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Opinión

El libro de Peridis

Peridis, en la Feria del Libro de Madrid de 2016.

Hay gente, una espeluznante cantidad de gente, que se comporta, ante la suavización del confinamiento, de manera muy semejante a como lo hacían los europeos durante la peste de mediados del siglo XIV: a vivir, que son dos días. Lo refleja Boccaccio en su Decamerón. Ahora vuelven a verse terrazas llenas, besos, abrazos, cogorzas de las de siempre, nada de distancias ni de mascarillas. Como si todo hubiese terminado ya, como si hubiese sido una broma pesada de la que ya nos podemos reír. Está en los vídeos que corren por ahí.

Esa gente no solo se despreocupa de sí misma, como es evidente, y allá ellos; lo peor es que nos ponen en peligro a todos, cosa que no parece importarles en absoluto. Lo mismo que en la Florencia de 1348. En Alemania llevan ahora mismo unos 180.000 infectados y casi 8.500 muertos (cifras excelentes en comparación con otros países), y ya han averiguado que todo empezó por una señora que había vuelto de China y que le pasó el salero –educadamente, imagino– a alguien durante una comida. Pues muy bien. Si dentro de dos o tres semanas nuestro número de infectados se vuelve a disparar, y hay que improvisar de nuevo depósitos de cadáveres allá donde se pueda, que pregunten a los descerebrados de las terrazas.

No sé cuántos seríamos pero me imagino que muchos, sin duda varios cientos de personas. Pero no nos rozamos, ni nos saludamos; ni siquiera nos vimos las caras

Pero hay gente que sí sabe lo que hace y que se adapta con su mejor voluntad a la nueva situación. El pasado jueves participé en la presentación de libros más original que he visto en mi vida. No sé cuántos seríamos pero me imagino que muchos, sin duda varios cientos de personas. Pero no nos rozamos, ni nos saludamos; ni siquiera nos vimos las caras. Estábamos todos y cada uno en casa, enganchados al feisbuc.

Y allí vimos, en la pantalla del ordenador, cómo Gervasio Posadas, director del Ámbito Cultural de El Corte Inglés, y Ana Rosa Semprún, directora general de Espasa, nos contaban cosas, separados entre sí por la distancia que siempre fue señal de una vieja enemistad (pero que ahora es el virus de las narices) y embozados con sus mascarillas. No sé dónde estarían. Se veía una repisa con libros y una ventana blanca detrás. Ambos cedieron la palabra a la gran Pepa Fernández, de RNE, que estaba en la salita de su casa, sentada en un sofá, para que entrevistase a José María Pérez González, conocido por todos como Peridis, que estaba en su propio domicilio fiscal, acomodado en una butaca.

¿Motivo? El libro que acaba de publicar este hombre prodigioso, arquitecto, escritor, dibujante y humorista, y que acaba de ganar el premio Primavera de novela: El corazón con el que vivo, y que ha publicado, por supuesto, Espasa. Tuvo verdadera gracia ver cómo la transmisión, que se hizo con unos medios técnicos sin duda muy superiores a los de cualquier Skype o zoom doméstico, cumplió con todo rigor el nuevo ritual universal de las charlas online: los constantes “¿Me se oye, me se oye? Te oigo pero no te veo” (o al revés), de vez en cuando el sonido entr… cor… ado e inc… mpren… ible, la voz que va por un lado y la imagen por otro y, en fin, todas esas cosas un poco absurdas a las que nos hemos acostumbrado durante estos meses de atrás, y que sin duda formarán parte de la 'nueva normalidad” de la que tanta gente habla sin saber bien lo que dice ni lo que espera. El libro está aquí, en casa, y a medio leer. Al menos los mensajeros siguen funcionando como antes.

Una preocupación melancólica

Peridis, que en septiembre cumplirá 79 años, está muy cansado y triste, y se le nota. Ha logrado superar la infección de la covid-19, que a él le dio “flojito”, como dice. También se ha sobrepuesto, y por segunda vez, al dolor más espantoso que existe: la muerte de un hijo, Froilán. Pero el tipo vivaracho, cultísimo, humanista y esencialmente feliz que hemos conocido siempre está hoy muy castigado. Se le ve en la cara. Sonríe, sí, pero con esfuerzo y reuniendo ganas para sonreír. Lo dice: durante nueve meses se dedicó a escribir esta novela con todo su esfuerzo, como quien se aferra a un madero en medio del mar, porque Jane Austen dejó dicho en Mansfield Park que “no hay nada como la actividad, una febril actividad, para ahuyentar las penas. Una ocupación, aunque sea melancólica, puede disipar la melancolía”. Fue lo que hizo.

El resultado es una novela casi iniciática, un regreso al pasado (a la época de la guerra civil) gracias a la memoria propia, a la memoria de otros y desde luego a los documentos. Peridis ha escrito una historia que me recuerda mucho a uno de los mejores libros que he leído en los últimos años, El hijo del doctor, de Ildefonso García Serena (ed. Vegueta) Como éste, el de Peridis cuenta una historia “de médicos”. Pero de los suyos, los que él conoció. Dos familias del norte de Palencia, unos de derechas y otros de izquierdas, que conviven con más o menos serenidad hasta que la guerra les convierte en enemigos irreconciliables. Dice Peridis: “Es algo parecido a lo que pasa ahora, aunque no se puede comparar porque una guerra es lo peor que existe. Pero hay mucha gente empeñada hoy en que volvamos a ser enemigos, no adversarios, no personas que no están de acuerdo en algo o que tienen diferente forma de ver las cosas, no. Enemigos”.

Somos personas, seres humanos, antes que militantes o fanáticos de lo que sea. Y la vida, que es terca, se abre paso por encima de las pasiones o de las obsesiones políticas

El asunto se carga de enorme ternura cuando las tres hijas de don Honorio, falangistonas ellas lo mismo que su padre, muy religiosas, se enamoran de tres republicanotes, y el padre se sube por las paredes (no sé si de Nava, o por las paredes rubias de Olleros, pero en cualquier caso por las paredes). Con esto, que ocurrió en la realidad, muestra Peridis algo esencial: somos personas, seres humanos, antes que militantes o fanáticos de lo que sea. Y la vida, que es terca, se abre paso por encima de las pasiones o de las obsesiones políticas.

Dice también Peridis que los agravios de las familias se transmiten de generación en generación, y se enquistan, y se acrecientan, y se infectan. Pero eso no pasa con el amor, que tiende a disiparse. Ahora, cuando todos los ciudadanos tenemos un enemigo común (salvo, al parecer, los gilipollas de las terrazas) que es el virus, nuestros políticos están partiéndose la cara y, en algunos casos muy notorios (la extrema derecha), azuzando a la gente para que se la parta también. Esto sorprende mucho a Peridis: en vez de luchar juntos contra el enemigo común, se pelean como nunca antes. Pero el escritor sonríe: “Lo que pasa es que sobreactúan… Son grandes actores, no sé si buenos políticos pero sí grandes actores.

No se creen ni la mitad de lo que dicen. Y luego se manifiestan por la calle y dicen unas cosas que, bueno… asustan un poco con todo ese ruido, el flamear de las banderas, el bloquear las calles. Y uno se pregunta: ¿qué pasa? ¿Ha ganado el Madrid alguna Copa de Europa? No, son estos, que lo que quieren es echar al Gobierno. Y tú dices: pues muy bien, pero es que no es el momento.

Todo son momentos en la vida, y lo que ahora estamos viviendo es un momento para cuidar de la salud y para salir todos juntos de este agujero”. Lo dice uno de los personajes de la novela: “Hay mucho odio en las miradas y están los puños muy apretados”. Se refiere a una guerra ya muy vieja; pero ahora, cuando apenas novecientos coches (son cifras del diario ABC) son capaces de cortar todo el centro de Madrid y transmitir la sensación de que aquel odio es multitudinario (pero no lo es) y que está regresando, volvemos a sentirnos en peligro. No por el virus, que es lo que más debería preocuparnos, sino por ese odio que el neofascismo trata de convencernos de que tenemos. Y no lo tenemos. Lo tienen ellos, pero la inmensa mayoría no. Lean el espléndido libro de Peridis y se darán cuenta.

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