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Opinión

Margarita de Dinamarca y la presencia del ciervo rojo

Margrethe Alexandrine Þórhildur Ingrid de Dinamarca nació en el palacio de Amalienborg, en Copenhague, el 16 de abril de 1940, en plena invasión de su país por los nazis. Es la mayor de las tres hijas que tuvieron el entonces príncipe heredero Federico, más tarde rey Federico IX, y su esposa Ingrid, la que a partir de 1947 sería reina consorte. Margarita tiene dos hermanas menores: la princesa Benedicta y la que fue reina de Grecia, Ana María, esposa del fallecido Constantino II, hermano a su vez de la actual reina madre de España, Sofía. La casa real de los monarcas daneses es la de Glücksburg, que tiene sus raíces en el norte de Alemania. 

A pesar de ser la primogénita del rey y de no tener hermanos varones, Margarita no estaba destinada a reinar. Cuando la niña nació, y también cuando nacieron sus hermanas, en Dinamarca estaba vigente el principio esencial de la llamada “ley sálica”, que prohíbe a las mujeres heredar la corona e incluso transmitir derechos sucesorios. Así pues, cuando quedó claro que la reina Ingrid no tendría más hijos, se dio por hecho que el sucesor del rey Federico sería su hermano menor, Canuto. De hecho, fue heredero legal durante seis años, hasta 1953.

Pero los daneses, quizá justificadamente horrorizados ante la posibilidad de tener un rey que se llamase Canuto, decidieron cambiar aquella norma discriminatoria de la Constitución, norma que en el país tenía más de un siglo de vieja. Esto era dificilísimo. Para lograr que Margarita fuese reina tenían que aprobarlo dos Parlamentos sucesivos y después ser sometido a referéndum. El proceso duró seis años, entre 1947 y 1953. Salió bien. A ello ayudó la gran popularidad del rey Federico, que se empeñó en sacar aquello adelante. Así, la alta (mide 1,82), espigada, bella, inteligentísima, creativa, siempre sonriente y nada convencional princesa Margarita se convirtió en princesa heredera, con todas las bendiciones legales, el 27 de marzo de 1953, cuando ella tenía trece años y los daneses aprobaron el cambio constitucional en referéndum. De hecho, los daneses dejaron la sucesión de manera muy semejante a como está hoy en España: una mujer puede ser reina si no tiene hermanos varones, como le pasa a Leonor de Borbón.

Pero Dinamarca, hace muy poco (2009), dio un paso más y decidió que, en lo sucesivo, la corona recaería en el primogénito del rey, fuese hombre o mujer. El concepto dinástico de la monarquía, y el concepto mismo de "casa real" quedaban así claramente menoscabados, pero la democracia y el principio de igualdad crecían brillantemente.

Margarita, a quien toda la familia (incluyendo a los “primos” de otras monarquías) llama y ha llamado siempre Daisy, nunca fue un dolor de cabeza para nadie, pero desde el primer momento estuvo claro que aquella jovencita de penetrantes ojos grises azulados no iba a ser ni sumisa ni obediente ni callada. Ha tenido, desde chiquilla, un carácter fuerte, como bien saben los políticos daneses, que vieron cómo en 1958, al cumplir los 18 años, se le concedía a la heredera un asiento en el Consejo de Estado… y la niña preguntaba lo que no sabía y opinaba sobre esto y aquello con toda naturalidad, sin darse cuenta (o sin querer dársela) de que su presencia allí era más bien ceremonial, casi en calidad de florero. Pues “tía Daisy” jamás ha sido un florero.

La educación de Margarita fue cualquier cosa menos convencional. Mientras a su “prima” Isabel de Inglaterra la enseñaron a coser, a bordar, un poco de francés, un poco de música y mucho derecho constitucional, Margarita se graduó en la prestigiosa N. Zahles Skole, de Copenhague; luego pasó un año en un internado para chicas en Hampshire, Gran Bretaña; después se fue a Cambridge a estudiar arqueología prehistórica, que es una de sus pasiones; al terminar estudió ciencias políticas y acabó en la London School of Economics. Además del danés, habla perfectamente sueco, inglés, francés y alemán. Así que Margarita se merecía mucho más, y mucho antes, el envidioso mote de “preparao” que los adversarios de la monarquía española dedicaron durante años al actual rey Felipe VI. Mote que tan exacto resultó ser, por fortuna.

Como Felipe de España, Margarita ha sabido siempre que su trabajo fundamental consiste en estar, no en hacer. Es, ante todo, una presencia confortadora. Tiene perfectamente claro que su función es ser un símbolo nacional; algo que, a veces, lleva mucho trabajo. Como Felipe de España, Margarita tiene derecho a voto (el rey británico no lo tiene, por ejemplo), pero no lo ha ejercido nunca en elecciones partidistas, para dejar clara su neutralidad política. Como Felipe, a Margarita le concede su Constitución un pequeño poder arbitral en el caso de que los políticos no se pongan de acuerdo para formar gobierno. Y también como Felipe, Margarita ha reinado durante 52 años sobre un Estado plurinacional integrado por Dinamarca propiamente dicha, Groenlandia y las islas Feroe. Pero las tensiones independentistas son muchísimo menores allí que aquí, y “Daisy” ha podido dedicar parte de su tiempo a aprender el feroés, idioma tan complicado, al menos, como el euskera.

De no haber estado destinada a ser reina (nadie le preguntó si quería serlo; “simplemente fue así”, como ella misma dijo hace tiempo), Margarita habría sido, sin duda alguna, artista. Es una respetada traductora, sobre todo del inglés. Es muy, muy buena como ilustradora de libros y cuentos: sus ilustraciones para el gigantesco El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, están entre las mejores que se han publicado jamás, pero es que además participó en la traducción del libro al danés. El propio Tolkien quedó admirado cuando vio aquellos dibujos. Habría sido buenísima como diseñadora de vestuario teatral, operístico, de ballet o cinematográfico, e incluso como escenógrafa, como ha demostrado en varias ocasiones y en diferentes obras.

Diseña su propia ropa y su gusto puede calificarse de cualquier cosa… menos de discreto. Quizá esto lo aprendió de su prima Lilibeth (Isabel II de Gran Bretaña), quien tenía claro que, cuando se presentaba en un acto, pequeñita como era, su principal cometido era el de ser vista sin dificultad; de ahí que se vistiese muchas veces de colores chillones: rojo, naranja, verde fosforito, azulón, mientras todo el mundo iba de gris. Pues Margarita hace lo mismo, pero su ropa se la diseña ella. Y tiene justificada fama de temible.

Margarita, además de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Dinamarca, es la cabeza de la Iglesia Nacional danesa (oficialmente es la Iglesia del Pueblo Danés), una confesión luterana creada en el siglo XVI a la que pertenece más del 70% de la población, aunque muy pocos vayan a los oficios religiosos. Margarita es una creyente sincera pero no ha tenido el menor problema en arremeter duramente contra uno de los males más viejos de la historia: el fanatismo religioso, ya sea cristiano o musulmán, como hizo en una biografía “oficial” que se publicó en 2005. Es neutral, tolerante y respetuosa con todos, pero nunca fue de las que se callan.

Un defecto: fuma muchísimo. Desde siempre. Tanto que el gobierno tuvo que intervenir y desde 2006 “Daisy” se resignó a fumar solo en privado, no en los actos oficiales. Eso sí, refunfuñando.

A veces se pasa de frenada, como le sucede a todo el mundo. Casada con un diplomático francés, Henri Laborde de Monpezat (ya fallecido), tuvo dos hijos, Federico y Joaquín. Este último tuvo cuatro hijos de sus dos matrimonios. No había problemas hasta que un buen día, en septiembre de 2022, la reina anunció que retiraba el título de príncipes a cuatro de sus nietos, los hijos de Joaquín. No es algo nuevo: el rey de Suecia también lo hizo con sus descendientes excluidos de la línea sucesoria, y la intención declarada de Margarita era aliviar la vida de los muchachos, para quienes el título podía suponer más una carga que otra cosa. O eso pensó ella. Pero se equivocó, como acabó por reconocer. Se produjo una seria crisis en la familia y las caras largas se mantienen hasta hoy. Mal arreglo tiene el asunto, por menor que sea.

Pero lo más llamativo de Margarita II no es su originalidad, su creatividad o su saber estar, que eso lo ha hecho siempre como nadie. Lo más sorprendente, sobre todo para los españoles, es su inmensa popularidad. La reina cuenta con el apoyo del 88% de los daneses, según algunos datos, o del 70% según otros, los más restrictivos. Todo el mundo la quiere. La primera ministra actual, la socialdemócrata Mette Frederiksen, tiene una popularidad entre tres y cuatro veces menor de la que tiene la reina. Carlos III de Gran Bretaña cuenta con el favor del 55% de los británicos, no más; mucho menos del que tenía su madre. Pero la monarquía danesa, que funciona impecablemente como elemento dinamizador de la democracia, es motivo de orgullo para los ciudadanos y de divisas para el Estado, porque atrae mucho turismo. Es una “marca” muy vendible.

Quizá por eso los daneses se alarmaron seriamente cuando la reina tuvo que ser operada de sus ya viejos problemas de espalda hace casi un año. Ahí Margarita, que mantuvo durante décadas que lo último que se le ocurriría sería abdicar, cambió de opinión. No se encontraba bien. Así que por sorpresa (muy a su estilo), sin avisar a nadie, anunció en televisión durante su discurso de la pasada nochevieja que el próximo 14 de enero cederá la corona a su hijo y heredero, que será Federico X, y que se retirará a descansar, que buena falta le hace después de 52 años de reinado.

Para los daneses fue una auténtica conmoción, porque la quieren mucho. Margarita, en todas estas décadas, ni ha tenido amantes, ni ha cazado elefantes en ningún sitio, ni ha cobrado comisiones, ni se ha dedicado a “atropar øre”, que es como se llaman las divisiones menores de la corona danesa, moneda oficial del país. No ha dado un solo motivo para el desprestigio de la monarquía. Todo lo contrario. El resultado es evidente: la inmensa mayoría de los daneses no solo la respetan, sino que sienten por ella verdadero afecto. Es como la sonriente abuela de la nación. Y, como es natural, tras su abdicación seguirá viviendo en Dinamarca. Dónde sino. Es un símbolo de todo el país. Ese es el resultado de un larguísimo trabajo bien hecho.

El ciervo rojo (cervus elaphus) es una especie de cérvido muy abundante en toda Europa. Es el cérvido de mayor tamaño después del alce y del uapití. Se distingue por su pelaje, que va del pardo al casi anaranjado oscuro, y por las espectaculares cuernas que los machos desarrollan cada verano, y que tienen más puntas cuanto mayor es la edad del animal. Pocos amnimales hay más bellos, a los ojos de los humanos, que el ciervo.

En Dinamarca, el ciervo rojo es un animal emblemático, tanto como puedan serlo el cisne blanco o el fresno, dentro de las plantas. Animal prolífico, su número debe ser controlado porque podría romper el equilibrio ecológico con su voracidad, pero hay algo muy claro: no está en peligro de extinción. Al menos no en Dinamarca, y eso a pesar de que no le faltan depredadores: lobos, osos pardos, linces y hasta águilas, cuando los cervatillos acaban de nacer. El peor, sin embargo, es el hombre, que suele cazarlo por deporte, por gusto o por puro instinto republicano, si se nos permite la metáfora. 

Pero eso no pasa en todas partes y desde luego no en Dinamarca, donde están muy orgullosos de unas cuantas cosas. Entre ellas, la imponente y bellísima presencia de sus ciervos en los bosques. Son los auténticos reyes de la fauna danesa. Y lo único que tienen que hacer para mantener su prestigio es lo que hacen: estar allí, pasearse y berrear de vez en cuando para atraer pareja. Así de simple.

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  • B
    betibe

    Parece que el sociata gorrigorri está empeñado en ser el sucesor de Peñafiel.