Opinión

No me trates como a una vieja

La noche caía como una losa -con este nuevo horario- cuando, sorteando al volante unas cuantas curvas de camino a casa de mi madre después del trabajo, ella llamó impaciente para saber en qué punto del trayecto me encontraba. Fue entonces cuando me lo dijo: “Estoy harta de que me traten como a una vieja”. Lo soltó con esa rabia que de tanto acumularse en la boca, va desgastando dentaduras. La frase no vino sola, la acompañó con una serie de argumentos con los que no pude más que coincidir. “Hay gente que no tiene educación, que no respeta a los mayores. Me preocupan las formas de algunas personas”.

Empezó entonces a desgranar lo que esa mañana había presenciado en la charcutería del súper cuando una chica en la veintena y cuyo turno de compra había pasado, llegó al mostrador con el empuje, la altivez y la fuerza de un huracán, arrasando a los clientes que aguardaban con diligencia. Quería recuperar su vez a toda costa, sin importarle que, en ese momento, hubiera un hombre, septuagenario, a punto de llevar a cabo su pedido.

“Me toca a mí, tengo el 40”, verbalizó la joven con cierta estupidez, con la arrogancia que te da la inexperiencia que te llega a hacer creer que el mundo entero debe pararse si así lo deseas. Pero, se encontró con la negativa del número 42, el señor que en ese momento debía realizar su encargo y con la de mi madre, que salió en su defensa enojada, también, por los modales. Le dijeron que la habían llamado en varias ocasiones y que había perdido su oportunidad, sin embargo, en un giro de guion inesperado, los dos ancianos tropezaron, también, con el reproche del charcutero: “Voy a atenderla a ella porque me da la gana”. “Y con qué desprecio nos miraba -me decía mi madre-. Era todo. Las palabras de ambos, los gestos. Noto de un tiempo a esta parte que me tratan diferente, como si ya no tuviera derecho a nada”.

La consternación de una mujer que ya batalla a diario en soledad contra los golpes de la edad, que lo único que busca es disfrutar de su jubilación como puede y sin molestar

Soy consciente de que este episodio, del que únicamente tengo una versión y que resumo en unas pocas líneas, no es una noticia en sí ni pretendo que lo sea. Pero creo que el incidente y, sobre todo, la consternación de una mujer que ya batalla a diario en soledad contra los golpes de la edad, que lo único que busca es disfrutar de su jubilación como puede y sin molestar… están más ligados a la actualidad que muchos de los textos que leo en los periódicos. Llevo ya un tiempo mirando, observando a la gente alrededor y tengo la sensación de que anda la educación en horas bajas, de que escasea el respeto hacia el prójimo y de que faltan las ganas. Yo no tengo más de setenta, aunque con treinta años menos y consciente de que no se puede generalizar, de que siempre hay excepciones…  lo cierto es que noto, también, cierto vacío en las formas de parte de las nuevas generaciones y en su manera de comportarse con el mundo y con el trabajo.

En una entrevista reciente y preguntada por el sector gastronómico en nuestro país, aseguraba algo la empresaria Samantha Vallejo-Nágera que me hizo asentir instantáneamente con la cabeza hasta el punto de que lo fotografié y archivé en mi galería: “Creo que hay pasión, pero pocas ganas de trabajar. La gastronomía no son ocho horas al día, trabajar en un restaurante supone involucrarte en un proyecto, ser responsable y hacer el trabajo parte de tu vida. No es ir fichar, irme y ya”. Yo también percibo en ocasiones que, no sólo el trabajo sino la vida entera se ha reducido a eso para muchos: a fichar y marchar, fichar y marchar en una sociedad poblada por robots con el interruptor de la empatía apagado y sin cabida para aquellos que gastan ya el chasis oxidado.

Recuerdo en este punto un extracto de uno de los poemas de Yolanda Castaño, Premio Nacional de Poesía 2023: “Cuando dejo de ser flor, molesto”. Es como las flores del cementerio que lucen frescas y resplandecientes en esta semana de difuntos y que ni los propios muertos quieren en sus tumbas cuando se marchitan y pierden el color. Es la de la vejez una cruda realidad de la que no escapan ni reyes ni princesas, cegados estos días por los destellos de unos fastos cuyo efecto luminoso ha durado lo que dura una estrella fugaz, apenas unas décimas de segundo.