Opinión

Pececito, ven acá

plazas
Pedro Sánchez con Cristina Narbona y María Jesús Montero EFE

En la inolvidable colección de libros El mundo de los niños, publicada por Salvat el mismo año en que yo nací y que mi padre guarda aún como un tesoro (no es otra cosa), había un cuento inquietante. Un pescador atrapa un pez que, temeroso de morir, le habla y le dice: “Tengo poderes mágicos. No me mates y te daré lo que me pidas”.

Pero el pescador estaba casado con una mujer… vamos a decir que extraña. Se llamaba Isabel. Caprichosa, vanidosa, imprevisible y bastante arisca. Esta le dice a su marido: estoy harta de vivir en esta cabaña. Quiero una casa decente. El pescador se acerca a la orilla y dice: “Pececito, pececito, / pececito, ven acá: / Isabel está enfadada / y hay que hacer su voluntad”. El pececito les concede la casa. Algo después, Isabel decide que aquella casa es poco y que quiere vivir en un palacio. El pececito, algo sorprendido, accede. Isabel, sucesivamente, exigió sirvientes, montañas de oro, carrozas con caballos blancos, ser reina y luego emperatriz, yo qué sé. El marido, cada vez más inquieto, se acercaba a la orilla con su invocación: “Pececito, ven acá…”.

El día en que a Isabel se le antojó pedir la luna, el pececito asomó la cabeza por detrás de una ola y le dijo al pescador: “Mira, prefiero que me mates”. En un santiamén desapareció todo lo que el pececito les había concedido y el hombre y la bruja de Isabel volvieron a vivir en la cabaña del principio y en la miseria. Nunca más volvieron a ver al pececito, como ustedes sin duda ya habrán adivinado.

Puede que ni el pescador ni el pececito sean exactamente Pedro Sánchez (yo creo que el pescador sería más bien Santos Cerdán o incluso el ministro Bolaños), pero la pesada de Isabel es el antecedente directo de Carles Puigdemont. También este es un hombre extraño, antojadizo, voluble y, como vamos comprobando, profundamente egoísta. Listo, lo que se dice listo, no lo fue nunca: su destino era ser un escudero, quizá un buen y solícito escudero, del líder carismático y brillante, que hace unos cuantos años era Artur Mas. Pero se torcieron muchas cosas, largas de explicar ahora, y Mas tuvo que dejar el sitio a alguien, él pensaba que durante un tiempo no muy largo; hasta que escampase y él pudiese recuperar el sillón. Y sentó en él a su escudero, a Puigdemont, con carácter provisional, convencido de que sus limitadas luces le impedirían afianzarse en la butaca y que nunca soñaría siquiera en sustituirle.

Se equivocó, como sabemos. Puigdemont se vio tentado por la vanidad, mareado por los inciensos del poder y arrullado por las bellas arquerías góticas de su palacio; olvidó que estaba allí de suplente y decidió pasar a la historia no como Charli o Litus (de Carlitus) el Transitorio o como el pocoyó del otro, sino como Carles el Gran, el Libertador. Buena la hizo. Más tarde, los demonios sarcásticos que a veces mueven la historia con hilos invisibles otorgaron a este hombre un poder inaudito gracias a siete votos como siete monedas de oro: ahí aparece el pececito del cuento. Y Carles se convirtió en Isabel, la irritable e inconstante Isabel.

Sánchez, en el papel del pececito, dijo que bueno, que bien; cambió lo que el otro le pidió y sacó al ministro Bolaños para que explicase a los ciudadanos, sin que se le notase el temblor de las mejillas, que se aceptaba lo del terrorismo

Pidió la amnistía. Sánchez dijo: ay, madre, que vamos a acabar todos no ya en Waterloo sino en la isla de Santa Elena, donde murió Napoleón. Pero venga, todo sea por conservar el poder y por impedirle el paso a ese presuntuoso de Feijóo. Se acordó la amnistía. Puigdemont, envalentonado, pidió entonces que se modificase la ley prevista porque se le habían ocurrido dos o tres cosas más para librarse de la “persecución” de los jueces. Sánchez, en el papel del pececito, dijo que bueno, que bien; cambió lo que el otro le pidió y sacó al ministro Bolaños para que explicase a los ciudadanos, sin que se le notase el temblor de las mejillas, que se aceptaba lo del terrorismo y que, ¡ahora sí!, la ley era impecablemente constitucional.

Lo último que pidió la tornadiza Isabel fue que, en el último momento, en los últimos minutos, el gobierno volviese a modificar la famosa ley para añadir todavía más cosas: lo de la alta traición, por ejemplo. Eso ya no hacía amnistiables a otras personas; se trataba solamente de él, de Puigdemont, que quería blindarse ante los jueces españoles, ante los europeos y ante los del juicio final si fuese necesario. O eso, o los siete diputados de oro votarían que no a la ley que, en rigor, les beneficiaba a ellos más que a nadie. Así sucedió. El gobierno se negó a seguir cediendo, por lo menos de momento, y los siete dijeron “no” cuando la secretaria del Congreso pronunció su nombre.

Yo no sé si ustedes se fijaron en sus caras. No se vieron todas, pero me consta que varios de los siete diputados de Junts votaron lo que les mandó votar Puigdemont (porque la decisión la tomó él, nadie más) con los dedos cruzados y alguno claramente enfadado. Les parecía, y no sin razón, que la caprichosa y egoísta Isabel estaba tirando demasiado, y demasiado infantil y vergonzosamente, de la cuerda que le ofrecía el pececito.

Sánchez es un hombre no ya audaz sino temerario: habría sido un buen capitán de los Tercios de Flandes… aunque fuese en la batalla de Rocroi, donde fueron derrotados

El gobierno fue clara, inequívoca y bochornosamente humillado. A Sánchez, en su escaño, se le afilaron la nariz y las orejas. Estaba pálido. Hemos hecho esto por vosotros, por vuestro chantaje –parecía pensar–, y ahora tenéis los santos nísperos de votar que no. Esta no es la primera vez que vemos esa palidez y esos músculos tensos como cables en la cara de Pedro Sánchez. Cuando se pone así, cuando recuerda inmediatamente a un perro de caza haciendo una muestra ante la proximidad de la perdiz o a un guepardo a punto de saltar sobre la gacela, es muy peligroso este hombre.

Si no lo ha conseguido ya (aún es pronto para saberlo), a Isabel le quedan dos milímetros para terminar de hartar al pececito con sus exigencias. Sánchez es un hombre no ya audaz sino temerario: habría sido un buen capitán de los Tercios de Flandes… aunque fuese en la batalla de Rocroi, donde fueron derrotados. Es de los que sale del castillo, espada en mano, al frente de dos docenas de locos, para enfrentarse a un millar de enemigos; en esas circunstancias no le importan los cálculos, las estrategias ni tampoco la realidad. Está convencido de que tiene baraka y de que, al final, triunfará. O al menos flotará en medio del mar cubierto de los restos de su propio naufragio. Ya lo ha hecho más veces.

El Gobierno ha sido humillado y vejado donde más le podía doler, que no son los fondos europeos ni la inflación sino el orgullo de su presidente. No es en absoluto imposible que, ante el egoísmo adolescente y caprichoso de Isabel/Puigdemont, el pececito corte por lo sano y haga lo que hizo a finales de la primavera pasada: convocar elecciones generales, porque así es imposible gobernar. No hay negociador que aguante la serenidad ante un tipo que parece disfrutar cargándose lo ya acordado para añadir, en el último segundo: “Y ahora, dos huevos duros más”, como decían los hermanos Marx.

Si eso sucede, la única duda está en qué resultado obtendría Sánchez y hasta qué punto podría contener, con sus bien probadas artes de prestidigitador, el creciente y cada vez más sonoro hartazgo de millones de ciudadanos. Podría ser que ganase o podría ser que perdiese. Eso no lo sabemos.

El hartazgo de los votantes catalanes

De lo que no cabe ninguna duda es que de la amnistía y de Puigdemont no quedarían ni las raspas. Ni la sombra. De ese hombre está harta mucha gente. Pero mucho más que Sánchez, mucho más que el común de los ciudadanos, mucho más que su propio partido e incluso muchísimo más que ERC (que ya es decir), quien más harto está del caprichoso Puigdemont son sus votantes catalanes, que son conservadores, que son gente de la ceba, como suele decirse allí, y que pueden tolerar muchas cosas pero nunca hacer el ridículo.

Es probable, o como mínimo posible, que la tonta Isabel esté a punto de volver a vivir en su humilde cabaña después de haberlo tenido todo. Y el pececito de la suerte no volverá. Nunca vuelve.