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Opinión

Pacto de Estado, un deber patriótico

En este momento crítico, hay que ponerse cuanto antes a la tarea patriótica, esta sí, de involucrar a una mayoría de españoles en la reconstrucción de un gran consenso nacional

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz; el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo; el Rey Felipe VI; el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; y la ministra de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, Raquel Sánchez, en el acto de inauguración de la línea de AVE Madrid-Galicia, en la Estación de A Gudiña-Porta

Ramón Jáuregui, que fuera ministro de la Presidencia y portavoz en uno de los gobiernos de Rodríguez Zapatero, defendía hace unos días en El Diario Vasco el “cordón sanitario” contra Vox, aclarando que ese “veto democrático”, que así prefiere llamarlo, no era aplicable a la “legítima representación política en pactos o apoyos dentro del juego parlamentario”, sino exclusivamente a la participación en “gobiernos democráticos”, como el de Castilla y León. No me parecen del todo consistentes los argumentos con los que Jáuregui defiende la legitimidad de la actividad parlamentaria de Vox al tiempo que rechaza, por democráticamente inmoral, la participación de los de Abascal en los gobiernos de las distintas administraciones. Pero más allá de esas aparentes contradicciones, probablemente relacionadas con cierto temor al fuego “amigo”, lo más interesante del artículo de Jáuregui es la propuesta que hace para que la estabilidad de los gobiernos no dependa del apoyo de los extremos. Vayamos por partes. 

Lo primero que hace el respetado político vasco es reconocer indirectamente el diferente trato que se da a esos “extremos”, según sea su procedencia ideológica. Vox es extrema derecha pero, a lo que se ve, Unidas Podemos no es extrema izquierda. Al parecer, para el PSOE tampoco Bildu ni el resto de partidos independentistas son ultras. Frente a Vox hay que levantar barreras higiénicas; los demás son democráticamente homologables. Jaúregui pone el dedo en la llaga al identificar el problema de fondo que provoca la aplicación de un cordón sanitario desigual: “En nuestro país, esa medida tiene un partido singularmente perjudicado: el PP, al que se le priva del apoyo político necesario de fuerzas de su mismo espacio ideológico para alcanzar gobiernos y asegurar investiduras a los que tiene perfecto derecho”. ¡Vaya! Y ofrece una salida a la incoherencia: “El cordón no puede aceptarse sin una contraprestación elemental: asegurar el acceso al Gobierno del partido ganador siempre que no haya una mayoría democrática alternativa”.

El que un pacto de Estado con el PP suponga para muchos dirigentes socialistas una infranqueable línea roja no es una solemne estupidez sino una flagrante irresponsabilidad

Jáuregui no incluye en esa mayoría democrática a Vox, pero tampoco, aunque no se atreve a decirlo, a los partidos independentistas, catalanes y vascos, actuales apoyos del gobierno de coalición. Piensa, al igual que otros socialistas, que aceptar sin más el código que establece que el respaldo de Bildu es normalización democrática y el de Vox constituye un gravísimo precedente, es un planteamiento tan cínico como perverso. Jáuregui, como Eduardo Sotillos, otro antiguo portavoz gubernamental, este de Felipe González, sabe que los cordones sanitarios asimétricos lo que fomentan es precisamente lo que pretenden combatir: el radicalismo y el crecimiento en las urnas del “perseguido”, del que se siente y explota el papel de víctima, como se está demostrando con Vox. “Habría sido inteligente llevar al PP de Feijóo ante la disyuntiva de una abstención del PSOE o el pacto para sentar a los ultras en el Ejecutivo de Castilla y León”, concluye Jáuregui, sugiriendo, sin declararlo expresamente, el que debiera ser el eje de la política española en uno de los momentos más críticos que vive España desde que terminó la Guerra Civil: un gran pacto de estabilidad entre PSOE y PP (y quien se quiera sumar).

Sin líneas rojas

Hace tiempo que renuncié a clasificarme. No sé si soy un socialdemócrata con inclinaciones liberales en lo económico, un liberal con correcciones socialdemócratas en lo social o un “albista” reencarnado (de aquellos de primeros del siglo XX; no confundir con los del XVI) con alguna dificultad para entender lo que pasa a su alrededor. Bien es verdad que cien años, los que cumplen ahora los “albistas”, dan para mucho cambio. No, no estoy ya muy seguro de lo que soy, pero sí de lo que no quiero ni para mis hijas ni para mí país. Creo que las decisiones que nuestros dirigentes políticos tomen en estos meses van a marcar nuestro porvenir durante décadas; creo que, superado el trámite del congreso extraordinario, al Partido Popular hay que exigirle claridad de ideas y leal colaboración institucional; y creo que el hecho de que un pacto de Estado con el PP sea para muchos dirigentes y militantes socialistas lo más parecido a una infranqueable línea roja, ya no es una solemne estupidez, es una flagrante irresponsabilidad.

Ni sería aceptable que en el PP se impusiera la tesis del cuanto peor mejor, ni que desde el PSOE se siga fomentando la táctica de desgastar al PP empujándole los brazos de Vox

Es hora de aparcar lo hasta ahora utilizado para levantar barreras insalvables (un ejemplo, entre muchos: el Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática; ver Postdata) y ponerse a la tarea patriótica, esta sí, de involucrar a una mayoría de españoles en la reconstrucción de un gran consenso nacional que nos ayude a superar las enormes dificultades que asoman; que concentre recursos y energías en preparar de la mejor manera al país para afrontar los sacrificios que a buen seguro habremos de asumir; que no pierda ni un solo minuto en discusiones esperpénticas y en confrontaciones estériles.

Si había alguna, la guerra en Ucrania ha disuelto cualquier excusa que pudiera existir para que Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo no cumplan, y sin más demora, con la deuda que la política tiene contraída  con el pueblo español: suscribir un acuerdo de legislatura que abarque, como mínimo, la política económica y de empleo, la internacional, la de Defensa y el escudo social. Y el que venga detrás, que arree. Se llame Bildu, Esquerra o Vox. Advertencia: la crudeza de la situación no consiente recetas en las que prevalezca la lente deformada de la ideología; ni el cortoplacismo partidista. No se admiten trampas. Ni sería aceptable que en el PP se impusiera la tesis del cuanto peor mejor, ni que desde el PSOE se siga fomentando la táctica de desgastar al PP echándole en los brazos de Vox. ¿Quedará, como reclama Jáuregui, inteligencia para algo así, o es política ficción?

La postdata: “Nosotros, hijos de los vencedores y vencidos” (*)

“El último gran exilio de nuestra historia fue pródigo en iniciativas políticas que vinculaban la restauración de las libertades al establecimiento de una convivencia pacífica, entendiendo que, para ser sólida y duradera, la futura democracia debía desterrar el espíritu sectario y revanchista de otras ocasiones. Son bien conocidos el documento a favor de la reconciliación nacional aprobado por el PCE en 1956 y el manifiesto del 1 de abril de aquel año redactado por los universitarios madrileños opuestos al régimen de Franco. Sus primeras palabras, ‘Nosotros, hijos de los vencedores y vencidos…’, constituían en sí mismas una declaración programática, porque anunciaban la aparición de un nuevo sujeto político formado por un puñado de jóvenes que habían decidido hacer la reconciliación por su cuenta”. 

(…)

Ninguna democracia puede imponer una única forma de recordar el pasado sin contradecir su naturaleza pluralista y sin limitar derechos y libertades esenciales. La segunda incongruencia consiste en reivindicar la memoria de la España vencida en 1939 conculcando, al mismo tiempo, el legado de sus principales representantes, que lucharon por una reconciliación sincera”.

(…)

“La conocida como “Ley de Memoria Histórica” –denominación apócrifa, sin carácter oficial– respondía a un loable empeño por recuperar los cuerpos de miles víctimas de la Guerra Civil y el primer franquismo que esperaban todavía ser localizados, identificados y sepultados con dignidad, pero también a una doble estrategia política que entrañaba indudables riesgos para la estabilidad y la solvencia de nuestra democracia: por un lado, crear un debate permanente sobre el pasado que obligara a la derecha a defenderse de acusaciones, más o menos explícitas, de connivencia con el franquismo y, por otro, alentar un antifranquismo retrospectivo que sirviera de espacio de entendimiento con sectores políticos tradicionalmente muy alejados del PSOE, desde el independentismo catalán y vasco hasta Izquierda Unida y sus herederos, y constituir con ellos un bloque parlamentario estable, que, en el fondo, no sería otra cosa que una coalición negativa contra el PP”.

(…)

“Se trata, en todo caso, de un marco dinámico, condicionado por las ‘batallas culturales’ de cada momento y por una reformulación al alza del debate sobre el pasado que tan buen resultado les ha dado a sus promotores. De ahí las graves acusaciones lanzadas contra la amnistía de 1977, tachada de ‘ley de punto final’ por sus detractores, y el Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática aprobado por el Consejo de Ministros el 20 de julio de 2021, que tiene como principal novedad su denominación. El paso de la ‘memoria histórica’ a la ‘memoria democrática’ supone un salto cualitativo en el tratamiento de la historia reciente con fines políticos y en la convalidación democrática del antifranquismo de toda condición, incluidos los grupos terroristas y las organizaciones de extrema izquierda, muchas de ellas de inspiración maoísta o trotskista, que combatieron a la dictadura”. 

(*) Extractos del informe “Una historia interminable: memoria, consenso y democracia”, elaborado para el Círculo Cívico de Opinión por el  catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense Juan Francisco Fuentes.

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