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Opinión

Y habló el de la niñera

La heredera al trono de España no es igual al resto de las niñas de su edad ni lo será jamás. Quien pretenda defender lo contrario es estúpido, o se lo hace porque le conviene

Y habló el de la niñera
Y habló el de la niñera EP/VP

El síndrome de la plaza pública tuvo su manual, allá por 2011: el ensayo Indignaos, de Stéphane Hessel. Entonces andaba muy en boga lo del sí se puede, el síndrome del asambleísmo y la candidez interesada. Todo era una primavera árabe y los populistas vestidos de raperos le daban al megáfono con gusto. En ese tiempo, las 32 páginas de Hessel convirtieron la brevedad y la fugacidad en epistemología para analfabetos funcionales. Era un misal pegadizo. Entusiasta y sencillo como un catecismo.

Aquel libro demostró que no fue el capitalismo financiero lo que destruyó la democracia, sino los sujetos que se hicieron pasar por centinelas de la igualdad, cuando el único ascensor que conocían era aquel en el que solo cabían ellos y sus asesores. Hay ejemplos de todas las ideologías y curias: desde los Íñigos Errejones y Evos Morales, pasando por Trumpistas, Zuckebergs y Assanges hasta Pablos Iglesias y jueces Garzones.  A todos les cuadraba el tonito frailuno a lo Ernesto Cardenal y la trova cubana como un supositorio ideológico antes de las comidas en reservados con Zapatero y Villarejo.

Aunque extemporáneo, el texto de Hessel ilustra hoy una lección una importante: la gente, entendiendo por tal categoría el conjunto de hombres y mujeres que votan, pagan impuestos, llevan a sus hijos al colegio, acuden al médico y procuran llegar a fin de mes, no es estúpida, pero en ocasiones le conviene que la traten como tal, porque la exime de responsabilidad individual e incluso le ofrece una disculpa, un salvoconducto moral para lapidar. La posibilidad de apedrear los hace salivar como a la madre de Brian con la bolsita de gravilla en la película de los Monty Python.

La polémica de la semana, si dejamos la pandemia y sus ochenta mil fallecidos, así como el debate de la calidad democrática aparte, toca a Leonor, princesa de Asturias y heredera al trono de España. Hay gresca e indignación, por considerar elitista e inapropiado que se marche a estudiar a Gales. Se rasgan las vestiduras sujetos como Gabriel Rufián o Pablo Iglesias, individuos a quienes su aspecto corvo y su naturaleza resentida los obliga a dirimirlo todo en la clave enfangada de una piara. Es ahí donde libran sus debates, porque se sienten cómodos entre el desperdicio y la excrecencia.

La mentalidad provinciana de Iglesias entiende que las labores de Estado para una mujer son: reproducirse, guardar las esencias o abanicar al líder. Por eso reprocha y conspira para confundir con lucha de clases las obligaciones de Leonor

Mientras exista un régimen de monarquía constitucional, el rey Felipe VI será el jefe del Estado y, por tanto, Leonor la heredera y sucesora. Ella no es igual al resto de las niñas de su edad ni lo será jamás. Y quien pretenda defender lo contrario es estúpido, o se lo hace. La Familia Real está emparentada no sólo con los Borbones que tanto se afanan en denostar, sino con las casas europeas Sajonia-Coburgo-Gotha, también con el último káiser, Guillermo II, descendiente de Otón I, primer emperador del Sacro Imperio Germánico, con los zares de Rusia, los reyes de Bulgaria, los linajes que formaban el antiguo Imperio Alemán y las distintas ramas de los Habsburgo. No creo que ninguno de ellos se haya formado en una escuela comarcal.

No hace falta llevar una corona para optar a una visión menos doméstica y acotada del mundo, pero si la llevas, estás obligado a ensanchar tu diagnóstico de la sociedad en la que vives. Quizá a Pablo Iglesias le valga el campus de Somosaguas como escala vital. Ese marco referencial fue suficiente para elegir criadas y consejeras aptas para el gabinete de su concubina oficial. Aquella Facultad aportó información suficiente para agasajar con un bonito aparador de Ikea a sus colaboradoras. En ese claustro aprendió que Galapagar mejoraba los bloques de Vallecas, que el funcionariado corregía lo fabril y que el poder era siempre mayor si en lugar de un megáfono disponía de un escaño.

Fue ahí, en Somosaguas, donde Iglesias, el vicepresidente preocupado por el déficit democrático, amobló lo que su mentalidad provinciana entiende lo que son las labores de Estado para una mujer, es decir: reproducirse, guardar las esencias o abanicar al líder. Por eso reprocha y conspira para confundir con lucha de clases las obligaciones de Leonor, que alborota su animadversión a la monarquía, a la que pretende destruir. Lo que sorprende es que el resto de una nación instruida, moderna y realmente progresista como la España actual le haga caso, como si de pronto hubiésemos desenterrado el misal del Hessel o nos hubiese dado a todos por volver a la plaza pública a gritar despropósitos al viento.

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