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Opinión

Rishi Sunak y las obligaciones de la termita de la sabana

Rishi Russell Sunak nació el 12 de mayo de 1980 en Southampton, Gran Bretaña. Es el mayor de los tres hijos que tuvieron los inmigrantes Yashvir Sunak, médico, y su esposa Usha, farmacéutica. La familia Sunak parece sacada de una novela de Rudyard Kipling. Los padres de Rishis son ambos indios punjabíes, pero los países en que nacieron (y desde los que llegaron a Inglaterra) fueron Kenia, en el caso del padre, y Tanzania, en el de la madre. Los cuatro abuelos de Rishi sí nacieron en Punjab, India, pero emigraron a África en la década de los 30, mucho antes de la independencia de India y Pakistán. Quien haya visto la película Gandhi, de Richard Attenborough, comprenderá esto sin dificultad: en las colonias británicas de África proliferaba una multitud de emigrantes indios, que mantenían su cultura, sus costumbres y sus matrimonios concertados por los padres (así se casaron los abuelos maternos de Rishi), y que socialmente eran considerados por la minoría blanca colonial más o menos igual que los nativos negros.

Pero Rishi Sunak es británico por los cuatro costados, como ha tenido que repetir en bastantes ocasiones, porque su aspecto es inequívocamente indio. Sus padres pertenecían a la clase media-media que fue fustigada por las medidas neoliberales de Margaret Thatcher. Tuvieron que hacer un enorme esfuerzo para conseguir que sus tres hijos estudiaran en centros de prestigio. Rishi, el mayor, muy inteligente y con gran facilidad para los números, comenzó a ir a clase en una escuela preparatoria de Romsey, en Hampshire. Después lo metieron interno en el Winchester College, de Southampton, un centro público solo para niños, donde destacó pronto y llegó a dirigir el periódico de la escuela. Pero aquello era muy caro (unos 54.000 euros anuales, al cambio de hoy) y Rishi ayudaba a pagarse sus estudios trabajando de camarero en un restaurante –indio, por supuesto– de su ciudad natal, durante los veranos.

Luego logró una hazaña: ingresar en la universidad de Oxford, donde estudió Economía, pero también Política y Filosofía. Su alma mater fue el Lincoln College, fundado en el siglo XV. Mientras, de nuevo para contribuir a pagar las facturas, trabajó como pasante para el partido conservador, que ya sería el suyo siempre. Al salir de Oxford (se graduó en 2001) no se lo pensó y se fue a la universidad de Stanford, en California, en cuya escuela de posgrado de negocios obtuvo un máster en Administración de empresas. Eso fue en 2006, gracias a una beca Fullbright. Rishi tenía 26 años. Llevaba trabajando como analista para Goldman Sachs desde el momento mismo en que se quitó la toga universitaria de Oxford, a los 21. Pasó luego por algunos fondos de inversión de alto riesgo, como el británico The Children's Investment Fund Management o el estadounidense Theleme Partners. El joven, moreno y relativamente bajito (1,70 cm.) Rishi Sunak se estaba convirtiendo en un auténtico y habilidoso escualo de las finanzas.

A ello ayudó lo que no hay más remedio que calificar como un golpe de fortuna o un regalo de la vida. Rishi Sunak contrajo matrimonio, según la costumbre de la familia, con una mujer india… pero no una india cualquiera. Era Akshata Murty, la hija del multimillonario indio N. R. Narayana Murty, el fundador de la empresa de servicios Infosys: uno de los hombres más ricos del mundo. La participación de la esposa de Rishi en los negocios de su padre hace de ella propietaria de una fortuna evaluada en unos 900 millones de dólares, casi el doble que la fortuna personal del rey de Inglaterra, Carlos III (aunque este maneja en fideicomiso una cartera de activos de 42.000 millones). Narayana Murty hizo a su listísimo yerno director de la firma de inversión Catamaran Ventures.

El hijo de los inmigrantes punjabíes tenía, pues, la vida más que resuelta cuando, no hace aún diez años, en 2014, decidió meterse en política. Se presentó a diputado (Cámara de los Comunes) en 2015, naturalmente por el partido conservador, donde tenía muchos amigos. La primera ministra era Theresa May. Sunak salió elegido por Richmond (Yorks), un feudo seguro de los tories desde 1910. Volvió a conseguirlo en 2017 y 2019. Al menos la primera vez juró su cargo en Westminster sobre el libro del Bhagavad Gita, un texto sagrado hindú escrito en sánscrito. Porque Sunak no es anglicano sino hinduista.

Pero durante su primer mandato, el de 2015, se produjo en Gran Bretaña el referéndum del Brexit. Es difícil saber por qué un hombre tan inteligente, de tan sólida formación, apoyó la salida de su país de la Unión Europea desde el minuto uno. Incluso antes que Boris Johnson, que se lo pensó un poco más. En 2016, Sunak explicaba a sus votantes de Richmond que “la nación será más libre, más justa y más próspera. Podremos decidir nuestra propia política de inmigración, asegurarnos de que nuestras leyes y nuestros tribunales sean soberanos, y agrandar nuestra posición como una economía dinámica”. Daba la sensación de que Sunak se creía de verdad aquella colección de baladronadas, de sueños infantiles que no tardarían en estamparse, hechos añicos, contra la realidad.

El Brexit fue el comienzo de una época de locura para el Reino Unido. El partido conservador metió a la primera ministra Theresa May, políticamente hablando, en la máquina de picar carne. Luego sobrevino la desgracia de Boris Johnson, un demagogo, un prestidigitador, un populista que, como su predecesora, acabaría apuñalado por su propio partido. Y luego llegó Liz Truss, que se propuso hacer exactamente lo contrario de lo que hacía falta (una bajada escalofriante de impuestos mientras las arcas del país estaban prácticamente vacías) y que acabó también fulminada por los suyos, pero esta vez en mes y medio: la última primera ministra de Isabel II y la más breve de toda la historia del Reino Unido.

Mientras tanto, la carrera de Rishi Sunak no había hecho más que crecer como la espuma. Apoyó a Johnson, quien le nombró secretario jefe del Tesoro porque él no tenía ni idea de números. Inmediatamente después entró en el Más Honorable Consejo Privado de la Reina. Eso fue en 2019. En febrero del año siguiente, cuando la pandemia estaba a punto de abatirse sobre Europa, el ministro de Hacienda (Sajid Javid, ¡de origen paquistaní!) dimitió, harto de las zancadillas y de las intromisiones de Johnson y de sus edecanes, y el primer ministro no se lo pensó: nombró a Sunak, a quien suponía una lealtad perruna y que le dejaría hacer lo que le diese la gana.

No fue así. Sunak, en el fondo un ortodoxo, se opuso al “populismo económico” de Johnson, al aumento indiscriminado del gasto y a la bajada de impuestos… hasta que la inflación estuviese bajo control, y fue uno de los que clavó el puñal (político) en la espalda de aquel césar burlón, histriónico y mentiroso. Sunak dimitió como ministro, esa fue su puñalada. No fue el primero ni el único en hacerlo, pero sus compañeros de partido (ay, los compañeros de partido) le colgaron a él la etiqueta de traidor en jefe.

Quizá eso fue lo que le hizo perder la batalla interna contra Liz Truss, que acabó siendo elegida primera ministra (elegida por su partido, no por los ciudadanos) después de muchas semanas de conspiraciones y chalaneos. Pero cuando Truss se estrelló, a la velocidad del rayo, los líderes tories se volvieron hacia aquel indobritánico sonriente, inflexible, tranquilo y propietario de unas orejas inocultablemente monárquicas: se parecen extraordinariamente a las orejas más famosas del mundo, las del rey Carlos III, aunque esto parezca difícil de creer. Además: si no se elegía a Sunak existía el peligro cierto de que volviese Boris Johnson, que se estaba moviendo para ello, y a los diputados conservadores no les apetecía nada tener que cruzar el canal de la Mancha en patera para huir de la catástrofe.

Rishi Sunak, ya en el nº 10 de Downing Street, hereda un Reino Unido metido seguramente en la crisis más grave desde los tiempos de Anthony Eden, en los años 50 del siglo pasado. Con el agravante de que esta vez la crisis no es solo económica sino de identidad nacional. Todo sale mal, Escocia vuelve a querer separarse del Reino Unido, la Commonwalth da señales de agrietamiento, el Brexit ha sido un desastre (que pocos conservadores se atreven a reconocer), la inflación cabalga como el quinto jinete del Apocalipsis y el país se ha convertido en una isla a la deriva. Todo esto agravado por la absurda pero peligrosísima guerra de Putin. Y la reina Isabel II ya no está.

Sunak tiene una sola oportunidad. Llegó al poder prometiendo que enmendaría los errores de su antecesora (como si su antecesora hubiese llegado al gobierno desde una galaxia muy, muy lejana, y no desde el propio partido conservador) y más le vale conseguirlo, porque las expectativas electorales son muy claras: de haber elecciones ahora mismo, el partido laborista lograría una victoria del tamaño de la de Tony Blair en mayo de 1997. Tiene por delante la obligación de la reconstrucción interna, económica y anímica, de la agrietada nación.

No le va a bastar con su buena voluntad. Ni con sus orejas “Windsor”. Veremos qué inventa.

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La termita de la sabana africana (Macrotermes nataliensis) es un isóptero. Quede esto claro desde el principio. No un himenóptero como las hormigas, por más que tengan un tamaño parecido y un aspecto semejante para los ojos inexpertos. Termitas y hormigas no tienen nada que ver. Por más que, en la sabana africana, se lleven fatal, cosa que suele suceder en el seno de las familias más que entre perfectos desconocidos.

Las termitas africanas son unos animales prodigiosos que, en colonias formadas por decenas de millones de individuos, tienen una estructura social muy marcada: tienen rey y reina, soldados, obreros, guardias reales y hay quien dice que hasta Cámara de los Lores (esto solo en algunas especies; en realidad se llaman “pseudoergados”). Y construyen los que seguramente son los nidos más asombrosos de todo el reino animal. Son unas torres de arcilla (en realidad es una mezcla de tierra, saliva y excrementos) que pueden alcanzar ocho y diez metros… sobre el suelo, porque bajo tierra hay más. 

Estos nidos, de complejísima arquitectura, tienen un objetivo fundamental: canalizar el agua (si hay), hacer que circule el aire dentro de ellos y mantener la temperatura exacta y precisa para favorecer el progreso de los huevos y alumbrar así a la siguiente generación.

¿Qué pasa? Pues que en la sabana africana hay mucho torpe. Y mucha mala leche, si se nos permite la expresión. Si el nido es lo bastante grande (las termitas tardan siglos en hacerlo) no hay nada que discutir, porque haría falta una bomba para destruirlo. Pero si es de un tamaño medio o razonable, no tarda en aparecer un joven elefante atontado (elephas borisjohnson) que se dedica a reventar el nido a patadas o empujones o golpes de colmillo, solo para ver qué hay dentro, o para probar sus músculos, o para divertirse. O bien se presentan chimpancés no menos inconsecuentes (pan troglodytes liztrús), que disfrutan comiendo termitas y arrancan las paredes y se cargan el nido. O bien son las feroces hormigas, que parecen termitas pero no lo son, las que se cuelan en el nido, montan unas batallas internas de escalofrío y, en nombre de la libertad y a lo mejor del brexit, masacran a miles de termitas. No es fácil la vida de las termitas, ¿eh?

¿Qué hacen cuando pasa eso? Pues una sola cosa: echarle paciencia y trabajo. Vuelven a empezar. Reconstruyen el nido poco a poco (un nido que es capaz de aguantar los peores incendios) y vuelven a levantarlo todo como estaba. Tarden lo que tarden, sin escatimar esfuerzos.

Eso si les sale bien. Si el estropicio causado en el nido por los depredadores es demasiado grave, las laboriosas termitas mueren. O se van a fundar otro nido, como hicieron sus abuelos.  

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