Opinión

Soy trisexual

El Ministerio de Igualdad no se ocupa de mis derechos trisexuales, o por ponerme reivindicativo, que se lleva mucho, no investiga si la  trisexualidad me ha acarreado algún trauma

La ministra de Igualdad, Irene Montero, junto a la ministra de Ciencia, Diana Morant, este miércoles en el Congreso.
La ministra de Igualdad, Irene Montero, en el Congreso EFE / J.C. HIDALGO

Los transexuales, personas que nacen en un cuerpo equivocado, según se define, tienen una plataforma. Hoy toda persona que se respete es parte de alguna plataforma. Esa plataforma trans ha conseguido, leo, que una ministra se reúna con ellos, y parece que van a aprobar una norma o regulación para que sea obligatorio reservar una cuota de empleos para los trans. Empleos a los que usted y yo no podremos aspirar, porque no somos trans. Me parece bien. Hay que proteger a las minorías, por muy minorías que sean. De eso trata la democracia.

En España, Ministerio de Igualdad mediante, el feminismo y lo sexual, excepto si es fálico, se ha convertido en un proyecto chochocrático. Hay que agradecerlo a una joven generación de políticos iletrados, burros, y comunistas. Lo sé. Sin embargo, como ciudadano respetuoso de la Ley, tengo que acatar esta nueva norma que (dicen), amparará a los transexuales. Ahora bien, si se protege a una minoría, hay que protegerlas a todas. Así que pregunto: ¿se protegerá también, como merece, a la minoría trisexual?

Lo traigo a colación porque, como se sabe, soy trisexual. He mantenido relaciones sexuales con tres géneros diferentes. Individuos del género femenino, masculino, y también con plantas. Es decir con individuos, si me lo permiten, del género vegetal. Tres géneros. Así que soy trisexual. Eso es innegable.

Supongo que ustedes a esa edad en la que el castrismo y el comunismo nos arreaba al campo, estaban demasiado ocupados jugando al comunismo, el maoísmo y al marxismo

En los años setenta, castigado por la castrista Ley contra la vagancia, fui condenado a trabajar en unos platanales cercanos a un pueblo espantoso llamado Artemisa, en las afueras de La Habana. Trabajo forzado, evidentemente, pues los soldados que custodiaban el lugar tenían órdenes de disparar en caso de fuga. O eso nos dijeron al llegar. Los jóvenes allí internados, casi un centenar, tenían más o menos mi edad, 22 años. Nuestro trabajo consistía en acopiar las frutas de las matas de plátano (Musa paradisiaca es su nombre científico, no se me ocurre nombre más acertado).

No les explicaré la naturaleza de la ley que me condenó, ni las condiciones en las que trabajábamos, ni el ambiente del lugar porque supongo que ustedes a esa edad en la que el castrismo y el comunismo nos arreaba al campo, estaban demasiado ocupados jugando al comunismo, el maoísmo y al marxismo, regocijadas sus almitas rojas, y no se enteraron de nada. Y, seamos francos, siguen sin enterarse, salvo para ir a la isla a follar o a que se los follen. ¡Viva la Revolución!

Homosexualidad no había en el campamento. En un clima carcelario como el imperante en aquel lugar, donde el insulto mayor era que te llamaran maricón, no era muy inteligente mostrar “debilidad” sexual, o de ningún otro tipo. Los machos alfa más corpulentos y brutos, en todos los sentidos, controlaban el lugar ¡y tenían machetes! Lo que sí había era masturbación colectiva, que constituía un ritual glorioso. Imaginen una barraca con cincuenta crujientes literas dobles llenas de jóvenes pajeándose. Y cosa curiosa, el acto tenía efecto llamada. Comenzaba con algunos casos aislados, y luego la mayoría se iba sumando. No había electricidad, y la luz anaranjada de un farol chino ayudaba a que el onanismo colectivo alcanzara un rango de comunión liberadora. El sexo siempre ha sido una forma de rebelarse y siempre lo será. Mientras la especie conserve alguna decencia, claro.

Cuando concluía nuestro lance sexoafectivo, como se dice ahora, regresábamos relajados y realizados al campamento

Pero de lo que he venido a hablar es de mis amadas matas de plátano. No exagero si digo que llegamos a alcanzar una relación sentimental con aquellas majestuosas plantas. Mujeres no había. Pero esos troncos tersos y blandos por fuera y babosos y tibios por dentro, a los que abríamos un agujero donde insertábamos jadeantes el pito, era lo más parecido a un sexo femenino a nuestro alcance.

Al amparo de la noche, nos internábamos en el platanal para aliviar el hambre fundamental y metíamos el pito, que a esa edad tiene la dureza de una barra de hierro. O al menos ese era mi caso. Cuando concluía nuestro lance sexoafectivo, como se dice ahora, regresábamos relajados y realizados al campamento. Esta práctica duró todo el tiempo que estuvimos confinados.

Y así fue cómo me convertí en trisexual. Y como trisexual, me parece una injusticia que a los transexuales se les otorgue el privilegio de una cuota de empleo exclusiva, mientras nosotros los trisexuales permanecemos discriminados e ignorados. Con los trisexuales no se reúnen ministras, ni funcionarios del Ministerio de Igualdad. El Ministerio de Igualdad no se ocupa de mis derechos trisexuales, o por ponerme reivindicativo, que se lleva mucho, no investiga si la  trisexualidad me ha acarreado algún trauma. Por tanto,  desde aquí llamo a mis hermanos trisexuales ( lo de la hermandad también se lleva mucho) a constituir una plataforma con el objetivo de defender nuestros derechos y visibilizar (qué horror de palabra) el trisexualismo. Ya lo dijo el gran Shakespeare: ¡Brindémonos a la época tal y como ella nos ansía”. Si no recuerdo mal.

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