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Opinión

Los peores resultados de la historia

Susana Díaz en la noche electoral.

En estas elecciones Susana Díaz ha obtenido el peor resultado de la historia del PSOE andaluz. Nos hemos hartado de leerlo estos días como muestra del descalabro de los socialistas. Por el contrario, el candidato del PP, Moreno Bonilla, que puede ser el próximo presidente de la Junta, `solo´ ha obtenido el peor resultado de su partido en los últimos 28 años, igualando el que en 1990 logró el olvidado Gabino Puche. No está mal la marca.

Pero no crean que estos peores resultados son los únicos, no. En 1994 Manuel Chaves tocó suelo en Andalucía -se dijo así- con sus 45 escaños. Y si nos trasladamos al nivel nacional encontraremos más ejemplos: hay que recordar la dimisión de Almunia tras su fracaso en el 2000, con solo 125 escaños socialistas; o cuando Alfredo Pérez Rubalcaba “batió la peor marca” de los socialistas, en 2011, con 110 escaños, peor resultado de la historia moderna del PSOE que sería pulverizado otras dos veces, ambas con Pedro Sánchez de candidato: en 2015, con 90 escaños y en 2016, con los actuales 85. En esta panoplia de peores resultados no pueden faltar los peores de la historia del popular Xabier García Albiol en las catalanas de 2015, con 11 diputados, solo superados por los aún `más peores’ del mismo candidato en 2016, con cuatro actas.

No sabemos cuánto durará esta carrera de pozos electorales, pero tanto hablar de peores resultados empieza a resultar cansino, además de redundante. Los grandes partidos se van desmoronando electoralmente y transformándose en partidos que podríamos llamar “antes grandes”, como se hace con las calles que se cambian de nombre pero que mantienen el antiguo durante un tiempo para entenderse y para lo de Google Maps.

Un día tendrá que venir, mejor cuanto antes, en el que contentar a los propios no sea incompatible con tratarse con el adversario, como ahora sucede

Siempre cuesta cambiar de costumbres y, en este caso, se nos hace cuesta arriba aceptar que no van a volver las mayorías absolutas, ni posiblemente las suficientes. Habría que dejar de seguir haciendo las cuentas de cuando había dos partidos y pico porque, claro, nos salen unos récords hacia abajo que se superan una y otra vez en cada votación. Insistir en tales resultados pone de manifiesto una cierta vagancia política e informativa, que demuestra nulo interés en abrir caminos nuevos y se conforma con seguir con las reglas de antes, dando importancia histórica a lo que ya es normal.

Sin embargo, en algún momento habrá que dejar de esperar a que regrese el cómodo bipartidismo, acostumbrarse y empezar a jugar con el nuevo tablero político que, elección tras elección, insiste en quedarse. Un día tendrá que venir, mejor cuanto antes, en el que contentar a los propios no sea incompatible, con tratarse con el adversario, como ahora lo parece. Para eso, lo primero debería ser empezar a hablar con él, pero no “para que todos me oigan lo que le tengo que decir a este tipo” (y luego me retuiteen, claro), sino para ponerme de acuerdo con él o con ella, que no me va a dar la razón a la primera, ni a la segunda y al que, por si fuera poco, tendré que darle yo la razón en algo.

Si los políticos quieren que su actividad sea algo más que un jugoso espectáculo y también si los propios ciudadanos queremos que sea algo más que eso, vamos a tener que ir acostumbrándonos a un poquito más de frialdad, para que cada elección, cada campaña, no sea un duelo a vida o muerte, cada propuesta de parte no sea vista como una ofensa intolerable y cada pacto no se juzgue como la más alta traición a los principios. Las exageraciones y las descalificaciones tremendas dan bien en las redes sociales, pero no sirven para que el país avance, sobre todo porque desaniman a la gente cabal que aún pulula por la vida pública y le disuaden de arriesgarse a decir cualquier cosa razonable que, precisamente por serlo, podría costarle la cabeza o, en su defecto, los peores resultados de su historia.

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