Opinión

Viaje lisérgico en un ascensor del Congreso

Santiago Abascal, presidente de Vox, con Iván Espinosa de los Monteros, exportavoz de Vox en el Congreso / Europa Press.

Descubríamos la semana pasada que hay una moda consistente en contar “anécdotas con fascistas”. Hay gente que se va al Pacífico para nadar entre tiburones, otros contratan un safari para observar elefantes, pero a España uno viene con la esperanza de experimentar de primera mano el peligro de los años 30. Lo descubríamos gracias a una comunicadora política que trabaja para el grupo parlamentario de Unidas Podemos en el Congreso, quien se decidió a compartir en Twitter una terrible experiencia padecida en el interior de un ascensor. 

Al parecer, la comunicadora coincidió en un ascensor del Congreso con Espinosa de los Monteros, Abascal y Ortega Smith. Subió tres plantas con ellos. Llegó a su planta y salió del ascensor. Fin. Esa fue la terrible experiencia. Objetivamente no ocurrió nada. No hubo insultos, ni comentarios desagradables, ni gritos. No llegó a pronunciarse ni una palabra, puesto que “se callaron al verme”. En el ámbito de lo subjetivo, en cambio, se desató el terror. El relato de la víctima no podía ser más dramático: se pasó todo el viaje temblando.

“Temblé por estar encerrada con quienes me violentan a diario por ser mujer, migrante, racializada y de izquierdas. Temblé porque mi cuerpo reconoció el riesgo. Porque todos representan lo mismo. Porque nos miran exactamente igual. Porque nos violentan a diario de la misma manera”. 

Lo sepa o no la comunicadora política, “el cuerpo” no analiza. La que analiza es siempre la cabecita. Y analiza siempre desde lo que se haya ido metiendo en ella.

Una mujer adulta experimentó un miedo incapacitante durante un viaje en ascensor sin que mediase ninguna amenaza, ningún insulto, ninguna mirada inapropiada. No tenía ninguna razón para sentirse así, no habría podido explicar racionalmente por qué se puso a temblar, pero daba igual. Según su propia explicación, “el cuerpo a veces analiza mejor que la cabeza y reconoce amenazas sin distinciones”. Pero lo sepa o no la comunicadora política, “el cuerpo” no analiza. La que analiza es siempre la cabecita. Y analiza siempre desde lo que se haya ido metiendo en ella.

La vida se ha ido convirtiendo poco a poco en una extensión de las redes sociales, con sus retos virales y sus confesiones no solicitadas, y las anécdotas con fascistas parecen estar de moda. Hay que generar contenido que nos dé visibilidad, y cuando no disponemos de anécdotas reales, de algo socialmente valioso para mostrar en la red vital, entonces sólo podemos fingir. La anécdota debe reflejar el fondo de mensaje político, y el mensaje feminista y de izquierdas es, ya se sabe, que “los hombres matan a las mujeres por el hecho de ser mujeres”. Así que una comunicadora política peruana llega a España, se integra en los círculos del feminismo izquierdista racializado y qué va a decir. Qué va a pensar. Pues que las calles de España -y los ascensores del Congreso- son lugares hostiles en los que las mujeres se juegan la vida cada día. Entonces un día coincide en un ascensor con tres señores. De Vox, nada menos. Y qué va a decir. Qué va a pensar. Pues que se sintió amenazada. Que temió por su vida. Que se echó a temblar. Aunque aparentemente no hubiera pasado nada. Porque el cuerpo analiza mejor que la cabeza y detecta amenazas estructurales en encuentros particulares totalmente inofensivos.

Que sea todo una farsa, que forme parte de su trabajo. Si fuera así, no estaríamos ante un drama personal; estaríamos ante un drama social

La anécdota puede producir risa, pero no debería. Detrás de esta historia puede haber un drama personal. Podemos estar ante alguien que realmente cree que su vida corre peligro en cualquier situación, bien por un trastorno mental leve o bien porque sus lecturas y sus amistades, una vida radicalmente ideologizada, le han llevado a ello. También es posible que no lo crea. Que su historia sea mercancía producida en serie para su partido. Que sea todo una farsa, que forme parte de su trabajo. Si fuera así, no estaríamos ante un drama personal; estaríamos ante un drama social.

Alguien podría responder ahora que esto no es un tema tan importante como para escribir sobre ello. Que las neuras expresadas en las redes sociales no son tan relevantes, ni tienen una influencia real en el mundo. Esto podría tener sentido hace cinco años, pero hoy no. Todas estas cosas serían irrelevantes si fueran el producto de personas irrelevantes. Pero cuando las generan y exhiben las personas encargadas de construir los discursos políticos, los programas electorales y las políticas de un ministerio, la cosa cambia. Ya no son mensajes aberrantes en los márgenes de la sociedad, sino que acaban instalándose en las comedias familiares, en los anuncios institucionales o en las aulas. Y no son mensajes inocuos. La repetición constante e histriónica de consignas y relatos propagandísticos puede tener un efecto secundario peligroso. Si no se tiene cuidado, si no se realiza desde un cinismo muy trabajado, puede acabar alterando el funcionamiento de nuestro cerebro. Nos va construyendo un croma mental en el que los engañados no son los espectadores, sino nosotros mismos.

Son historias terroríficas, producidas con el objetivo de generar pánico. El pánico es esencial porque es lo que hace resplandecer la esperanza cuando después la ofrecen los partidos interesados como única solución al gran mal. Pero hay una máxima que cualquier traficante conoce e intenta cumplir: no consumas tu propia droga. De lo contrario, cualquier día podrías sufrir un mal viaje en un ascensor del Congreso.