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Opinión

La buena vida

El cielo estaba color plomo. Caía alguna gota, pero cosa de nada. Incluso en las mesitas de fuera había gente fumando. Era el alboroto habitual de unas vísperas, un fin de trabajo propio de la Navidad. Un café a las cuatro de la tarde era una rareza, porque los grupos seguían con el vermú. Un vermú largo, que ahorraba ya la comida. Los grupos eran variopintos en formas, vestimentas, edades. Pero en todos había una alegría ostensible, que la propia época del año y el alcohol incrementaban poco a poco hasta descomponerse en voces y risotadas. Las caras se iban poniendo rojas y empezaban ya a verse abrazos, algún beso, un brazo incluso que pasaba por los hombros de una colega, así en medio del tráfago, todos como sin darse cuenta. Había dos camareras que ponían cañas. Pon otras cañitas, guapa. Las camareras también reían. Qué día llevamos.

Las pegajosidades de la Navidad ponen más que nunca de manifiesto the better angles of our nature. Ya decía Aristóteles que conformarse con vivir mantenía al hombre en un estado animal y que la aspiración humana debía apuntar siempre a vivir bien. Así se ha hecho desde aquellos tiempos alejandrinos. Y así lo vino a confirmar el denostado Fukuyama cuando trató de compendiar la vidorra de la democracia liberal con la iunctura “fin de la historia”. Un Fukuyama, como tantas veces con tantos otros, más denostado que leído. Somos mejores, vivimos más, hemos logrado grandes avances científicos, técnicos y culturales, se ha conseguido disminuir la pobreza en porcentajes amplios, podemos limar las asperezas genéticas y volvernos seres casi pacíficos. Steven Pinker daba hace poco datos y cifras de todo el asunto. Y en España bien que puede jurarse: con la democracia liberal de estos últimos cuarenta años se ha vuelto un país muy próspero, donde la gente vive en buenas condiciones materiales, con escasos índices de violencia, una formación media aceptable, una longevidad puntera y una forma de ser, en términos genéricos, que el clima ayuda a mantener serena y un puntito descreída. Hasta quienes van a besar los pies del Niño Jesús saben que, en fin, tampoco pasa nada.

Ya no hay que esconder como antes el estigma de la buena vida: se sigue con indumentaria camuflada y consignas de lata, pero podemos tener casa con piscina

Pero los políticos y los periódicos no destacan el progreso, sino que hacen la trampa de generalizar una desgracia concreta, una corrupción, una tendencia peligrosa. Se ve bien con las chicas: los psicópatas, los celosos patológicos y otras joyitas eiusdem farinae existen; son escasos, pero existen; y cuando actúan, a veces maltratan, violan, matan. Los casos son pocos, pero la exhibición atronadora de cada uno tapa la realidad y crea una sensación, sin datos ni contrastes, de violencia generalizada. El Estado, como es natural, tiene la obligación de atajar cualquier atisbo de violencia que, por lo demás, casi siempre es machista, quiere decirse de machos. Matan más, se suicidan más, mueren más en accidentes. El hombre debe dominar a la naturaleza, incluida la naturaleza humana, y ahí nos queda todavía un pequeño trecho que recorrer. Pero se va por buen camino, y es muy probable que la ciencia acabe encontrando la fórmula para menguar o suprimir las pulsiones violentas del género humano.

Las crisis económicas, cíclicamente inevitables, según parece, se lo ponen también en bandeja a quienes se aburren de tanto bienestar. Y entonces hay peligro asegurado, porque la generalización de la desgracia puede movilizar a mucha gente que ha perdido alguna comodidad y no le importa entonces llamar fascistas a quienes tienen un par de televisores más o mirar a los negros con sospecha. También lo comprobamos hace tiempo con los niños de papá arrellanados en el campamento de Sol, que jugaban a pobres y lograron a la postre organizarse en el Partido de Acción Verbal. Pero el tiempo es irremisible y al progreso no hay quien lo pare: el jefe de la tribu fue creciendo hasta aceptar con mirada de reojo que, en fin, una casa de seiscientos mil euros puede ser el nuevo listón para mantenerse en el bando de los buenos. Ah, dijeron aliviados otros tantos. Ya no hay que esconder como antes el estigma de la buena vida: se sigue con indumentaria camuflada, consignas de lata, pero podemos tener casa con piscina y pasarnos quince días de verano en Estados Unidos. Solo sea por ver de cerca al enemigo.

Tú que eres un currante, tío, ¿por qué no eres de izquierdas? ‘Porque no soy rico; si fuera rico ya lo creo que me hacía de izquierdas’

La revolución de los ricos ha dado un poco de vidilla a la democracia liberal española. En Cataluña se aprecia hoy mejor que en ningún sitio. Son tipos hartos de estar a gusto que prefieren el colorín a la rutina gris, tan ensalzada por su paisano Pla. Unos matan el aburrimiento con asambleas y otros buscando una identidad debajo del suelo. La gente normal se va a los bares, brinda con champán, se dice feliz año y todo eso. Seguro que ellos también. Hasta lo hará el presidente Sánchez, inasequible a cierta madurez intelectual. Pero ellos son la marginalidad social: adinerados que reniegan de sus comodidades y se pasan la vida ocultando el bienestar, amargados de tener suerte y vivir en sitios donde hoy, no sé qué cojones pasa, se pixela La Sexta. En el bar, con la tarde todavía plomiza, pero la exaltación de la fiesta ya en pleno auge, había uno que preguntó bajito al de al lado: a ver, tú que eres un currante, tío, ¿por qué no eres de izquierdas? El interpelado se sonrió un momento y respondió, quizá con sorna: porque no soy rico; si fuera rico ya lo creo que me hacía de izquierdas.

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