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Opinión

No hay poeta que glose tamaño dolor

Ernest Maragall, vencedor de las elecciones municipales en Barcelona

Barcelona se acomoda hoy al poeta Ovidio, cuando afirmó que las heridas se curan con el tiempo, más repugna ver como las manosean siendo recientes. Hay un dolor en esta tierra que se musita de oreja a oreja con desesperada rabia.

Tras los comicios del domingo, los políticos hurgan en pactos y componendas en impúdica orgía de desfachatez, de promiscua obscenidad. Y ese cuerpo lacerado que es Cataluña clama el auxilio del bálsamo de la ley, del sentido común, del Seny que, junto con tantas mentes preclaras, ha decidido exiliarse hacia otros pagos propicios al razonamiento. Lo que Maragall está a punto de hacer es coadyuvar desde su sitial de pontífice de vida dilatada, inútilmente desperdiciada de poltrona en poltrona, a que se extinga la liberal capital catalana.

Si Ada Colau rebajó la calidad espiritual, social y política de Barcelona hasta el fango de la pura horda ululante, integrada por descaradas miccionadoras públicas, okupas de mafias extorsionadoras, manteros que delinquen con el beneplácito de la autoridad y habitantes de narcopisos que obtienen pingues beneficios con su veneno, Maragall está dispuesto a rematar la obra acabando con lo único que le quedaba a mi ciudad: su honra.

Es un concepto que los paniaguados de siempre no dudarán en calificar de fascista, retrógrado o estúpido, pero las ciudades, así como las naciones, poseen virtudes morales que las singularizan y convierten en referentes. La industriosa Barcelona, cosmopolita, abierta al mundo, ubérrima en afectos y en querencias, está a punto de ser, amén de una urbe consagrada al crimen, un despojo histórico al convertirla en capital de una república insolidaria, supremacista y retrógrada.

Los socialistas también intentarán medrar con Esquerra, construyendo peldaño a peldaño la escalera que quieren los lleve a la Generalitat

Es el programa de Maragall y en tal empeño cuenta con aliados, empezando por la propia Colau, que no quiere resignarse a abandonar las estancias suntuosas por las que se ha paseado estos cuatro años con aires de parvenue venida a más merced a la delación de los propietarios del palacio. He ahí el mal, diría el filósofo, porque en esa actitud falsamente buenista lo que subyace es el rencor, el odio de quien se sabe incapaz de llegar a nada en la vida si no es a través de la mentira y el engaño. ¡Y que bien ha engañado a esa masa que escupe a los condenados a la guillotina cuando son paseados en el infame carro del verdugo! Lo descorazonador es que si Maragall y Colau pueden entenderse es debido a que quienes conforman el pueblo los han elegido, y ese es el gran drama, la tremenda dosis de veneno vertido por años de laxitud democrática y de permisividad con ideas totalitarias, inoculand un odio cerval a gentes pacíficas, que tenían en el esfuerzo cotidiano y en la rectitud sus fielatos más importantes.

Los socialistas también intentarán medrar con Esquerra, construyendo peldaño a peldaño la escalera que quieren los lleve a la Generalitat. Incluso Valls, que parecía ser el elixir de Dulcamara, se apresta a decir que podría romper con el partido que le amparó, que le dio cobijo, que le promocionó, si con eso sirve mejor a su proyecto que, digámoslo ya, solo tiene un contenido: su persona. El dolor suele presentase de la mano del desengaño y esta no ha sido una excepción.

Pero el famoso elixir del charlatán Dulcamara no es más que un vulgar Burdeos, como sabrán quienes conozcan la ópera “L’Elisir d’amore”, el vino que da un falso coraje al ingenuo que lo compra a precio de oro, el coraje huero del borracho que confunde su estado etílico con la serena lucidez del sabio. De ahí que el dolor de la menestralía, de las buenas gentes que aún quedan en estas calles y plazas que recorro a diario angustiado, sea profundo, lacerante, infinito. Estamos asistiendo con el corazón encogido a la caída de un sistema de convivencia, de valores, porque no hablamos solo de Barcelona o de esa Badalona en la que, una vez más, los conspiradores se aprestan a asestar todas las puñaladas que puedan a quien les ha ganado limpia y justamente. Ni siquiera hablamos de Cataluña o de España. Hablamos de una Europa que se ahoga en sus farragosas leyes inoperantes, en sus trapicheos de mercaderes estafadores, de un Occidente en el que la plebe prefiere elegir a Barrabás entre risotadas y aplausos.

Debemos convenir en que no hay poeta que sepa trasladar al verso este dantesco espectáculo. Ni siquiera nos queda el piadoso consuelo de la poesía, ya ven. Es el castigo de un mundo consumista y ágrafo, no tener siquiera una pluma serena que cante su final. La pancarta del lazo amarillo y los presos políticos vuelve a colgar, prepotente y amenazante, del balcón de la Generalitat. Pronto veremos otra en el del ayuntamiento, como cuando Colau tuvo allí un enorme lazo amarillo. Descansa en paz, mi Barcelona de juventud.

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