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Opinión

Lo del Palmar

El Palmar de Troya.

Camilo León es ahora un anciano que se echa a llorar de emoción mientras habla cuando le preguntan por aquello. Da lástima. Hace 52 años era un chaval nervioso, impresionable y algo fantasioso que trabajaba de taxista, que no tenía mucho futuro en la vida y que se dejó llevar, como tantos, por lo que estaba pasando. La Andalucía profunda de 1968 era mucho más profunda de lo que hoy podemos imaginar. Cuatro chiquillas con pocos años y mucho afán de notoriedad empezaron a decir que se les había aparecido la Virgen en un descampado cerca de Utrera, una aldehuela que se llamaba El Palmar de Troya. El asunto prendió como la yesca. Camilo también la vio. Y Rosario. Y María Luisa, Arsenia, Antonio, Pepe, Manolo. Y mucha gente más.

Decía Miguel Delibes que España, en el siglo XVI, no producía artesanos, comerciantes, inventores, empresarios navieros o tejedores, como ocurría en los Países Bajos, en Suiza, en Francia o en el norte de Alemania. España producía místicos. Gente que veía visiones y oía voces. La Inquisición estaba desbordada porque no era nada fácil distinguir, entre toda aquella muchedumbre, a los verdaderos santos de los simples chiflados, de la gente con ganas de que les hicieran caso o simplemente de escapar del hambre. Dejaron pasar a algunos con mucha dificultad (Teresa de Cepeda y Juan de Yepes son de los más conocidos) y persiguieron a la inmensa mayoría bajo la acusación de ser herejes, iluminados o “alumbrados”, que era como se les llamaba aquí.

La impresionante serie documental que se está emitiendo ahora en televisión, El Palmar de Troya (cuatro capítulos producidos por Movistar y dirigidos por Israel del Santo) deja ver con espantosa claridad cuánta gente de este país, hace cincuenta años, seguía sometida a la misma ignorancia, al mismo fanatismo y al mismo miedo que en el siglo XVI. Por aquel tiempo decía el humanista burgalés Martín González de Cellorigo que los españoles eran “homes desatinados, fuera del orden natural de las cosas”. La frase vale bien para la Andalucía de finales de los 60.

Lo asombroso es que no hay narrador, no hay voz en off, nadie hace preguntas. Toda la serie se construye con imágenes y sonido auténticos, inéditos hasta hoy, y con dramatizaciones que hay que calificar de fidedignas, respetuosas y en algún caso hasta cariñosas. Eso es lo que pone los pelos de punta. Que la intención del documentalista no es denigrar, cargar las tintas o ridiculizar a aquella gente, sino contar sencillamente lo que pasó y cómo pasó. Y el resultado es de los de sudar frío.

El espectador ve, quizá con pena, quizá dejando escapar alguna sonrisa compasiva, cómo al principio todo era un caso de histeria colectiva que se formó alrededor de unas niñas con mucha imaginación, a las que se fueron agregando personas adultas que no dudaban en retorcerse por el suelo diciendo tonterías y haciendo visajes grotescos para llamar la atención. Yo creo que hubo quien llegó a creerse sus propias fantasías (el caso de Camilo, el taxista) y que, a día de hoy, sigue convencido de que vio de verdad a la Virgen. Cómo saberlo.

Cómo hubo gente, muchísima gente de varios países, que se dejó embaucar por aquel par de gandules y les siguió en su aventura de montar aquel ridículo teatro de títeres

Pero un día, siete meses después de las “apariciones”, se dejaron caer por aquella finca, que se llamaba La Alcaparrosa, dos pájaros de cuenta con una capacidad de histrionismo y una cara dura que aún hoy dan tiritera. Un tal Clemente Domínguez y su compadre o compinche Manolo Alonso. Entre tanta gente simple como allí había, estos eran los listos. Y vieron la posibilidad de montar un negocio colosal. En eso se convirtió, y eso ha seguido siendo hasta hoy, el Palmar de Troya.

Lo que el espectador se pregunta constantemente es esto: cómo se lo pudieron creer. Cómo hubo gente, muchísima gente de varios países, que se dejó embaucar por aquel par de gandules y les siguió en su aventura de montar aquel ridículo teatro de títeres en el que no había disparate que no se emprendiese, ni exageración que no se cometiese, ni absurdo que no acabase haciéndose realidad.

Es verdad que la Iglesia católica acababa de salir de un concilio –el Vaticano II– en el que se emprendió un aggiornamento con la realidad con el que no todo el mundo, ni mucho menos, estaba de acuerdo. Había reductos muy numerosos de los fieles que, sin la menor duda, preferían el catolicismo tradicional, el tridentino, el de Pío XII, con toda su parafernalia y su beatería repintada de purpurina. También hay que creer, porque lo dicen todos los que aparecen en la serie, que el tal Clemente fue una persona con gran magnetismo personal, que encandilaba a los pánfilos.

Pero ¿tantos pánfilos había por allí como para armar semejante espectáculo? ¿De verdad alguien se creía el tantas veces repetido numerito de Clemente, que ponía los ojos en blanco (cuando aún los tenía) y miraba hacia el cielo, sonriendo como un gilipollas mientras fingía tener entre los brazos al niño Jesús? ¿De verdad alguien se tragaba los mensajes “divinos” que aquel farsante “transmitía”, poniendo voz de ultratumba, y en los que decía lo primero que se le pasaba por la cabeza?

Llegaron carros de dólares, de libras irlandesas, de francos suizos, de coronas suecas y desde luego de nuestras pesetas. ¿Cómo lo consiguió?

El tal Clemente logró atontolinar a gente de mucho dinero para que financiasen aquella bufonada. El Palmar de Troya fue un espléndido negocio que atrajo, hay que suponer, gracias a la legislación sobre desgravaciones fiscales a donaciones religiosas que hay en muchos países, sumas enormes que pagaron la patraña más cara del siglo XX. Llegaron carros de dólares, de libras irlandesas, de francos suizos, de coronas suecas y desde luego de nuestras viejas pesetas. ¿Cómo lo consiguió? Eso es lo que nadie responde en la serie.

Todos los entrevistados tienen mucho que callar. Todos participaron en aquella gigantesca mojiganga, y fueron curas, monjas, obispos y hasta papas, como el golfo de siete suelas de Ginés Hernández, otro vividor que decidió dejar el negocio por las bravas –en las sectas no hay otro método– cuando vio que ya se acababa el chollo. Uno puede creer que Louis Henri Moulins, “obispo” desde los primeros tiempos, participase en aquello, porque no hay más que oírle hablar para comprender que ese hombre no está bien de la cabeza. Pero, ¿los demás? ¿Andrew O’Neill? ¿Monika Hagen? ¿Juan Márquez? Aparentemente son personas normales. ¿Cómo pudieron prestarse a participar, durante tanto tiempo, de las fantochadas de Clemente y su cómplice Manolo? ¿De aquellas salidas a bares de copas por Sevilla, todos rigurosamente ensotanados mientras se emborrachaban y el “Papa” bailaba flamenco? ¿De aquel tráfico sexual incesante que mantenían las “ilustrísimas” con novicios y novicias? ¿De aquella podredumbre moral, adornada con tiaras y sillas gestatorias de guardarropía, inciensos y ropajes “litúrgicos” que parecían diseñados en las peores pesadillas de los capillitas de la semana santa sevillana?

Pues es muy difícil de entender. Vean ustedes la serie, el último de cuyos cuatro capítulos se emitió ayer, y saquen sus propias conclusiones. La mía ya la he dejado más arriba: en cuanto se rasca un poco, sale el siglo XVI que llevamos dentro. Y seguimos siendo “homes desatinados, fuera del orden natural de las cosas”.

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