Opinión

Réquiem por el régimen del '78

Un sistema democrático no puede depender del carácter de un gobernante ambicioso, sino que ha de estar configurado para limitar su poder

Pedro Sánchez en la jornada en conmemoración de la Constitución en el Congreso / EFE

Estamos bajo un sistema posconstitucional equivalente a la posverdad. Vivimos en una mentira, en una distorsión de la realidad, que prima las emociones y las creencias personales frente a los datos objetivos. Es difícil despojarse de los mitos en los que nos criamos y más aún cuestionar la solidez de los pilares bajo los que nos creíamos cobijados. Requiere algo de honestidad intelectual, respeto a uno mismo y valor para deshacernos de las cadenas de lo que nos lleva al hundimiento y nos mantiene inmóviles, celebrando las grietas, mientras el edificio es desmantelado, ciegos a la realidad por el polvo de las ruinas.

Quizá por eso sea difícil reconocer que el sistema del 78 ya no está vigente en España y no meramente suspendido o dañado por el Gobierno de Pedro Sánchez. Desde el inicio hubo fallos en la estructura que fijaban una fecha de término para el débil edificio, como la perversa organización territorial, la no división de poderes y la partitocracia. Pero en el ´78 existía una mayoría que priorizó superar el delicado momento sustentando nación en una constitución y no al revés. Se continuó así con la dramática costumbre española desde el siglo XIX. Un sistema que confunde constitución con nación y provoca lo efímero de la primera y la devaluación de la segunda.

El presidente de la Generalitat sí tenía un plan a largo plazo para su particular nación-cortijo, un invento que para existir requería la debilidad de la única nación existente, España. Votar «no» era votar contra la democracia

Para ocultar esas grietas de estructura del edificio constitucional se proclamó el mito del consenso, tan valioso por las sombras de la época por lo vivido de aquella generación. La realidad es que el texto de la Carta Magna no se elaboró con luz ni de forma transparente. Al contrario. Elaborado oficialmente por una Ponencia de 'siete padres', se llevaban a votación en bloques artículos tan esenciales como esa falla en los cimientos que era el término «nacionalidades». Una fórmula impuesta desde arriba, como tantas otras, tras una llamada telefónica entre Adolfo Suárez y Pujol. El presidente de la Generalidad sí tenía un plan a largo plazo para su particular nación-cortijo, un invento que para existir requería la debilidad de la única nación existente, España. Votar «no» era votar contra la democracia.

Fue la Constitución del consenso que en verdad satisfizo a quienes tenían un verdadero plan para poner fecha de caducidad a la unidad de España, a quienes no querían que los españoles decidieran, que controlaran el poder, y se lo entregó a los partidos. Ese consenso con los que aborrecían España ha agrandado durante años esas grietas, cumpliendo así con lo recogido en esa parte del texto sagrado, fruto de un consenso diseñado en la oscuridad por unas pocas manos a fin de mantener a la sociedad española ciega y alejada de sus manejos.

La Constitución del '78 ha resistido más tiempo del esperado puesto que en 2004 se hizo ya visible, de forma inexorable, la señal primera de su derrumbamiento hasta estallar en el colapso en 2017. Fue entonces el último momento en el que quizá fue posible concretar una reforma para apuntalar y salvar el sistema constitucional. Se habrían sellado aquellas grietas tras la asonada catalana para reconducir el marco institucional hacia una verdadera estructura democrática al servicio de la nación y no al revés. Si el golpe de Estado no hubiese triunfado.

España diluida y fragmentada

Lo que fracasó fue el proyecto del independentismo catalán, pero no el del PSOE, que arrancó en 2004, en connivencia con ETA, a otra velocidad, con plazos distintos a los de la agenda judicial de Artur Mas. Una república fragmentada en la que España queda diluida y reducida a financiar los territorios del hecho diferencial que perpetúa a la izquierda en el poder. Un Congreso fragmentado en el que se reproducen los sobrerrepresentados partidos regionales de cuya supervivencia depende apoyar al PSOE, formando entre todos un magma viscoso y parásito de los españoles que mina nuestros derechos y libertades.

Es el sistema político perfecto para diluirse en un gobierno global, someterse a instituciones supranacionales que envíen dinero digital y a obedecer agendas bélicas, de género, energéticas y climáticas

En España no sabemos enterrar sistemas de Gobierno acabados. Ese proceso del nuevo sistema lleva en marcha desde el 2020. Un proceso acelerado por la excepcionalidad de la pandemia, utilizada para extender la impunidad de un poder cada vez más concentrado en un vértice político y con menos apoyo en las urnas. Una España dividida internamente en territorios, con un presidente sin controles, ni barreras más allá de unas elecciones cada cuatro años —¿realmente será eso un obstáculo? Es el sistema político perfecto para diluirse en un gobierno global, someterse a instituciones supranacionales que envíen dinero digital y a obedecer agendas bélicas, de género, energéticas y climáticas que van en contra de los intereses de los españoles. No podemos decidir nada, lo ha dictado el nuevo mito de nuestra generación, la Unión Europea.

La actitud del principal partido de la oposición hace sospechar que Feijóo y el andalucista Juanma Moreno se sentirían plenamente cómodos en el nuevo sistema posconstitucional de una España fragmentada y sujeta a una agenda global con un poder impune e ilimitado. Un relevo en el Gobierno no cambiaría lo necesario.

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