Opinión

No cabe esperanza antes de la investidura

Plano general del hemiciclo del Congreso.
Plano general del hemiciclo del Congreso. EUROPA PRESS / CONGRESO

Es tal la pureza del nihilismo que el presidente del Gobierno en funciones exhibe, tan frondosa la ausencia de valores que caracteriza su acción política desde sus más prístinos orígenes, que nuestro estado de perplejidad puede hacernos correr el riesgo de perder la perspectiva. Sánchez Pérez-Castejón es la consecuencia de un sistema político, hoy ya es obvio, fallido.

Una característica capital y, con toda seguridad, el mayor vicio que ha resultado del régimen del 78, el de nuestra querida Transición, ha sido la consagración, tantas veces denunciada por tan pocos, de una oligarquía de partidos, también llamada partidocracia. Esta perversión de la democracia ha sido posible porque la literalidad de la Carta Magna, con independencia de su espíritu o incluso de sus proclamaciones, permite, cuando no prescribe, la implantación de un régimen de poder en el que las cúpulas de los partidos políticos asaltan el Estado. Al no existir en la Constitución del 78 un articulado específico para garantizar la representación política y la separación de poderes, es decir, la libertad política, las cúpulas, debido a la evidente capacidad que nuestro sistema legal les brinda para confeccionar las listas electorales de sus respectivos partidos políticos, comienzan controlando férreamente al Parlamento, nombrando a dedo a sus diputados-alfombra.

Lógicamente, la cúpula o cúpulas que más diputados-alfombra ha sabido colocar en el Parlamento tras unas elecciones generales, se encarama al Poder ejecutivo, desatando la situación diabólica que tanto preocupó a Montesquieu y sobre la que advirtió diciendo que “cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que se promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente”.

Con impostado paroxismo, los trescientos cincuenta aparentan ser los representantes del pueblo, y el banco azul actúa como si les presentase asuntos de interés nacional

A los diputados se les asegura el sueldo que estos no pueden lograr en el mercado libre de la sociedad civil, dada la mediocridad que más de cuarenta años de servidumbre ha acabado provocando en el perfil medio de sus señorías. La grotesca performance parlamentaria, todo un paripé, lo vemos cada vez que se convoca un Pleno. Con impostado paroxismo, los trescientos cincuenta aparentan ser los representantes del pueblo, y el banco azul actúa como si les presentase asuntos de interés nacional para que, primero los debatan y, después, voten en conciencia de acuerdo con sus promesas electorales, dando la casualidad de que la conciencia de cada señoría jamás discrepa de la que ha oído antes a quien le aseguró el sueldo -y lo volverá a hacer si sigue portándose bien- poniéndole en las listas. Y todavía tenemos el cuajo de llamar a esto representación política.

Con un Poder Legislativo completamente domesticado, la Constitución también permite a la cúpula ganadora controlar el Poder Judicial y el resto de las instituciones del Estado. Solo tiene que ordenar al Parlamento-alfombra que designe, para los más altos cargos del Poder Judicial, a los jueces por razones de fidelidad personal, garantizándoles también los mejores sueldos, prebendas y bicocas que el sistema permite.

Y así, desde la atalaya del Gobierno, se manda aprobar la ley que se quiere para ejecutarla como se desea, a sabiendas de que el Poder Judicial no se atreverá a obstaculizar su designio. Los medios de comunicación que controla todo Gobierno en una partidocracia se encargan de hacer que la voluntad del líder no solo coincida con la del pueblo, sino que sea la misma. En una partidocracia, el pueblo no está representado en el Poder legislativo, sino que está integrado en el Estado. La partidocracia comparte esta degenerada visión de la democracia con el fascismo y el populismo.

Sus diputados-alfombra tragarán todo lo que les pongan y las togas-mercenarias harán lo propio cuando algún ingenuo les traslade, por ejemplo, una cuestión de inconstitucionalidad

Anulada la representación de la sociedad y disuelta la separación de poderes, el país que sufre una partidocracia queda siempre a merced de la catadura moral de la cúpula o cúpulas, si se unen, que ganan las elecciones. Si estas creen en la nación española y en la Constitución, se atienen a ellas, pero será más por una cuestión de carácter moral que por otra razón. Porque si no creen en ella, no tienen realmente por qué cumplirla. Sus diputados-alfombra tragarán todo lo que les pongan y las togas-mercenarias harán lo propio cuando algún ingenuo les traslade, por ejemplo, una cuestión de inconstitucionalidad.

Por asombroso que parezca a quien no conozca la Teoría del Estado y el Derecho político, la Constitución del 78 no dispuso los mecanismos expresos para evitar esta atroz anomalía, e incluso la promovió. Instauró el sistema proporcional de listas de partido, abriendo paso a la partidocracia y tan solo proclamó, lo cual en derecho es algo parecido a un taurino brindis al sol, que el Poder Judicial fuera independiente. Así, en lugar de articular un sistema de selección de jueces y magistrados que lo garantizase, remitió esta esencial función constituyente del poder a una ley orgánica, confiando tan sabroso bocado a las hienas partidistas. En la primera ocasión que estas tuvieron, allá por 1985, devoraron la separación de poderes. Ninguna cúpula ha vuelto a restituir el espíritu constitucional. Ninguna ha pretendido devolver el poder al pueblo, implantando un sistema electoral que haga depender al diputado de sus votantes. Por eso la partidocracia lleva cuarenta y cinco años instaurada en nuestro país. Los mismos que llevamos corriendo el riesgo de que un aventurero llegue a la dirección de un partido que acabe ganando las elecciones y vuele por los aires un sistema político quizá bienintencionado, pero construido con paja y barro.

Hasta la llegada de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE, España había tenido la fortuna de que sus anteriores oligarcas habían respetado, sin tenerlo que hacer, como estamos viendo, el espíritu de la Transición. Eso ya es historia. El presente es que una persona de otra muy distinta catadura moral está reventando el país sin que las instituciones se inmuten.

Quien crea que hay un solo diputado que no se parta de risa ante el principio de representación política que exige el artículo 67.2 es que, tras cuarenta y cinco años de farsa parlamentaria, no se ha enterado de nada

Truncada por nonata la única posibilidad real de hacer descarrilar la investidura antiespañola de Pedro Sánchez, consistente en mejorar el pacto material de vasallaje -seguridad económica a cambio de servidumbre- a siete diputados socialistas, ofreciéndoles siete ministerios en un Gobierno de Feijóo, toda esperanza de que el Parlamento no apruebe el pacto de Sánchez con los enemigos de nuestro país atendiendo a razones de índole moral, es ridícula. Quien crea que hay un solo diputado que no se parta de risa ante el principio de representación política que exige el artículo 67.2 es que, tras cuarenta y cinco años de farsa parlamentaria, no se ha enterado de nada.

Seamos honestos. Una Constitución garantista jamás permitiría que una sola persona, por muy nihilista que fuera, pudiera quebrar una nación de existencia secular con su sola voluntad. Porque cuando alguien es capaz de colocar sus peones en el Parlamento, después nombrarse a sí mismo presidente del Gobierno y luego nombrar a sus acólitos en el Poder Judicial, no se ha convertido ex nihilo en un dictador. La dictadura, diarquía u oligarquía estaba larvada anteriormente. Si la democracia, sistema diseñado exclusivamente para garantizar la libertad política de los ciudadanos, no puede asegurarla, es que no es democracia.

Pedro Sánchez es la trágica consecuencia de, sabiendo esto con décadas de antelación, no haber previsto que habría un día en el que el nacionalismo ya solo podría pedir la independencia y que llegaría un mezquino aventurero que se la concedería a cambio de estar una temporada en el poder. Era solo una cuestión de tiempo. Nada más. Alguna responsabilidad tendrán los que, habiendo dispuesto del poder para cambiar las cosas, no hicieron absolutamente nada. Se entiende que en el seno de una misión evangélica en el África subsahariana uno tienda a pensar que muy mala gente no se va a encontrar. Pero ¿en la política?, ¿en el ámbito en donde la frase “piensa mal y acertarás” no funciona porque debiera decir “piensa mal y te quedarás corto…”? Hace falta ser muy idiota para creer lo contrario o muy egoísta para mirar hacia otro lado y pasarle el muerto al próximo que llegue. Y, encima, ahora tenemos que aguantar viéndolos llevarse las manos a la cabeza ante la deriva de la que, por omisión, son completamente responsables.

Está claro que el resto de la partidocracia, si no se le presiona, se limitará a prometer que ellos no transgredirán la Constitución, lo cual, como hemos comprobado tras la calamidad Sánchez, resulta claramente insuficiente

A pesar de todo, queda espacio para la esperanza. Un sistema fallido no implica una sociedad muerta. Tras la perentoria tarea de sacar al impostor del poder en las siguientes elecciones, para lo cual existen, a mi entender, varias estrategias, la clave radicará en cómo afrontaremos los ciudadanos el futuro. ¿Seguiremos igual, clamando al cielo para que no acceda al poder otro nihilista o tendremos, finalmente, la lucidez y la voluntad necesarias para exigir a la próxima cúpula gubernamental que transforme las reglas del juego en beneficio de la democracia? Está claro que el resto de la partidocracia, si no se le presiona, se limitará a prometer que ellos no transgredirán la Constitución, lo cual, como hemos comprobado tras la calamidad Sánchez, resulta claramente insuficiente.

Contra los elementos juega la apatía social, el “otra de gambas” con el que la posmodernidad nos anestesia. A favor tenemos que, con muy pocos cambios constitucionales, reformando el sistema electoral y garantizando la separación de poderes, se puede modificar la naturaleza del poder político en España, transformando esta pestilente partidocracia en una auténtica democracia. Y, a partir de allí, poder dedicarnos de una vez a afrontar los grandes retos que el siglo XXI reserva a Occidente.