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Opinión

Tiempos preelectorales

Toda ciudad, todo pueblo, por pequeño que sea, merece ser dirigido por los mejores, los mas capaces, los vocacionalmente más dispuestos

Una urna en un colegio electoral.

Estamos ya en tiempo preelectoral. El próximo mes de mayo se celebran elecciones municipales y autonómicas, y, en breve, todos los medios de comunicación se ocuparán de informarnos de las noticias sobre listas, presentación de candidatos, posibles pactos, pre o post, electorales, programas, etc. de todos los pueblos y ciudades de la comarca. Y así oiremos, o leeremos, que, unos, los candidatos que aspiran a mandar o creen que tienen posibilidades de hacerlo, denuncian lo que, a su juicio, no se ha hecho o se ha hecho mal, al tiempo que anuncian lo que ellos quieren hacer; y los otros, los que actualmente mandan, se afanan por explicar sus logros, y atosigan a sus subalternos para que estén a punto las inauguraciones antes de la fecha tan esperada. Y en estas actitudes no hay color político que las diferencie: sea del partido que sea el que mande, y sea del partido que sea el aspirante, se comportan igual en cualquier pueblo. Pero no lo censuro.

Las elecciones municipales son, deben ser, las que más directamente inciden en la vida diaria de los ciudadanos, las más cercanas. Y, al mismo tiempo, precisamente por ser las más domésticas y no poner en duda, salvo excepciones, ningún valor fundamental, son las que permiten una mayor libertad de expresión y, por tanto, suelen ser entretenidas para el ciudadano. Los candidatos son más próximos y cercanos. Cada uno de ellos se dará cuenta, con asombro, de que sus vecinos conocen hasta la marca de la primera papilla que tomaron. Y lo que es peor, oirán como unos dicen que aquella papilla era la peor que podía tomar, y “así ha salido él”; mientras que otros dirán que si es inteligente es precisamente fruto de aquella primera alimentación. Desde que se conozca su nombre, o su foto aparezca en algún cartel, el candidato verá cómo su vida, y la de sus allegados, hasta al menos tres generaciones atrás, siempre hay alguien que conoce las andanzas del abuelo. Son diseccionados hasta recordar detalles increíbles, y objeto de comentario en cualquier lugar donde se reúnan más de dos personas. Y no sólo él, el candidato,  de igual forma, su familia será, también, destinataria de tales cometarios. Con el auge de las televisiones locales, cualquier asistente a cualquier acto de algún candidato se arriesga al interrogatorio público, “¿Qué hace ese ahí?”, ¿“por qué le apoya” ?, “ese, ¿no era de derechas?, ¿o de izquierdas?”, etc. El candidato, y su entorno, deben tener asumido que van a destripar su vida. También hay que decir que, al final, los buenos y malos comentarios, las críticas y las alabanzas, en general, se compensan y, a la hora de la verdad, cuando hay que introducir la papeleta del voto en la urna, cada persona, salvo pocas excepciones, lo hace responsablemente siguiendo su propia opinión y convicciones. Y pasadas las elecciones todo vuelve a la normalidad.

Los concejales son aquellos que se ocupan de cosas aparentemente tan simples como que salga el agua por el grifo de tu casa, de que recojan tu basura, de que las calles estén asfaltadas...

Tengo un gran respeto por todos aquellos que se presentan a unas elecciones municipales, sea el que sea el partido por el que lo hagan. En general, por el conjunto de la clase política, y muy particularmente por los políticos de pueblo. Soy consciente de que pensamos que hay demasiados caraduras, gente poco honesta, o que se mete en política porque no sabe hacer otra cosa. Pero estos, desaprensivos o casi ignorantes, los hay en todos los colectivos, con la única y trascendental diferencia de que el político, el concejal, el alcalde del pueblo, está permanentemente expuesto a la opinión pública, y todo lo que haga, bien o mal, se sabrá irremediablemente. Es cierto que hay políticos de pueblo que buscan el cargo como medio de promoción social y satisfacer su vanidad. En un ayuntamiento no todo son cosas para lucirse, y los concejales son aquellos que se ocupan de cosas aparentemente tan simples como que salga el agua por el grifo de tu casa, de que recojan tu basura, de que las calles estén asfaltadas, o de que puedas pasear por un jardín, etc., es decir son los que se ocupan de cosas de las que los demás no nos queremos ocupar. Gracias a ellos los pueblos y ciudades, en general, funcionan, aunque nosotros sólo nos demos cuenta cuando alguna deficiencia nos afecta. Los políticos de pueblo se ocupan de cuestiones que nos hacen la vida mas fácil a todos, mientras nosotros nos dedicamos a lo nuestro, a lo que nos satisface o a lo que nos resulta lucrativo. Los políticos, los políticos de pueblo, merecen un respeto.

 El que yo crea que merecen un respeto no quiere decir que piense que cualquiera puede ser político. O, dicho de otro modo, pienso que los ciudadanos no podemos elegir, no podemos dar nuestro voto a cualquiera. El candidato, el político de pueblo, además de esa posible vanidad, presenta una valentía suficiente para asumir aciertos, y sobre todo errores, y para exponerse al juicio público, ha ser honesto hasta el punto de que nosotros, los ciudadanos, creamos que lo es. Siendo eso imprescindible, también es necesario que tenga ideas, que sepa lo que quiere hacer por su pueblo, que presente un modelo de la ciudad que tiene en su cabeza, y que, sobre todo, sepa cómo hacerlo, cómo ha de llevar a la práctica aquello que ofrece realizar. Ya lo expresa, con acierto,  el acervo popular, “el político debe tener sus ideas en la cabeza, pero llevar en el bolsillo un manual de aplicación práctica”.

 Y no quiero acabar sin referirme a la gran responsabilidad que tienen siempre, pero sobre todo en tiempo preelectoral, los partidos políticos. Y sobre todo los de pueblo. Porque, además de debatir el futuro que quieren para su ciudad, deben proponer a los candidatos, al futuro “equipo de gobierno”, o “de oposición”, tan importante uno como el otro, para llevarlo a cabo. Y deberán ser los mejores. Bien para la gestión del día a día, bien para llevar a cabo una firme oposición como veladores del cumplimiento de las promesas electorales y los programas que ofrecieron para resultar elegidos. Los partidos mayoritarios que desde esa posición tienen asegurada su representación, no pueden dar cabida en sus listas a advenedizos y oportunistas. Toda ciudad, todo pueblo, por pequeño que sea, merece ser dirigido por los mejores, los mas capaces, los vocacionalmente más dispuestos y que crean en lo que hacen. Porque de lo contrario estaríamos ante un fraude a los ciudadanos y, por desgracia, ya tenemos demasiados ejemplos de ello.

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