Opinión

Un Bachillerato miserable

La cultura de un país no son únicamente los cineastas y los cantantes, la cultura de un país, por encima de todo, es su Bachillerato

Un Bachillerato miserable
La ministra de Educación, Pilar Alegría. Europa Press

Todos los que conocen a Rodolfo Martín Villa y todos los que han tenido la oportunidad de escucharle, tanto en público como en privado, han comprobado que, a sus 87 años, goza de una memoria portentosa. Como, además, entró en la vida política española muy joven, cuando era un brillante alumno de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid, conversar con él es como leer un libro de Historia de la España más contemporánea. Son muchos los episodios de esa historia en los que ha tenido un papel protagonista y son muchísimos los personajes de esa historia a los que ha tratado de cerca y ha conocido a fondo.

Pero ahora, cuando acaba de publicarse en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto por el que se establece la ordenación y las enseñanzas mínimas de la Educación Secundaria Obligatoria, no he podido por menos que acordarme de algo que escuché en cierta ocasión a Martín Villa, que no tiene nada que ver con ninguno de esos trascendentales episodios que ha vivido ni con ninguno de esos personajes históricos que ha conocido, sino con su más estricta biografía.

En junio del año 1951, cuando aún no había cumplido sus 17 años, terminó, en el Colegio de los Agustinos de León, el séptimo curso del bachillerato de entonces. A continuación y para acceder a los estudios superiores, tenía que pasar el entonces llamado Examen de Estado, que se hacía ya en una Universidad y ante un tribunal formado por catedráticos. León pertenecía al Distrito Universitario de Oviedo y allí tuvo que ir nuestro personaje a examinarse ante un tribunal que estaba presidido por Torcuato Fernández Miranda, entonces joven –tenía 36 años- catedrático de Derecho Político. Recuerda muy bien cuáles fueron los ejercicios del examen que le pusieron: una traducción de César –ahí no está seguro de si fue un fragmento de De bello gallico o de De bello civili-; un problema de Matemáticas de máximos y mínimos; y una redacción de Historia sobre el tema “La política internacional de los Reyes Católicos”. Luego había que exponerlo oralmente ante el tribunal. Lo debió hacer muy bien porque le dieron Premio Extraordinario, lo que, sin duda, le ayudó después a la hora de conseguir becas para estudiar la carrera de Ingeniería en Madrid.

Pero si traigo aquí esos recuerdos, escuchados a Martín Villa, es para comparar lo que entonces se estudiaba y se aprendía con lo que pasa hoy. En 1951 estaba vigente el Plan de Bachillerato de 1938, obra de Pedro Sainz Rodríguez, que era, más o menos, una copia del Bachillerato (“Abitur”) alemán, un Bachillerato que no era invención del nazismo entonces en el poder, sino que, inspirado por el gran Alexander von Humboldt, venía del último tercio del siglo XIX, cuando los gobiernos de Bismarck le habían dado forma.

Tenía, no sólo que conocer los episodios y personajes de la Historia de España, sino que debía ser capaz de relacionarlos y analizarlos. Casi nada

Como vemos, el que aprobaba ese examen tenía que demostrar un aceptable dominio de la gramática latina, que es como decir un dominio al cuadrado de la gramática española; tenía que manejarse ya en el cálculo infinitesimal, que es la puerta para acceder a las Matemáticas superiores, porque para hacer un problema de máximos y mínimos hay que tener claros los conceptos de límite y de derivada, y saberlos utilizar; y tenía, no sólo que conocer los episodios y personajes de la Historia de España, sino que debía ser capaz de relacionarlos y analizarlos. Casi nada. Y es que aquel Bachillerato estaba pensado para descubrir y formar a los más capaces, a los que estaban llamados a formar la élite intelectual y profesional de la sociedad.

Puede que algunos, al conocer estos resultados, sientan una sana nostalgia hacia lo que entonces estudiaban los chicos, y también las chicas, claro, aunque en menor número. Sin embargo a estos nostálgicos hay que darles algunos datos muy significativos: en 1934, el año que nació Martín Villa, nacieron en España 637.921 niños. Y en 1951, 17 años después, de todos aquellos sólo llegaron a hacer el Examen de Estado unos 25.000, es decir poco más de 3%; el 97% restante hacía ya tiempo que se estaban buscando la vida en trabajos a veces de ínfima cualificación, después de haber estado muy pocos años escolarizados. Y como aquel examen era muy duro y lo suspendía más de la mitad de los que se presentaban, tenemos que a la Universidad llegó menos del 2% de los nacidos 17 años antes.

Estos datos ya son una buena razón para no dejar lugar para la nostalgia. Sin embargo, cuando se ve que algunos, como nuestro personaje, llegaban a los 17 años con una preparación tan completa y tan sólida, cabe preguntarse por qué hoy no puede ofrecérseles a esos alumnos –que son minoría, por supuesto- a los que les gusta mucho estudiar (que, aunque la ministra Pilar Alegría y el Secretario de Estado de Educación, Alejandro Tiana, no lo sepan, los hay), la oportunidad de aprender todo lo que aprendió en la España de hace setenta años un chico salido de una familia humilde de un pueblo de León.

Pues hoy no sólo no se les ofrece esa oportunidad, sino que, con la nueva Ley y su desarrollo, se les prohíbe terminantemente. Por eso, me parece denunciable no sólo lo que los socialistas y sus cómplices están haciendo con la educación de los españoles, sino también el silencio y la apatía con la que han recibido esta Ley las Academias –salvo la de la Historia- y los catedráticos de Universidad con algún sentido de la responsabilidad (que supongo que alguno habrá), al ver cómo se prohíbe taxativamente estudiar en los años de Educación Secundaria, que son los que forman a los individuos y los que construyen la columna vertebral de la cultura de un país. Porque la cultura de un país no son únicamente los cineastas y los cantantes, la cultura de un país, por encima de todo, es su Bachillerato.

Más información