Opinión

La rendición que fue sedición para acabar en desorden

Después de su última agresión a las bases de nuestra convivencia en paz y libertad, la sociedad patria sigue atendiendo sonámbula a sus quehaceres cotidianos en lugar de salir en masa a la calle

Agentes antidisturbios de la Policía Nacional EFE.

Pedro Sánchez ha mentido en todas sus afirmaciones sobre la derogación del grave delito de sedición con el fin de reemplazarlo por el rebajado de desorden público agravado. Ni es cierto que lo sucedido en octubre de 2017 fue un simple tumulto al estilo de las algaradas de los chalecos amarillos franceses ni tampoco lo es que las penas por este tipo de acciones violentas sean menores en otros estados de la Unión Europea. La capacidad del actual presidente del Gobierno para mentir de la forma más flagrante y para desdecirse de sus compromisos más solemnes es de tal nivel de desfachatez que ha conseguido que los españoles hayan sufrido, tras sus reiterados embates contra las reglas más elementales de la decencia, un embotamiento severo de sus mecanismos de indignación y de rechazo. Mediante el estiramiento repetido más allá del límite de su elasticidad del muelle que se tensa en la opinión pública ante la vulneración de la verdad, ha conseguido deformarlo hasta dejarlo sin capacidad de recuperación. Este resorte protector cuelga ya flácido y no reacciona por grande que sea la nueva felonía cometida por el inquilino de La Moncloa. El ejercicio diabólico de hacer descender el nivel de sensibilidad moral de una gran parte de la ciudadanía hasta las cotas fétidamente subterráneas en las que se desenvuelve la suya no estaba exento de riesgos, pero debe reconocerse que lo ha logrado. Por eso, después de su última agresión a las bases de nuestra convivencia en paz y libertad, la sociedad patria sigue atendiendo sonámbula a sus quehaceres cotidianos en lugar de salir en masa a la calle para expresar su repulsa a tanto desmán.

            Es una evidencia que la aprobación en un parlamento autonómico de leyes para “desconectar” a una Comunidad del resto de la matriz nacional común seguida de la convocatoria y celebración ilegal, acompañada de enfrentamientos generalizados con las fuerzas de seguridad, de un referéndum de autodeterminación, excede en mucho la simple protesta airada por multitudinaria que sea. Así lo señaló con incontestable rigor jurídico el Tribunal Supremo en sus argumentos para oponerse al indulto de los catalanes sediciosos. También en aquel pronunciamiento, los magistrados ponían de relieve la falacia de la comparación con figuras penales existentes en otras democracias europeas castigadas con sanciones más benévolas. Tanto en Francia como en Italia, Portugal, Suiza o Alemania, precisaban en su escrito, el intento mediante alzamiento subversivo y coactivo de alterar el orden constitucional democrático o de fragmentar la integridad territorial del Estado es objeto de sentencias de prisión por períodos superiores a los previstos en nuestro cuerpo normativo para el delito de sedición. Hasta aquí el razonamiento de los doctos togados que enviaron a Junqueras y demás compañeros de aventura golpista a la cárcel fue impecable, pero la pregunta que surge de inmediato de manera lacerante es: ¿Por qué entonces no calificaron como rebelión lo que posteriormente describieron inequívocamente como tal? ¿Por qué recurrieron al pusilánime pretexto de la “ensoñación” para no llamar a los hechos que juzgaban por su auténtico nombre y se plegaron a no se sabe qué misteriosa presión o a qué extraño miedo para encogerse en un decepcionarte gatillazo? Esta renuncia a redondear su tarea y a cumplir con su obligación abrió la puerta por la que hoy se cuela de rondón el culebreante secretario general de lo que un día fue un partido leal a la Constitución y a España y hoy se ve reducido a coro sumiso de paniaguados que celebra mansamente las sucesivas fechorías de su jefe.

            Fijemos nuestra atención en un párrafo clarificador del planteamiento esgrimido por la máxima instancia jurisdiccional para descartar la medida de gracia a los sediciosos y malversadores: “La crítica al exceso punitivo del delito de sedición no puede ser el resultado de la comparación semántica de esa figura con tipos penales vigentes en sistemas extranjeros”. Semántica, en efecto, es decir, el uso de la palabra adecuada para describir la realidad, la elección del vocablo unívoco que encaje en el concepto oportuno, es decir, rebelión, señorías, rebelión con todas las letras y no su apocada sedición, origen de todos los males que ahora nos asaltan, con el independentismo crecido, con la traición de Sánchez consumada y la Nación crecientemente indefensa ante sus implacables enemigos internos, con frecuencia peores que los foráneos. De la feroz rebelión a la aguada sedición y de ésta al mero desorden, cadena de rebajas vergonzantes que allana el camino hacia la rendición humillante y el deshonor definitivo.