Opinión

La tragedia del Estado elefante

En un Estado de Derecho ninguna autoridad política debería imponer obligaciones que no esté obligada a cumplir también

Sánchez y Zapatero, durante un acto público
Sánchez y Zapatero, durante un acto público EFE

Es un lamentable lugar común el crecimiento sin fin de la dimensión del Estado, tanto en su vertiente económica como en la regulatoria, pero cada vez es más preocupante una tercera dimensión, menos conocida o menos tratada, que junto con las otras dos está creando un abismo público privado cada vez más insoportable: la extraordinaria asimetría de derechos y obligaciones que existe entre los ciudadanos y los representantes -políticos y funcionarios- públicos.

Cuando la dimensión del Estado crece a costa de impuestos, si estos son demasiado elevados y además están mal estructurados –como en España- el crecimiento económico y del empleo se resienten y la prosperidad social se amortigua o incluso llega a descender como viene sucediendo con Zapatero y Sánchez.

Si además se recurre al endeudamiento y éste no solo es muy elevado sino que además está financiado por el ahorro externo –no el interno como Japón e Italia-, se añade el riesgo de convertirnos en un “estado fallido” -caso típico de Argentina- que queda a merced de sus acreedores, como ya le sucedió a Zapatero. Ni que decir tiene que los estados fallidos cada vez se alejan más de los que actuando con responsabilidad siguen creciendo y creando empleo. Sánchez y su ministra de economía, no solo no han acertado uno solo de sus pronósticos: están conduciendo a España a una cuesta abajo económica jamás experimentada en tiempos de paz.

En el ámbito regulatorio, la proliferación normativa española es cada vez más abrumadora y limitante de las libertades civiles, amén de obstaculizadora del ejercicio de la función empresarial y generadora de inseguridad jurídica.

Para Hayeck, "probablemente, no existe otro factor que haya contribuido más a la prosperidad de Occidente que la prevalencia de la certeza de la ley.” Podría añadirse que la proliferación legislativa, que suele estar acompañada de la degradación de su cumplimiento, opera justamente en el sentido contrario: crea incertidumbre.

Desde 1970 hasta 2015, según la CEOE, se aprobaron en España 40.930 normas estatales, lo que equivale a una media de más de 900 cada año, a las que hay que añadir entre 300/400 normas de las comunidades autónomas, muchas otras procedentes de los ayuntamientos y las casi 20.000 directivas de la UE. Cada año, los boletines oficiales del Estado y de las comunidades autónomas publican un millón de nuevas páginas.

En Canadá, el Reino Unido y EE.UU. ya se están aplicando mecanismos orientados a reducir su producción legislativa, con el criterio One-in, two-out

En Canadá, el Reino Unido y EE.UU. ya se están aplicando mecanismos orientados a reducir su producción legislativa, con el criterio One-in, two-out: eliminación de dos reglas regulatorias por cada una nueva que se quiera introducir.

Aquí, sin embargo, no conformes con ser -seguramente- los primeros productores mundiales de normas contra la unidad de mercado, la función empresarial y la vida ciudadana, los políticos incentivados por los medios de comunicación que les acusan de gandules cuando no legislan, siguen poniendo todo tipo de obstáculos a la libertad humana y la vida empresarial.

Siendo graves y crecientemente preocupantes los hechos descritos, hay que añadir una tercera dimensión a la opresiva tiranía del Estado, curiosamente tenido por democrático; eso sí, totalitario. Se trata de la inmoral asimetría de responsabilidades públicas y privadas. Desde cualquier óptica ética, tanto en la educación de los niños como en el ejercicio de cualquier tipo de responsabilidad personal, “predicar con el ejemplo” siempre ha sido una obligada referencia moral que, sin embargo, no opera en la política.

“El Estado y sus agentes deberían ser juzgados usando los mismos estándares que se aplican a los juicios de las conductas privadas”, sostiene el filósofo Michael Huemer en The Problem of Political Authority (2013) y, ¿quién puede estar en desacuerdo con él?

Para el autor, la “autoridad política es una propiedad moral en virtud de la cual el Gobierno puede obligar —coactivamente— en ámbitos no permitidos a cualquier otra persona y los ciudadanos deben obedecer en casos a los que no estarían obligados con otras personas”. La “legitimidad política” —derecho a legislar— corresponde al Gobierno, mientras que la “obligación política” —de obediencia— afecta al ciudadano.

En un Estado de Derecho ninguna autoridad política debería imponer obligaciones que no esté obligada a cumplir también. Sin embargo, a nivel normativo los políticos y las administraciones públicas en general se cuidan mucho de aplicarse las reglas con las que obligan a la sociedad.

Veamos algunas situaciones relacionales habituales entre los ciudadanos y las administraciones públicas que siendo escandalosas se asumen con una cabizbaja normalidad:

  • Los plazos administrativos no operan para la Administración y sin embargo son ejecutivos para los administrados.
  • Las sentencias judiciales tienen una duración tan larga como incontrolada. En cualquier oficio civil sería impensable tan irresponsable ejercicio profesional.
  • En Hacienda, además de operar las anteriores situaciones, se llega a premiar -con el dinero recaudado a los ciudadanos- la comisión de delitos: la mitad de las sentencias judiciales sobre inspecciones fiscales dan la razón a los contribuyentes, sin que ello suponga la devolución de los bonus recibidos –e incluso el castigo- por los inspectores desacreditados por la Justicia.
  • Las filtraciones mediáticas de actuaciones y procesos por parte de la policía y la judicatura, no solo son frecuentes y repugnantes; jamás han sido perseguidas, resultando así impunes.
  • En países como Suecia, los funcionarios públicos no tienen más derechos que los trabajadores privados, salvo casos muy tasados en Defensa, Seguridad y Justicia; y por tanto pueden ser fácilmente removidos de sus responsabilidades.
No deja de ser sorprendente que la tiranía normativa de nuestros políticos encuentre votantes que la amparan; quizás porque no pueden vivir sin que éstos les ordenen la vida

La asimetría entre las responsabilidades de los ciudadanos y las administraciones públicas, siendo muy grande, no hace sino crecer; lo que cuestiona la legitimidad del poder político.

El principio “la ley es igual para todos, incluso para quien la promulga”, acuñado pioneramente en España hace más de cinco siglos, debiera extenderse en el sentido de la frase anterior de Huemer; de lo contrario estaríamos —en realidad estamos— ante una burla de la Filosofía del Derecho.

¿Como es posible que la mentira, las pillerías fiscales, los fraudes universitarios, los abusos de poder, los usos privados de recursos públicos, etc, de los políticos proliferen con total impunidad cada vez más –muy particularmente en la actualidad– sin que la sociedad civil responda como debe frente a tamañas tropelías?

Va siendo hora de que la sociedad civil exija ejemplaridad a los responsables políticos para que el ejercicio de su “legal” poder democrático esté “legitimado” por una recta conducta moral.

En todo caso, no deja de ser sorprendente que la tiranía normativa de nuestros políticos encuentre votantes que la amparan; quizás porque no pueden vivir sin que éstos les ordenen y quizás financien su vida. El problema es que no sólo ordenan la de ellos sino de todos los demás que quizás prefieren asumir sus propias responsabilidades, es decir su libertad, sin vender su alma al “diablo”.

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