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Opinión

De tiranos, ágrafos y paranoides

De tiranos, ágrafos y paranoides
La plaza de Cibeles durante la manifestación del 9 de marzo

Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. JLB

En su libro Menos que Uno (1986), Joseph Brodsky observa que toda configuración sociopolítica se realiza eliminando el espíritu del individualismo y promoviendo la estampida de masas. Un individuo, dice, no muere tanto por la espada como por el pene. La superpoblación demanda expansión tecnológica y planificación central. Esta dinámica engendra diversas formas de autocracias en las cuales los tiranos funcionan como versiones obsoletas de ordenadores.

“Un hombre no es tirano ni por casualidad ni por afición. Quien tiene esa vocación normalmente toma un atajo y se convierte en déspota familiar. Los verdaderos tiranos son tímidos, no particularmente inclinados a la vida de familia. Una tiranía tiene éxito solo si dispone de un partido político. Para llegar a la cima es necesaria una topografía vertical.”

A pesar de la oportuna mención de la por entonces incipiente computadora personal, Brodsky no pudo anticipar la avalancha digital que desfiguraría el planeta. Nadie pudo. Cuando los futurólogos atinan no es debido a su poder de clarividencia sino porque nuevas generaciones los recuerdan y deciden experimentar con sus fantasías. El surgimiento de la sociedad policial -capitalista o no capitalista- se ha acelerado de manera agobiante en la última década impulsado por mayorías aturdidas que exigen seguridades y minorías aburridas que piden no ser interrumpidas. En la era digital el individuo tiene la consistencia de un comprimido efervescente antiácido.

Las bicicletas son uno de los últimos refugios del anonimato, lujo usual hasta hace veinte años. El pulso por imponer la obligatoriedad de la matrícula cobra fuerza. Sus promotores ya se alinean a ambos lados del tinglado de la partidocracia, sin distinción de colores ni de esloganes. La privacidad, en cambio, no tiene pulso pero aun así la gente espera leer el obituario en las redes sociales para enterarse que todo lo hecho en el ámbito cibernético es observado, rastreado, medido y analizado.

Una simple caminata diaria es material suficiente para editar un documental gigantesco sobre cualquier persona sin que en el proceso se pierda siquiera un solo femtosegundo del recorrido

Las unidades de tiempo más pequeñas sobran para medir la duración irrelevante de la vida humana. A pesar de ello, los registros de una existencia infinitesimal son excesivos y perpetuos. Cámaras de alta resolución y programas de reconocimiento facial rastrean cada rincón del espacio público y no público. Una simple caminata diaria es material suficiente para editar un documental gigantesco sobre cualquier persona sin que en el proceso se pierda siquiera un solo femtosegundo del recorrido. Progresivamente, la tecnología ha erosionado la privacidad hasta convertirla en una rareza obsoleta.

El sistema exige identificación con insistencia obsesiva, sea para la compra de una casa o un helado. La tecnología preserva para el futuro previsible toneladas de información inimaginable, de los vivos pero también de los muertos. Aun en estado de catatonia crónica un gris oficinista puede producir interminables listas con nombres ordenados de acuerdo a un número inconcebible de categorías asignadas. El historial de los habitantes de un país democrático siempre está a sólo un clic de distancia de quienes nunca utilizarán la información a favor del perseguido. La violenta transición se consuma a plena luz del día: de la pesadilla de Orwell al infierno final de Huxley. Móviles y ordenadores convierten en paranoide al cuadrúpedo más indolente.

Invirtiendo la conocida máxima, podría afirmarse que el planeta en la proyección fiel de una colonia penal. En la prisión, los internos cumplen los roles asignados a su ingreso de acuerdo a la letra de un reglamento no visto ni firmado. Cualquier otro papel se considera una anomalía y habilita a los custodios a interrogar al sospechoso. Imperceptible e implacablemente, el mundo se ha convertido en algo parecido a un campo de trabajo donde los reclusos son cultivados como fuente de energía para alimentar élites ociosas. El presunto ciudadano tiene la misma categoría existencial que una pila triple A de un voltio y medio.

Si el mundo libre aceptó sumisamente su cautiverio en 2020 y 2021, durante el próximo ataque de histeria colectiva poblaciones enteras suplicarán ser encerradas de inmediato y sus representantes atenderán el reclamo expeditivamente

En la dimensión lisérgica los desatinos de hoy son saludados como los aciertos de ayer. La fecha de transformación de las redes sociales en sistemas de propaganda, censura y persecución coincide con el día en que la foto de un gato provocó furor histérico mientras una sentencia de Aristóteles era ignorada por completo. Cuando el sentimentalismo y el miedo ejercen supremacía abrumadora la audiencia solo pide entretenimiento e impacto permanente, como en el ubicuo melodrama. La inversión se consuma: el móvil es el amo y el usuario su mascota. La lógica del sentido está fuera del alcance de las mayorías y también de vastas minorías. En una sociedad policial, etapa superior del Estado policial, las multitudes demandan ser castigadas.

Un mero microbio puso a prueba la incompetencia de las oligarquías hegemónicas de Occidente. En el proceso, un precepto aterrador ha echado raíces. De ahora en más, cerrar un país y saquearlo a voluntad será mucho más sencillo. Si el mundo libre aceptó sumisamente su cautiverio en 2020 y 2021, durante el próximo ataque de histeria colectiva poblaciones enteras suplicarán ser encerradas de inmediato y sus representantes atenderán el reclamo expeditivamente y podrán robar sin la intromisión de vecinos molestos. En definitiva, si la oposición los descubre y no está demasiado ocupada organizando la próxima concentración dominguera, la pena capital para los culpables será irse al cuarto sin postre. El infierno es inútil para los sabios, pero necesario para la plebe insensata, recuerda Voltaire.

“Una tiranía estructura tu vida del modo más meticuloso posible, ciertamente mucho mejor que una democracia. Lo hace por el bien de todos, pues cualquier muestra de individualismo puede ser perjudicial, para quien lo exhibe y para los demás. Para eso el Estado se hace cargo del partido, con su servicio de seguridad, su policía, sus hospitales psiquiátricos y el sentido de lealtad de los ciudadanos. Aun así, estos dispositivos no son suficientes: el sueño del tirano es hacer de cada persona su propio burócrata”, señala Brodsky.

La parábola del mono y el organillero siempre viene a la cabeza cada vez que erróneamente se denomina políticos a esa comunidad de alienígenas que alcanzan su propia salvación hablando de problemas que nunca tuvieron en nombre de quienes no conocen

¿Democracia o régimen que brinda al súbdito la inigualable oportunidad de elegir a quienes deberá mantener eternamente? Quienes deben gobernar suelen no hacerlo y quienes deben oponerse acostumbran recitar insustanciales reproches y rezongos, como la proverbial señora enojada en la cola de la panadería. Un burócrata de Estado puede definirse como alguien que disfruta de innumerables privilegios, es inmune a la letra de la ley y vive a costa de los demás. ¿Puede emerger un Pericles o un Cincinato en un ambiente semejante? La parábola del mono y el organillero siempre viene a la cabeza cada vez que erróneamente se denomina políticos a esa comunidad de alienígenas que alcanzan su propia salvación hablando de problemas que nunca tuvieron en nombre de quienes no conocen. El dominio de la política ausente se asemeja a un descuidado hotel provinciano de segunda categoría regentado por discípulos de Basil Fawlty. Tratan al cliente como si fuese un estorbo para el negocio.

“Si uno se siente melancólico en el funeral del tirano es principalmente por razones autobiográficas y la nostalgia de los buenos viejos tiempos que se hace sentir con particular intensidad. Después de todo, el hombre era un producto de la vieja escuela, cuando la gente todavía podía diferenciar entre lo que decía y lo que hacía”, concluye Brodsky.

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