El adelanto de las elecciones generales al 28 de abril es una decisión, en primera lectura, aparentemente arriesgada, pero que reposando algo más el análisis también obedece a la conveniencia política del convocante. Pedro Sánchez, legítimamente, la toma sin duda a la vista de las encuestas -que a pesar de lo controvertido de su gestión sitúan todavía al PSOE como el partido más votado-, y desde el convencimiento de que, acortando los plazos, dificultará la recuperación de un Podemos dividido y a la baja, la consolidación de Pablo Casado como alternativa e impedirá que Ciudadanos se desprenda del efecto contaminante que, desde las elecciones en Andalucía viene provocando Vox en el partido de Albert Rivera.
En consonancia con lo anterior, la pretensión del secretario general del PSOE -no confundir con el presidente del Gobierno- es también consolidar su liderazgo en el partido. Situando las generales por delante de las autonómicas y municipales, y atribuyéndose la representación del centro progresista -equidistante de las “tres derechas” y el Podemos vetusto de Pablo Iglesias, Sánchez se asegura el apoyo uniforme de los líderes regionales de su partido, los involucra en la campaña y comparte con ellos la responsabilidad del resultado. Sea este el que sea. Si el 28-O el PSOE sale reforzado como primer grupo de la izquierda -no digamos si además es el partido más votado-, Sánchez habrá alcanzado su primer objetivo: afirmarse como líder indiscutido e intocable. Poco importará si es o no capaz de construir una mayoría de Gobierno.
Si el 28-O el PSOE es el partido más votado de la izquierda, Sánchez se afianzará como líder indiscutido e intocable. Poco importará si es o no capaz de construir una mayoría de gobierno
Con todo, no hay que negarle a Sánchez el arrojo (¿osadía?) de elevar la apuesta, irrumpiendo en el territorio propuesto por la oposición al aceptar la exigencia de Casado y Rivera de que se celebraran elecciones cuanto antes, y al poco de recibir una nueva bofetada por parte de sus hasta ahora socios independentistas. Bien es cierto que Junqueras y Puigdemont, rechazando los presupuestos -y más de 1.500 millones de euros destinados a Cataluña-, le han dado hecha media campaña, y Sánchez no va a desaprovechar la ocasión para vender la idea de que han sido precisamente la derecha y el secesionismo catalán los que han impedido activar nuevas medidas sociales y proyectos imprescindibles para el bienestar de los ciudadanos.
Pero, más allá de los intereses particulares de cada cual, convendría que la dirigencia partidaria, sin excepciones, hiciera una interpretación correcta de las posibilidades regenerativas que ofrece el adelanto electoral en estricta clave de país. Para empezar, tras las municipales y autonómicas del 26 de mayo se producirá un fenómeno tan inusual como necesario en este delicado momento histórico: el horizonte electoral, salvando las autonómicas de 2020 en País Vasco y Galicia y la incógnita sobre las catalanas, quedará despejado durante cuatro años. Estamos ante una oportunidad única para hacer política con mayúsculas sin la presión de las urnas; para construir consensos con vocación de permanencia en los principales asuntos pendientes (territorial, pensiones, reforma constitucional…); para establecer prioridades de futuro con el respaldo mayoritario de las fuerzas políticas arropadas por el conjunto de la sociedad, tal y como se hizo en la Transición.
Ese es el reto más serio al que nos asomamos: escribir con letra firme las bases de una nueva transición, la que exige una España distinta a la del 78, pero que fue en su día ejemplo para el mundo y cuyos dirigentes deben hoy ser capaces de colocarse allí donde se les exige: en la obligación de establecer acuerdos duraderos que sobrevuelen las mezquindades partidarias.
Puede que Pedro Sánchez no haya pensado en esto cuando eligió la fecha de las elecciones generales; tampoco en que uno de los inmediatos efectos de su decisión va a ser el la reubicación del juicio sobre el “procés” en el segundo plano mediático, para desespero de los secesionistas. Pero eso es ya lo de menos. Al presidente del Gobierno hasta podemos concederle el beneficio de la duda, pero ya es tarde para pasar de ahí. Porque si algo queda claro tras la experiencia de estos meses, es que es que Pedro Sánchez no se ha hecho merecedor de que los españoles le vuelvan a otorgar una nueva oportunidad.