De la misma forma que un reloj estropeado da la hora correcta dos veces al día, Gabriel Rufián, el “pijoaparte”de ERC, por usar la referencia a Juan Marsé en “últimas tardes con Teresa” decidió decir la verdad hace unos días sobre los contactos de Puigdemont con la administración de Putin. “Son señoritos que se paseaban por Europa reuniéndose con la gente equivocada porque por un rato se creían James Bond” soltó por dos veces con la desconcertante lentitud que le caracteriza. “No nos representan”.
Sus palabras cayeron como una bomba en la ciénaga separatista. En redes sociales, multitud de independentistas que a duras penas tragan con el hecho de que un tipo como Rufián, hijo de la inmigración de Santa Coloma, sea diputado de Esquerra, se lanzaron a por él con siglos de supremacismo contenido rompiendo por las costuras de los 140 caracteres.
Decir la verdad no sale gratis en Cataluña, y mucho menos si tus padres son de Jaén y tú pretendes funcionar sin pedir perdón por tal pecado original. Pronto salió Puigdemont, con ese aire tronado de quien ha perdido el tren de la Historia y de su vida, a justificar sus contactos con el dictador que está aniquilando Ucrania. Su segundo, Josep Lluís Alay, aún más desquiciado, trató de desmentirlos para verse después puesto en evidencia por su rastro mediático en redes y en Tv3. Un espectáculo entre ridículo y peligroso de cuyas nefastas consecuencias nos hemos librado por los pelos.
Si a la torpeza se une la cobardía, se llega a la República de los ocho segundos y al largo suspiro de alivio de los constitucionalistas catalanes
Esta gente iluminada y peligrosa buscaba el apoyo de Rusia a la independencia de Cataluña a cualquier precio y solo su inutilidad manifiesta nos ha salvado de lo que podía haber sido un problema gravísimo de irreversibles consecuencias. Si Cataluña no es aún independiente se debe en gran medida a que la clase política independentista es probablemente la más torpe de la Historia y se odian entre ellos aún más de lo que odian a España. Si a la torpeza se une la cobardía, se llega a la República de los ocho segundos y al largo suspiro de alivio de los constitucionalistas catalanes, que llevan en la montaña rusa mucho más tiempo del que desearían con un mono loco al volante. Pero no siempre será así. Llegará el día en que de entre todos esos zotes surja alguien con cabeza y por tanto con peligro, y España debe ser consciente de ello y prepararse para ese momento.
Mientras tanto, el buque escuela Juan Sebastián Elcano ha atracado unos días en Barcelona y las entradas para visitarlo se terminan en dos horas; un sondeo de la Generalitat apunta a un descenso histórico del sentimiento independentista y las pocas esteladas que quedan en los balcones se van deshilachando. Hay razones para una debilísima esperanza.
Pero no nos confiemos. Tontos de la envergadura de Puigdemont y demás pandilla se dan solo una vez cada muchas generaciones. La próxima vez serán más listos. La próxima vez a lo peor logran que alguien como Putin se los tome en serio.