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Opinión

La sanidad, relegada

La inversión española en sanidad se encuentra por debajo de la mayoría de los 27 países que componen la Unión

Los expertos de Sanidad aprueban quitar mascarillas en centros sanitarios / EP

El acuerdo de coalición entre el PSOE y UP decía en uno de sus puntos que “incrementaremos los recursos destinados al Sistema Nacional de Salud, alcanzando una inversión en servicios públicos propia de otros Estados de la zona euro durante la legislatura, hasta lograr el 7% del PIB en 2023”. La idea fue enfáticamente reiterada por el presidente del Gobierno en su discurso de investidura del 4 de enero de 2020, y lo mismo hicieron los ministros Illa y Darias cuando contaron sus proyectos de mandato en la Comisión de Sanidad del Congreso.

La intención era seductora. El documento “Informe Anual del Sistema Nacional de Salud 2019” constata que en 2018 la dedicación de gasto sanitario sobre el total del PIB fue del 6,4 %, y que bajó un 0,1 % durante el periodo de 2014 a 2028. La “Estadística de Gasto Sanitario Público 2019”, también del Ministerio de Sanidad, afirma que “el gasto sanitario público en ese año en España supuso 75.025 millones de euros, lo que representa el 6,0 % del producto interior bruto”. Si miramos a Eurostat, comprobamos que la inversión española en sanidad se encuentra por debajo de la mayoría de los 27 países que componen la Unión: 17 de ellos invierten proporcionalmente más recursos que nosotros, incluidos algunos como Eslovenia, Eslovaquia o Islandia. La media es, precisamente, el 7% deseado.

Atractivo el propósito, pero propósito engañoso como tantos otros. Resulta que lo que España gaste en sanidad no se puede determinar de manera ordinaria ni por las Cortes Generales, ni en Moncloa, ni lo condiciona ningún acuerdo de coalición, porque depende de cómo quieran repartir sus presupuestos todas y cada una de las comunidades autónomas. Ellas son las que otorgan dotación económica a sus servicios de salud, y lo hacen conforme les place. El gasto sanitario público total es el resultado de diecisiete sumandos independientes, más lo poco que aloja el Ministerio de Sanidad en sus menguadas partidas para algunos programas generales.

Desde su origen, el sistema de financiación autonómica renunció a establecer una cantidad mínima por habitante -o cualquier otro criterio para determinar un suelo-, y el resultado es la disparidad de inversión entre unos territorios y otros. El mismo documento del Ministerio sobre gasto sanitario desvela la diferencia entre las que más presupuestaron en 2019 (País Vasco, con su régimen de cupo, 1.873 euros, y Asturias, del régimen común, con 1.763 euros) y la que menos (Andalucía, 1.262 euros).

Señuelo a beneficio de inventario

Del objetivo de legislatura rubricado por Sánchez e Iglesias apenas hemos vuelto a oír hablar en los últimos meses. Alguien dirá que la pandemia ha trastocado las prioridades y que se ha tenido que trabajar en una revisión de objetivos. En realidad, si algo puede ser tomado como consecuencia principal de lo que hemos vivido desde que el coronavirus entró en nuestras vidas es que es más necesario que nunca reforzar la sanidad, hacerla mucho más eficaz y resolutiva. Pero lo palmario, en política, también puede ser lo menos atendido.

De hecho, el documento “Actualización del Programa de Estabilidad 2021 - 2024” que el Gobierno de España mandó a Bruselas el pasado mes de abril, un año de pandemia mediante, afirmaba, negro sobre blanco, que sólo se preveía llegar a ese 7% del PIB en gasto sanitario en el año 2050, y no por un aporte adicional de recursos, sino por mero crecimiento inercial producto del envejecimiento poblacional.

La consecuencia de tanta y tan recurrente insolvencia la vamos a ver trasladada a una merma crónica de la calidad sanitaria, a un lento e inexorable deterioro de las capacidades del sistema

Sería un error pensar que la sanidad mejora sólo porque se le apliquen más partidas presupuestarias. Dependerá de en qué se empleen y cómo se gasten. Pero en nuestro caso hay unas carencias que son bien conocidas desde hace años -como los niveles retributivos de los profesionales, el acceso a la innovación o la falta de incentivos para que todo el trabajo se oriente hacia la obtención de resultados en salud-, y ni siquiera para corregir problemas instalados hay planteamientos francos de mejora.

De lo que hay pocas dudas es de que nuestro sistema de salud no era el mejor del mundo antes de la pandemia, como repetía el mantra acogido hasta el aburrimiento por políticos de todos los partidos. En la parte asistencial, la más cercana al ciudadano, a duras penas se ha aguantado el embate del coronavirus a costa de relegar una gran parte de la patología crónica. En la parte del proceso de toma de decisiones, lo que ahora llaman con tanta pretenciosidad “cogobernaza”, el sistema ha dejado de reconocerse como tal, sin un Ministerio útil para articular decisiones comunes, y fiándolo todo a una maraña de medidas, a veces dispares, a veces meras ocurrencias, provenientes de las diecisiete consejerías de salud.

2021, año de planes

Paradójicamente, este 2021 que acaba ha sido el año de los planes y las estrategias que ha producido, como embutidos, el Ministerio de Sanidad. Se ha aprobado una Estrategia del Cáncer, un Plan de Salud Digital, una Estrategia de Salud Mental y un Plan de Atención Primaria. Ya se anuncian nuevos planes sobre Cuidados, Alzheimer o Ictus. En general, son documentos que se encargan a un pequeño grupo de expertos, que sin duda contienen algunas ideas interesantes, pero que carecen de coherencia, se basan en esquemas conceptuales muy dispares, no llegan con dotación económica y, sobre todo, nacen huérfanos de instrumentos para hacerlos efectivos de manera coordinada en todo el Sistema Nacional de Salud. Como epítome, basta ver la manera tan paupérrima en la que tales documentos son editados y se difunden, para comprobar hasta dónde puede llegar la carencia de ambición sanitaria, la falta de visión estratégica y el peor de los conformismos.

El problema, por añadidura, es que la consecuencia de tanta y tan recurrente insolvencia la vamos a ver trasladada a una merma crónica de la calidad sanitaria, a un lento e inexorable deterioro de las capacidades del sistema, a la pérdida de adhesión de los ciudadanos hacia él, y, con toda seguridad, a unos perores datos de resultados en salud de las próximas décadas. Alguien dijo una vez que la sanidad no da votos, que te puede hacer perder unas elecciones pero nunca ganarlas. Sin duda, es un aserto bien instalado en el pensamiento político convencional.

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