Opinión

El Jardín

Los buenos tiempos

Aquiles y Agamenón

He titulado mi espacio en este diario: El Jardín. Un título, tal vez, pensarán algunos, poco adecuado. Pero tengo buenas razones.  

Hubo una época de mi vida a la que denomino Los buenos tiempos. En los buenos tiempos cada fin de semana había dos, tres, y hasta cuatro mujeres desnudas en mi jardín. A una de ellas, italiana de grandes pelambres, un día le pedí al borde del agua que leyera fragmentos de la Ilíada, en griego. Y lo hizo. Yo ya desesperaba de tener semejante dicha, llevaba muchos años esperando que alguien me leyera el comienzo de la Ilíada en griego. ¡Qué enorme emoción sentí cuando de su boca y del cerco de sus dientes salieron las aladas frases de Homero! Mi emoción, claro, acrecentada, por el hecho de que la hermosa lectora mostraba sus tetitas blancas y rosa y lo mostraba todo muy naturalmente. Recuerdo esto con especial ternura porque era una de esas tardes de verano como aletargadas, que nos engaña porque uno llega a pensar que al fin el tiempo se ha detenido. Y los versos de Homero se alineaban en el cielo del jardín como barcos de batalla.

Al jardín, en esos buenos tiempos, también acudía una mujer cubana (cosa rara porque de los pavorosos, por una cuestión de sanidad mental, trato de mantenerme alejado) dos catalanas, una madrileña, una gallega, y hasta una polaca. Y lo curioso era que el jardín las liberaba a todas por igual, al margen de su procedencia, sus historias y particularidades. Bastaba un rato de estar en él para que la vida, los cuerpos ¡y sobre todo el erotismo y el sexo! se revistieran de una inocencia y de un traslúcido hervor. Y las Bellas, que así las bauticé enseguida, se desvestían y se ponían a retozar o a nadar o a comer y beber y en ocasiones a bailar, como si estuvieran en el Paraíso.

Cuando uno tiene la suerte de vivir tiempos así debe limitarse a vivirlos, y no permitir ningún tipo de melancolía relacionada con el fin de las cosas magníficas que tiene la suerte de vivir

Algunas veces he llegado a pensar que aquello era el Paraíso. ¿Qué otra cosa puede ser el Paraíso? Me preguntaba sentado debajo del olivo, contemplándolas; y la verdad es que no se me ocurría nada que pudiera competir con el Paraíso que tenía ante mis ojos. Y no sólo me preguntaba si aquello era el Paraíso, mientras sucedía. También me lo pregunto ahora, que ya pasaron los buenos tiempos. No es que no sigan produciéndose momentos formidables en el jardín, pero ya no es como  en los buenos tiempos. 

En los buenos tiempos se follaba mucho y alegremente y había una hegemonía de la carne y un esplendor de tetas y una baba firme y un ensueño lubricado y saltarín. También una camaradería de hembras superiores, de hembras abiertas. Y una ternura que a veces semejaba una guedeja.

Y había (de mi parte) una melancolía, que yo interpretaba de mil maneras pero que siempre supe que era la melancolía de saber que pasaban (y todo pasa para siempre) los buenos tiempos. Ya sé que es un error permitirse esa melancolía. Cuando uno tiene la suerte de vivir tiempos así debe limitarse a vivirlos, y no permitir ningún tipo de melancolía relacionada con el fin de las cosas magníficas que tiene la suerte de vivir. Pero. Somos animalitos turbios. 

También venían las Bellas en invierno, pero el verano le daba un tono especial a este ir y venir de muchachas y a sus retozos. El verano. El calor. Los cuerpos trasegados por el sol y las mejores risas, que son las risas de las mujeres recién corridas. Que nadie se atreva a decirme que una risa es igual de exultante en verano que en invierno. Para no hablar de los colores del atardecer y de la calidad del aire; cómo su transparencia se iba espesando a medida que se aproximaba el ocaso y el flujo de pájaros se hacía más espeso. Y el olivo se iba inclinando hacia el metal al percibir la llegada de la noche. Yo lo miraba transformarse, girar hacia la realidad real de las cosas, con una majestuosidad y un rango que ya entonces sabía que sólo podía pertenecer a aquellos tiempos. Y a esa hora en que el olivo se internaba en sus rituales metálicos, La Giganta, recuerdo, se convirtió en escultura, y su culo perfecto era una invocación, y dos de las Bellas organizaron un concurso de tetas. 

Cuando sea más viejo, me sentaré al sol donde quiera que esté, ojalá sea cerca de un mar de aguas tibias, y recordaré el jardín y los buenos tiempos. Como tajadas eléctricas invadirán mi cerebro los recuerdos y no importa cómo sea mi vida en ese momento, ni de qué tamaño sea la pérdida que me toque soportar a esas alturas, al recordar regresaré a esos tiempos libérrimos que modelaron mi vida y mi escritura. 

Y esta es la razón por la que mi espacio en este diario se llama El Jardín.