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Opinión

Tavistock y la ley Trans

La ley cercena la libertad de médicos y terapeutas para desarrollar sus labores de diagnóstico y tratamiento con plena autonomía, de acuerdo con su juicio y experiencia

Clínica Tavistock
Clínica Tavistock EFE

La polémica ha acompañado, desde su misma gestación, al proyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y la garantía de los derechos de las personas LGTBI, popularmente conocida como ‘ley trans’. Son de conocimiento público las tensiones que ha creado en el seno de la coalición de gobierno. Más notorias aún son las acerbas críticas y la amplia contestación que suscita el proyecto en los medios feministas. Basta echar un vistazo a las entrevistas y artículos publicados estas semanas por destacadas pensadoras y representantes del movimiento feminista, no pocas de ellas situadas claramente a la izquierda o militantes socialistas de toda la vida. Como botón de muestra pueden leer el duro pero razonado manifiesto sobre la ley publicado en junio de 2021 por Amelia Valcárcel junto con Laura Freixas, Alicia Miyares y Rosa María Rodríguez Magda, entre otras.

Por eso mismo se entiende mal que la Mesa del Congreso haya decidido tramitarla por el procedimiento de urgencia, sin tiempo para la comparecencia de profesionales y expertos. ¡Si hasta la ampliación de los plazos para presentar enmiendas causa indignación en sus partidarios! Habría que recordar que una de las virtudes del parlamentarismo es la de encauzar las pasiones y demandas políticas, atemperándolas a través del procedimiento parlamentario, para dar tiempo a un debate en el que se hagan valer las razones pro et contra. O ese era el ideal clásico, que igual ya no vale en estos tiempos de legislación exprés.

En este caso las prisas se compadecen mal con la trascendencia del paso legislativo, que viene a consagrar en nuestro ordenamiento jurídico el llamado ‘principio de autodeterminación de género’, de acuerdo con el cual uno puede cambiar el sexo que consta en el Registro Civil, con todos los efectos legales que conlleva, sin más requisito que una mera declaración de voluntad. Recordemos que la legislación vigente desde 2007 sólo permite dicho cambio si va acompañado de un diagnóstico clínico de disforia de género y dos años de tratamiento. Con la nueva ley dichos requisitos desaparecen y además se extiende la posibilidad de modificación registral a los menores de edad por debajo de los dieciséis; con doce años se podrá solicitar. De todos los aspectos controvertidos de esta ley, que son muchos, la cuestión de los menores es sin duda la que más polémica despierta. No es para menos.

La remisión del proyecto de ley al Congreso ha coincidido con el anuncio este verano de que el Sistema Nacional de Salud (NHS) británico clausurará en los próximos meses Tavistock. La famosa clínica londinense ha sido el centro de referencia en el Reino Unido para el diagnóstico y tratamiento de la disforia de género en menores de edad. Desde hace años, sin embargo, su servicio de identidad de género es objeto de constantes denuncias a cargo de miembros del personal médico, padres y antiguos pacientes, algunas de las cuales han acabado ante los tribunales. De hecho, en estos momentos se prepara una masiva demanda judicial contra la clínica; según los portavoces de la firma de abogados que lleva el caso, en representación de unos mil pacientes, los tratamientos prescritos les habrían provocado ‘heridas físicas y psicológicas que perdurarán por el resto de sus vidas’.

No menos anómalo fue descubrir el ascendiente fuera de lo común que lobbies trans como Mermaids ejercían sobre el centro, creando un clima donde se sobreentendía que los profesionales sanitarios sólo tenían que seguir sus demandas

Por lo que vamos sabiendo, es una historia que debería mover a la reflexión y a la cautela. Contamos para ello con el testimonio de profesionales que trabajaron en la clínica, como Sue Evans, enfermera senior especializada en salud mental. Evans se quedó asombrada al principio por la celeridad con la que se prescribían a niños y adolescentes tratamientos farmacológicos, como bloqueadores de pubertad, cuyos efectos a largo plazo se desconocen, sin tiempo apenas para una adecuada valoración clínica de pacientes con historiales difíciles, en los que a menudo se solapan con la disforia otros problemas psicológicos. No menos anómalo fue descubrir el ascendiente fuera de lo común que lobbies trans como Mermaids ejercían sobre el centro, creando un clima donde se sobreentendía que los profesionales sanitarios sólo tenían que seguir sus demandas y las de los pacientes. No sin coste personal, Evans denunció tales prácticas ante la dirección y después a las autoridades sanitarias, para terminar finalmente dimitiendo por razones de conciencia.

No fue el único caso. Gracias a las protestas de padres o juicios como el de Keira Bell, una joven arrepentida, el asunto alcanzó notoriedad pública y motivó una investigación independiente sobre las posibles irregularidades, encomendada a la pediatra Hilary Cass. Los resultados de la investigación han sido presentados en The Cass Review, un informe riguroso cuya lectura debería ser recomendada a nuestros legisladores.

No es un dato despreciable que aproximadamente un tercio de los pacientes derivados sufra de autismo y otros problemas psicológicos

El informe refleja el vertiginoso crecimiento de los casos de disforia de género en niños y adolescentes, algo que estamos presenciando también en nuestro país. Para hacernos idea: si en 2009 eran derivados a Tavistock unos 50 menores al año, en 2020 fueron 2.500, con listas de esperas de 4600. Por más que a las asociaciones trans les disguste la idea del contagio social, el incremento exponencial necesita de explicación. Porque también ha cambiado completamente el perfil de los pacientes: si tradicionalmente eran sobre todo varones de nacimiento, en los últimos años se ha disparado el número de niñas y adolescentes que presentan disforia de género, en muchos casos de aparición repentina y tardía. No es un dato despreciable que aproximadamente un tercio de los pacientes derivados sufra de autismo y otros problemas, pues uno de los temores que expresa el informe es que se estén tapando o descuidando necesidades importantes de salud mental bajo el diagnóstico de la incongruencia de género.

Con prosa aséptica el informe confirma además lo denunciado por Evans cuando señala que, en las entrevistas, los profesionales sanitarios dijeron sentirse presionados para adoptar ‘un enfoque afirmativo’ en el diagnóstico, que es tanto como asumir el autodiagnóstico del menor o sus padres sin cuestionarlo de ningún modo, lo que choca con la práctica clínica normal. Estas presiones son particularmente graves si tenemos en cuenta que, como señala Cass, no existe entre los especialistas acuerdo acerca de cómo entender la disforia de género en sus aspectos esenciales, si se trata de un fenómeno inherente e inmutable para el que la mejor opción es la transición, con los tratamientos farmacológicos y quirúrgicos que conlleva, o si se trata de una ‘respuesta fluida y temporal’ a factores psicológicos y sociales de diversa índole. Por eso el informe insiste reiteradamente en la necesidad de una discusión abierta sobre estas cuestiones, tanto más importante cuando hablamos de tratamientos potencialmente irreversibles, acerca de los cuales no hay suficiente evidencia científica.

Si algunas enseñanzas se pueden sacar del Informe Cass, la primera de todas debería ser esa. Sin embargo, todo en el proyecto de ‘ley trans’ que ahora se tramita va en la dirección contraria. En su artículo 17 por ejemplo prohíbe taxativamente la práctica de terapias de conversión destinadas a modificar la identidad de género, incluso si cuentan con el consentimiento de las personas o sus tutores legales. Dejando aparte cómo se justifica esa injerencia paternalista, la argucia está en que bajo el denostado rótulo de ‘terapia de conversión’ se puede meter todo lo que no sea aplicar el enfoque afirmativo. De esa forma nada sibilina, la ley cercena la libertad de médicos y terapeutas para desarrollar sus labores de diagnóstico y tratamiento con plena autonomía, de acuerdo con su juicio y experiencia. En caso contrario, el profesional sanitario se expone a incurrir en una infracción administrativa muy grave, sancionable con multas que van de diez mil a ciento cincuenta mil euros.

Infracciones y sanciones

Han leído bien las cantidades. La ley despliega en su título IV un impresionante aparato de infracciones y sanciones del todo punto intimidatorio. Por tratarse de un régimen sancionador de carácter administrativo, las penas serán impuestas por el jefe de servicio o la autoridad autonómica correspondiente, y en último término por la ministra de Igualdad, sin las garantías de un proceso judicial. No puede extrañar que los críticos de la ley hablen por ello de una verdadera ‘ley mordaza’ con la que se pretende acallar al discrepante en asuntos tan delicados y controvertidos como el de los menores, donde lo que se necesita es más debate e investigación en lugar de un corsé ideológico.

Lo sucedido en Tavistock tendría que servirnos de advertencia contra los peligros de una medicina subordinada a las orientaciones ideológicas de los grupos de activistas, como han señalado en una carta abierta al British Medical Journal un grupo de doctores especialistas en estas cuestiones. Si algo impide el debate abierto, según afirman, es que se hagan pasar por artículos de fe lo que no deja de ser una concepción filosófica sobre la identidad de género sumamente discutible (¡y discutida!), ‘con escaso o nulo sustento empírico’. Dudo que nuestros legisladores vayan a aprender de la experiencia ajena, pero tengan por seguro que no será sin costes.

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