Quantcast

Opinión

Flora y fauna

Tamara Falcó y las asechanzas de la mantis religiosa

Siguen las aventuras y desventuras de la hija de Isabel Preysler

Tamara Falcó.

Permitió el Señor que Tamara Isabel Falcó Preysler naciese en Madrid el 20 de noviembre de 1981, festividad de San Edmundo Rey, San Ampelo y San Octaviano, y aniversario de otras cosas interesantes que no hacen al caso. Fue Tamara la única hija que tuvieron Carlos Falcó y Fernández de Córdoba, quinto marqués de Griñón, terrateniente, empresario y reconocidísimo productor de vinos (fallecido en 2020), y su esposa, María Isabel Preysler Arrastia, de profesión, sus labores. Pero Tamara no fue, ni mucho menos, hija única: este matrimonio fue el segundo de los tres de su padre y también el segundo de los otros tres (legales) de su abnegada madre, y así quiso la Providencia dotar a Tamara con ocho hermanastros de muy variadas edades, habilidades y prendas personales. Desde muy jovencita, Tamara adquirió la costumbre de llamar “tíos” a los antiguos o sucesivos maridos de su madre. Quizá no a todos porque la vida es larga y la memoria, pues no tanto. Pero sí: “tío Julio”, por Julio Iglesias, y “tío Miguel”, por el fallecido Miguel Boyer. Por ejemplo.

Quiso Dios que Tamara, tras el divorcio de sus padres (ella tenía cinco años), recibiese una educación esmerada, como corresponde a su clase y condición; y así estudió en la St. Anne’s School de Madrid, centro desde luego privado, católico y británico. Pronto quedó claro que lista, lo que se dice lista, Tamara no era. Sus notas eran penosas y su carácter también porque, como ella misma ha reconocido más tarde ante sus feligreses, estaba consentidísima: sus padres le daban todos los caprichos, sobre todo la madre, y eso la convirtió (como ella dice) en “muy tonta, inaguantable”. Menos mal que luego se le pasó, como es público y notorio, ¿verdad? El mayor motivo de sus iras era su hermano (de madre) Enrique, luego conocido cantante melódico, que se empeñaba en llamarla “Maruca”, lo cual ponía a la niña histérica porque pensaba que la estaba llamando cucaracha; no hay modo de saber por qué.

Lo mismo que San Agustín y Santa Isabel de la Trinidad, no fue Tamara una niña rezadora ni devota. Más bien al revés. Su abuela, gran católica tridentina, la “invitaba” o la empujaba a la Eucaristía; pero Tamara se aburría muchísimo en misa y se escapaba en cuanto podía. Con doce años discutía y zahería impíamente a curas y presbíteros. Faltaba al precepto dominical; se salía de las misas hasta en las bodas. En el cole cambió la clase de Religión por la de Ética, pecado mortal gordísimo que el Señor, cómo dudarlo, le perdonaría más tarde.

Llevaron después a la niña, ya mocita, a Chicago, en Estados Unidos, para que estudiase Comunicación (algo tenía que estudiar la criatura) en el prestigioso y exclusivo Lake Forest College. Pero estaba allí fuera de su ambiente y no duró dos años; su paso por el centro no dejó lo que se dice una huella imborrable, ni en el centro ni en ella. Pareció luego interesarse por los vinos de su padre; tampoco le motivaba aquello. Trabajó un tiempo en Zara. Nada. Anduvo luego por Italia, en Milán, donde está el Milano Fashion Institute (Istituto Marangoni), una de las escuelas de moda más célebres del mundo, pero tenía un problema: que había que estudiar. Y claro, eso ya... El caso es que Tamara se acercaba a los 30 años y aún no había decidido qué hacer con su vida cuando fuese mayor. Más mayor.

Pero el Señor no abandona a los suyos y, más o menos en 2011, Tamara Falcó tuvo no una sino dos revelaciones trascendentales para su vida. La primera le llegó un día en que entró en la Casa del Libro, no se sabe por qué motivo. Del mismo modo en que San Josemaría se arrebató de fe el día en que encontró una rosa de madera en la montaña, Tamara vio por los estantes un libro que le llamó la atención por su portada, blanca y azulita y con una palmera, monísima de la muerte. Resultó que era la Biblia. Según ella, se puso a leer y le dio tal tiritona de devoción que ya no pudo parar hasta que lo terminó.

Bien. No hay por qué desconfiar de su palabra, eso por descontado. Pero la Biblia católica, en la edición Nácar Colunga, tiene 1.325 páginas. El relato bíblico empieza bien, pero el Génesis muy pronto se pone a encadenar páginas enteras de genealogías milenarias que no son precisamente divertidas, sobre todo porque hablan de personas antiguas que no son amigos de papi ni de mami ni de tío Julio ni salen en el Hola. Es lícito pensar que Tamara peca (venialmente) algo de exagerada cuando asegura que se leyó la Biblia entera. Mil trescientas páginas son muchas páginas para alguien que en su vida ha mostrado interés por la lectura. Quizá el Señor, en su misericordia, le concedió la gracia de saltarse unas cuantas.

El caso es que Tamara, después de aquel sofocón en la Casa del Libro, abjuró para siempre (bueno, al menos hasta hoy) de sus pasados errores y descreimientos, y se convirtió en furibunda católica, apostólica y románica, luego veremos cómo. Bástenos por ahora saber que su familia (empezando por su madre) se quedó estupefacta, todos como estatuas de sal (Gen. 19 26), porque estaban al corriente de que la niña era peculiar, pero nadie esperaba que le diera por ahí. Y tan fuerte.

La segunda revelación que llegó a la repentinamente piadosa muchacha fue la de cómo resolver su futuro profesional. Dio con la fórmula perfecta: no era necesario estudiar ni trabajar, y el ejemplo lo tenía bien cerca. Era su madre. Isabel Preysler no tenía oficio ni beneficio conocidos, ni falta que le hacían: le bastaba con ser ella, sonreír como nadie, pescar maridos o novios de campanillas y cuidarse de salir, como consecuencia, en las revistas y programas del corazón. Su trabajo era (y es) el de famosa. Pues Tamara decidió hacer lo mismo: ya que no parecía servir para ninguna otra cosa, decidió trabajar de hija de su madre, es decir, de famosa. Comerciar con su vida personal, cierta o inventada, y ocuparse (esto sí, cuidadosamente) de no desaparecer nunca de la luz pública, de la popularidad ni de la fama, que en buena medida tiene gracias a mamá. El éxito, hasta hoy, es absolutamente incuestionable.

No es posible dudar de que el único y verdadero amor de Tamara es Nuestro Señor, y que, como los místicos, vive sin vivir en sí, y tan alta vida espera que muere porque no muere; pero de vez en cuando, entre rezo y rezo, se toma sus ratos libres y así ha conocido el mundo, el demonio y desde luego la carne. Por lo menos la carne de, sucesivamente, Alberto Comenge Barreiros, Bartolomé Fierro March, el argentino Marco Noyer, el italiano Marco Musini, Enrique Solís, Iván Miranda Álvarez Pickman y, por fin, el gran amor (humano) de su vida, Íñigo Onieva. Si se fijan, todos guapos, ricos, nobles o de buenísima familia. Pero será Onieva quien se convierta, si ni el cielo ni la madre de la niña logran impedirlo, en el castísimo esposo de Tamara, como San José. Será este mismo verano. Tamara tiene ya 41 años, la misma edad que Paris Hilton, y unas cuantas arrugas más de las que tenía, a la misma edad, su mamá; y es que la vida de penitencia es muy dura y fatal para el cutis. Si quiere tener hijos (aunque ella suele decir que eso es algo que no le importa), más le vale no perder mucho tiempo más. En cualquier caso, no es mal currículum para alguien que llegó a plantearse muy en serio (todo lo en serio que se puede plantear las cosas Tamara) hacerse monja y entrar en un convento. Su madre y el resto de la familia la sujetaron a tiempo.

Sexta marquesa de Griñón desde el fallecimiento de su padre, el mundo secular no conoce a muchas Damas de la Hospitalidad de Nuestra Señora de Lourdes (devota distinción que le concedieron en octubre de 2022) que hayan tenido su propio reality show en televisión, el memorable We love Tamara (Cosmopolitan TV, 2013); que hayan participado asiduamente en una decena más de programas televisivos de todo género, desde El hormiguero de Pablo Motos hasta concursos de nuevos cantantes o programas de cocina, en alguno de los cuales incluso le permitieron ganar (la audiencia es la audiencia); que les hayan hecho un documental biográfico en Netflix, o que hayan puesto su cara y su estudiadísima sonrisa en, literalmente, más de una decena de empresas y firmas de moda, ya sea ropa, joyas o artículos de lujo para gente bien. Esto permite decir a esta fervorosa hija de la Virgen de Medjugorje que es diseñadora de esto y de lo otro, afirmación con la que ocurre algo semejante a la de su lectura de la Biblia: que no se corresponde exactamente con la realidad. No es nada fácil imaginar a los creativos de Pedro del Hierro dejando que sea Tamara quien diseñe su ropa, o a los de Tous con sus joyas. Basta con que ponga la cara. Con todas estas obras de caridad ha conseguido la piadosa y modesta muchacha comprarse su ático de Puerta de Hierro, valorado en más de medio millón de euros.

Sin duda habrá sido la devoción por Santa Teresa de Jesús lo que ha conseguido que Tamara Falcó tenga, a día de hoy, 1,4 millones de seguidores en Instagram, que es su verdadero domicilio (junto con el Hola, donde tiene un blog) mucho más que el austero y monacal ático o la igualmente conventual casa de su madre. Tamara, hasta donde se sabe, no se va de copas por ahí; se reúne con sus amigas (las mellizas Casilda y Ana Finat, por ejemplo) a rezar el rosario. Ha tenido sus mejores experiencias con Dios en el campo; eso sí, en la enorme finca de Calzadilla de la Sierra y después de una comida que salió a 120 euros por alma cristiana presente. Allí fue donde el grupo se dedicó a rezar por la paz en Ucrania, donde tanta gente está pasando necesidad, lo cual llenó las redes sociales de comentarios impublicables.

Se la considera próxima a las posiciones religiosamente ultras de grupos siniestros como Hazte Oír, feroces enemigos del Papa Francisco, pero es poco probable que Tamara sepa distinguir sobre sutilezas teológicas. Es verdad que, amparada por ese grupo de extrema derecha, dijo hace poco en México cosas muy poco cariñosas sobre los homosexuales (“Hay hoy tantos tipos distintos de sexualidades, tantos sitios donde puedes ejercer el mal…”), pero luego estaba encantada de la vida cuando tuvo la oportunidad de saludar brevísimamente al propio Francisco. Recibió el sacramento de la confirmación urbi et orbi, delante de todos los fotógrafos, de manos del cardenal Rouco Varela, en La Almudena de Madrid. Hace catequesis por internet. Suele o solía ir a misa (cuando sus infinitas ocupaciones le dejan tiempo libre) en la parroquia de Santiago y San Juan, muy cerca de otro modesto ático que tenía en el madrileño barrio de los Austrias; pero si no puede asistir en carne mortal recibe en el móvil, gracias a la App evangeli.net, el evangelio del día y la homilía correspondiente. Lo mejor de todo: según la periodista Ángeles Caballero, Tamara lleva en el bolso un vaporizador con agua bendita y solía ir por casa rociando a todo el mundo. Esto fue lo que definitivamente espeluznó a su madre, no tanto porque la niña se hubiese vuelto majareta (algo que se sospechaba desde hacía tiempo) sino porque le arruinaba el peinado con tanto flis-flis.

Pero el Señor, que probó al santo Job arruinándole y llenándole de llagas, hizo lo mismo con Tamara, aunque sin tanta exageración. El pasado 22 de septiembre, la devota muchacha anunciaba al mundo (en Instagram, naturalmente) su boda con Íñigo Onieva, empresario de ocio nocturno ocho años más joven que ella. Al día siguiente se filtraba (siempre se ha dicho que por obra y gracia de su amantísima madre) un vídeo en el que se veía claramente al mozo morreándose con otra señorita. Una metafórica pero, muy dolorosa corona de espinas cayó sobre la cabeza de Tamara, quien, disgustadísima, anunció la ruptura del compromiso. Sus seguidores en las redes sociales se multiplicaron inmediatamente. Sus bien pagadas declaraciones sobre los siete dolores que le atravesaban el corazón hicieron que el caudal de su cuenta corriente creciese como el del río Jordán después de una gran tormenta: las enseñanzas de la señora Preysler no habían caído en el camino pedregoso ni en tierra yerma.

Pero Tamara, que en el fondo (en el fondo que hay, quiere decirse, que tampoco es tanto) es una sentimental y un corazón compasivo, ha perdonado al réprobo, perdón que ha sacado de quicio a su madre y ha vuelto a multiplicar sus followers y sus ingresos; enamorada como dice que está, ha retomado sus planes de boda en el mismo punto en que los dejó. El enlace será el próximo 17 de junio (San Gondulfo de Bourges y San Hipacio de Bitinia) en el fastuoso palacio de El Rincón en La Aldea del Fresno.

Su madre, que está espantada, se lo tiene dicho: “Nena, te lo puede volver a hacer, ¿sabes?”. Pero ella, que además de beata es cabezona, contestó (esta vez en Hola): “Allá que voy, allá que voy… Solo tengo seis meses para el vestido de novia… ¡Qué locura! Pero como diría una sabia mujer: es una locura de Amor… y como también dice San Pablo, en su carta a los corintios: al final, en la vida lo único que importa es el Amor”.

Alguien debería decirle a Tamara que Locura de amor no es una frase de una sabia mujer, sino una película protagonizada por Aurora Bautista. Y que San Pablo jamás dijo eso, ni a los corintios ni a nadie; lo que dice del amor se refiere al amor divino, no al otro. A ver si alguna vez se lee la Biblia esta mujer…

La mantis religiosa, de color pardo o marrón, muy abundante en España, es un insecto mantodeo de la familia de los mántidos, como todas las demás especies del mismo bicho. A la mantis parda solo la diferencia de las demás mantis, casi siempre verdes, su especial crueldad y su asombrosa capacidad de disimulo.

Caracteriza a la mantis la posición de sus patas delanteras, dobladas hacia dentro, como en actitud de devota oración y recogimiento. Es un insecto, por tanto, de aspecto piadoso. Se camufla sin esfuerzo entre el resto de la buena sociedad, lo que podríamos llamar el pijerío entomológico, y sale mucho en los documentales de la tele: no es que haga nada extraordinario, de hecho sabe hacer muy poquitas cosas, pero llama la atención por su aspecto, su aparente devoción y sus asechanzas. No es venenoso: lo parece, pero no lo es.

La hembra es más grande, astuta y poderosa que el macho. Échale la hembra el ojo, entre avemaría y avemaría, a uno de los machos que en torno de ella suelen pulular, incautos, a ver qué pillan. Pero el macho de la mantis, como tantos machos de otras especies, es cualquier cosa menos fiel y constante, y no es nada raro ver cómo el elegido se “distrae” en busca de otras hembras, a las que tienta, requiebra, lisonjea y agasaja; y, si tiene ocasión, las sobetea también un poco.

La mantis, que lo ve (o se lo cuentan), finge desasosiego y padecer, pero eso dura tan solo hasta que el macho pendoncillo se acerca a ella de nuevo, con aire de pesar y contrición. Intercambian feromonas en las que se comunican: “No lo volverás a hacer, ¿verdad, hermano en Cristo?”, pregunta la hembra, zalamera. “No, no, jamás; contigo hasta la muerte”, responde el joven galán.

Ella replica: “Bien dicho”. Y justo después de la cópula, con un certero mordisco en el cuello, o con un mensajillo en Instagram, lo descabeza y se lo come.

Luego vuelve ella, tan tranquila y tan feliz, a sus rezos. Y a salir por la tele.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.