Opinión

¿Servicios o derechos?

La derecha siempre pregona la minimización del Estado, de lo que se deduce que si el Estado queda reducido a su mínima expresión, a esa nimiedad llegará el Estado del Bienestar.

Hospital de La Paz de Madrid

Son demasiadas las ocasiones que escucho a políticos de izquierdas llamarse servidores públicos. “Estoy aquí para servir a los ciudadanos” afirmó recientemente la Vicepresidenta segunda del gobierno. Siempre creí que un político de izquierdas no aspiraba a gobernar para servir a los ciudadanos, sino para transformar la sociedad que los acoge.

Esa concepción de servidor público iguala a la izquierda con la derecha. Ambos aspiran a servir al ciudadano y ¡a ver quién sirve mejor! Esa concepción neutraliza y constituye un factor profundo y revelador de desapego del ciudadano, sobre todo del ciudadano de izquierdas, hacia la política. 

¿Cómo romper esa tendencia a la neutralización? ¿Cómo hacer patentes las diferencias que separan ambas posiciones?  

Libertad y democracia han sido dos banderas que el socialismo democrático comparte con el liberalismo. El acento sobre la igualdad ha sido la nota diferenciadora entre una y otra forma de entender la sociedad. Para la derecha, el Estado del Bienestar es un mero instrumento para prestar determinados servicios al ciudadano. La derecha siempre pregona la minimización del Estado, de lo que se deduce que si el Estado queda reducido a su mínima expresión, a esa nimiedad llegará el Estado del Bienestar. A menor Estado, menor Bienestar. Para la izquierda, por el contrario, el Estado del Bienestar es o debe ser un instrumento de redistribución de la riqueza.

Si el Estado de Bienestar es un instrumento de redistribución y de igualdad, ese instrumento debe permanecer siempre bajo el control del poder público

Si el Estado de Bienestar se concibe, como hace la derecha y algunos de izquierdas, como una prestación de servicios, todos los servicios son susceptibles de ponerlos en el mercado para que sea la iniciativa privada la que los gestione. Por el contrario, si el Estado de Bienestar es un instrumento de redistribución y de igualdad, ese instrumento debe permanecer siempre bajo el control del poder público, ya que no es concebible dejar al mercado la redistribución o la lucha por la igualdad.

Diferenciar servicios de lo que son políticas de igualdad y, consiguientemente, mantener las políticas de redistribución y cohesión en la órbita estatal, es la gran tarea que tiene por delante la izquierda, si quiere seguir contando con el empuje de los ciudadanos que ven en esa lucha una de las razones fundamentales de su compromiso político y social, independientemente de la situación económica de cada cual.

Esos instrumentos de redistribución son los siguientes:

Los impuestos y, particularmente, el impuesto de la renta de las personas físicas. Todo el mundo admite que éste es un instrumento fundamental de reequilibrio interpersonal. La propia Constitución así lo estipula. 

Segundo elemento de redistribución: la educación. La concepción como servicio implica o puede implicar su privatización parcial. La concepción economicista de la educación no puede ser nunca aceptada por la izquierda. Quien así ve la educación no tendrá más remedio que alejar a la misma del mercado y por lo tanto de la iniciativa privada.

La sanidad es el tercer factor de redistribución. La izquierda debe considerarla como un derecho de los ciudadanos y como un instrumento de igualdad. En el nacer, en la salud, en la enfermedad, en el morir, se pone de manifiesto la desnudez y la fragilidad de las personas. Si la sanidad es un servicio, y por lo tanto privatizable, la respuesta a la enfermedad no será la misma. La igualdad en el tratamiento la tiene que dar el Sistema de Salud y no el mercado. 

Son estas valoraciones las que la izquierda debe poner en el debate político.

Laicidad del Estado

Todavía resulta difícil explicar por qué la izquierda española, habiendo ocupado el poder político durante un largo período de tiempo, no haya sido capaz de poner en marcha algunos proyectos demandados por su electorado, a pesar de que no costaban dinero o eran financieramente muy poco onerosos. Que en España no haya todavía leyes que anulen el Concordato con el Vaticano, que no se haya hecho cumplir la Constitución en lo  referente la laicidad del Estado, que los colegios profesionales mantengan buena parte de un poder corporativo, que lo que fue una excepción para que todos los alumnos pudieran ser escolarizados en colegios concertados siga siendo una enseñanza privada pagada con fondos públicos y con profesores que no pasaron por el filtro que pasan los de la enseñanza pública sin que el Estado legisle para que las plazas vacantes de esos centros concertados sean ocupadas por profesores que hayan aprobado una oposición, etc., etc., sólo puede explicarse, no por razones económicas, sino por el excesivo poder que siguen teniendo en España determinadas fuerzas ajenas al refrendo democrático.