Opinión

Llevar un iceberg de 15.000 kilos al centro de Málaga para que se derrita al sol… en agosto

Mapa del tiempo de La 1
Mapa del tiempo de La 1 RTVE

Sorprendió la ONU hace unos días con una nueva decisión sobre el calentamiento global. Aseguró la organización internacional que el planeta ha llegado a tal punto de degradación que es más correcto hablar de ‘ebullición global’ que de cambio climático. No es lo mismo meter el dedo en la cazuela cuando el agua está templada que cuando ha comenzado a burbujear. En el último caso, abrasa y genera ampollas. En ese punto meteorológico estamos en estos días, dicen. El planeta quema. Está al rojo vivo.

Así que un aventurero –y un grupo de jóvenes- ha promovido una iniciativa que pretende concienciar a los lugareños sobre los efectos adversos de la subida imparable de las temperaturas. Con el apoyo de una fundación y la Diputación de Málaga, han traído un trozo de hielo de 15.000 kilos en un contenedor refrigerado (¿éste no contamina?) con la idea de situarlo en la calle de Larios, del centro de la capital de esta provincia andaluza. El propósito de esta exhibición es que el pedrusco se derrita al sol para que quienes pasen por allí se cercioren de que el calor es capaz de transformar el hielo en agua. ¡Ridiela! Cuantos más grados marque el termómetro, antes se liquidará la roca gélida.

¿Tan mal está la cosa?, se preguntará el lector, a quien hace unos años asustaban con el agujero de la capa de ozono y con la posibilidad de que Ámsterdam quedara sumergida bajo el agua en 2010 y las Maldivas se convirtieran en la Atlántida de nuestro tiempo. Cuando se deshiele el Ártico, a lo mejor los espetos de sardinas de los chiringuitos malagueños se ensartan a pez vivo, bajo las aguas. Lo peor que podría ocurrir ha quedado dicho en estos años. ¿Se ha cumplido todo? No parece, de momento, pero al menos las predicciones han servido para poner a los ciudadanos en alerta por ebullición planetaria.

Pegarse la mano al asfalto

De todas las ideas que la congregación meteorológica ha puesto en práctica durante los últimos tiempos, la de plantar una roca gigante de hielo en mitad de una ciudad es la más rocambolesca. Supera incluso la iniciativa de esos activistas que, antes de la pasada cumbre por el clima de Glasgow (o ayer, en el Mundial de Ciclismo), se pegaron la mano al asfalto sirviéndose de un potente pegamento. Después, hubo que liberar el miembro del firme y eso provocó llantos desconsolados.

Opinar sobre este asunto se ha convertido en un ejercicio de riesgo porque el consenso mediático internacional no permite cuestionar casi ninguna de las medidas políticas y acciones reivindicativas que se adoptan para frenar el cambio climático. Esto es peligroso, dado que impulsa a asumir como cierto todo lo que se publica al respecto de esta fenomenología y a advertir a la población, cada vez de forma más beligerante, sobre las consecuencias de la ebullición global.

Por eso, entre otras cosas, se muestran estos días en las televisiones los mapas del tiempo en naranja, rojo y negro, como si la Península Ibérica hubiese sido arrasada por magma volcánico. Por eso, se etiqueta como negacionista a todo aquel que se atreve a plantear la pregunta más obvia que se podría plantear al respecto: ¿Estáis seguros de todo lo que decís? Y, por eso, vaya usted a saber, al paso que va la burra, a lo mejor quienes hoy arrojan pintura sobre las obras de arte y las sedes parlamentarias; y se sientan en medio de la autovía para protestar por el deshielo… en el futuro puedan llegar a atentar contra objetivos que no contribuyan a la descarbonización de la economía. Occidentales, por supuesto. El resto parece que no agrede al planeta.

Se muestran estos días en las televisiones los mapas del tiempo en naranja, rojo y negro, como si la Península Ibérica hubiese sido arrasada por magma volcánico

No pretendo meterme en camisa de once varas ni cuestionar desde el desconocimiento las conclusiones sobre el cambio climático a las que ha llegado una buena parte de la comunidad científica, sean más o menos certeras o más o menos aventuradas. Tampoco parece que tenga sentido negar los efectos que los seres humanos –esa plaga de más de 7.000 millones- ha provocado en el planeta, del que cada vez necesita más recursos. Aquí simplemente se pone en duda la propaganda y el activismo, que se han convertido en verdades mediáticos y se abordan sin cuestionarse, como si fueran parte de un credo incontestable.

Las manos que mecen la cuna

Porque la sociedad mediática de nuestro tiempo es zarandeada constantemente por una serie de fuerzas que defienden unos intereses particulares. Unas y otras se posicionan en una zona del espectro y conforman bandos y contrapesos. La situación se desequilibra cuando una mayoría de estos ‘agentes’ se sitúa en la misma trinchera y atemoriza a las voces críticas o pugna contra ellas hasta extinguirlas. Este fenómeno se detecta en este caso, en el que la causa climática ha adoptado la forma de religión o de ideología nacional; y sus propagandistas se han convertido en protagonistas incuestionables.

Por eso, hoy nadie se atreve a poner en tela de juicio todas las acciones excesivas que han venido a sustituir al “sed temerosos de Dios”, que en nuestro tiempo tienen todas que ver con el calentamiento global. Así que es preferible quedarse pasmado mientras los telediarios informan sobre el tiempo agostino con mapas incandescentes o una institución planta un trozo de iceberg en el centro de una ciudad andaluza, en verano, para que los viandantes comprueben que, efectivamente, se derrite, en algo que resulta tan obvio que tan sólo alguien con la capacidad de sorpresa de un memo o un recién llegado le atribuiría un poder metafórico.

En ésas andan los medios.