de los cuales -Colombia y Brasil- son abiertamente contrarios a su Gobierno.

Tiene, además, enfrente, a Estados Unidos, a la Unión Europea y a los principales países de Hispanoamérica con la excepción de México, que parece decidido a bailar sobre un alambre. A su lado tan sólo Rusia, China, Irán y Turquía, todos por interés puramente económico, Venezuela les debe dinero y quieren recuperarlo. Ante semejante panorama y con un rechazo generalizado en el interior del país, Maduro tiene más o menos claro que su tiempo ha acabado y no sería extraño que ya esté tanteando destinos para un exilio forzoso en los últimos meses.

El espectáculo del sábado pasado en la frontera colombiana era la última pieza de un puzle en el que se dibuja el régimen chavista como una tiranía sin escrúpulos. Su debilidad es total. Tuvo que enviar a los paramilitares -los infames colectivos- a proteger los puestos fronterizos. En el ejército empiezan a abundar las traiciones y, tras su negativa a aceptar el paso de ayuda humanitaria, ni sus más entregados defensores se atreven a hablar en voz alta a su favor.

Podrá resistir, pero en un estado exangüe, machacado a sanciones, sin tener donde colocar el petróleo y con sus costas bajo vigilancia, lo que arruinará el otro gran negocio del que viven los capitostes del régimen: el tráfico de drogas a gran escala a través del Caribe. El chavismo había devenido una cleptocracia en la que las lealtades se cobraban en cheques al portador. En breve todos esos cheques serán sin fondos. No hará falta intervenir militarmente, el régimen se descompone solo, es un muerto viviente que se tambalea dando palos, tan sólo hay que esperar a que termine de hacerlo.

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