Opinión

La guerra del taxi: entre el chantaje y la claudicación

El taxi está en pie de guerra. Y no contra los que quieren coartar derechos o limitar la oferta en un mundo cada vez más abierto y exigente. Al contrario.

  • La Policía y los taxistas en la M-40.

El taxi está en pie de guerra. Y no contra los que quieren coartar derechos o limitar la oferta en un mundo cada vez más abierto y exigente. Al contrario. Sus enemigos declarados son la competencia, el empleo y la libertad de elección de los ciudadanos. En su cruzada tercermundista, la patronal del taxi utiliza métodos no muy distintos a los empleados por las mafias. El sabotaje, la coacción, incluso la violencia física están siendo los ingredientes principales de una reivindicación que, en el fondo, lo único que persigue es que se consoliden privilegios de todo punto inaceptables en las sociedades más avanzadas del siglo XXI.

El derecho a la huelga en ningún caso justifica el chantaje al que las plataformas del taxi que han decretado este salvaje paro patronal están sometiendo no ya a las autoridades, sino al conjunto de la sociedad. La ciudadanía ve impotente cómo un sector, que se refugia cuando le interesa en su consideración de servicio público, desprecia los derechos de esa misma ciudadanía -a la que luego pide cínicamente disculpas por las “molestias”- e impide el ejercicio de libertades básicas, alterando gravemente la vida cotidiana en las ciudades afectadas.

Por si fuera poco, los cortes de carreteras, el bloqueo de calles y avenidas, las agresiones a conductores de VTC, periodistas, políticos o cualquier transeúnte que ose hacer frente a los piquetes, se producen las más de las veces en consonancia con la irritante impunidad de un Gobierno que se cruza de brazos aludiendo a que este asunto concierne a las comunidades autónomas y ayuntamientos. Un Gobierno que, en un acto de singular cobardía política, dimitió de sus responsabilidades derivando a otras administraciones la regulación del sector y provocando de este modo una insólita fragmentación que rompe la unidad de mercado, en contra de la tendencia general en la Unión Europea de promover la competencia.

Pocos saben que algunos de los que hoy se manifiestan, queman contenedores e impiden la libre circulación, son a su vez propietarios de licencias de VTC

En cuanto a los argumentos con los que se pretende avalar la protesta, además de partir de principios ultra proteccionistas y trasnochados, se asientan en algunas falsedades que ciertos partidos políticos han asumido sin pestañear. Como esa que repiten a cada rato Pablo Iglesias o Alberto Garzón, y que refiere que las compañías de VTC están en manos de multinacionales y no pagan impuestos en España. Pues bien, Cabify, por ejemplo, es una empresa creada por españoles, de capital mayoritariamente español y que tributa regularmente en nuestro país. Pero eso no lo dicen estos adelantados intérpretes de la nueva gauche divine. En todo caso, nada nuevo bajo el sol. Lo curioso es que los “iglesias” y “garzones” se hayan convertido en cualificados aprendices de las prácticas innobles del “trumpismo” en Estados Unidos, de Salvini en Italia, de Le Pen en Francia o de los inductores del Brexit en el Reino Unido.

Las VTC prestan un servicio de transporte alternativo perfectamente legal y dan trabajo a miles de personas. Es más, lo que pocos saben es que algunos de los que hoy se manifiestan, queman contenedores e impiden la libre circulación, son a su vez propietarios de licencias de VTC. Apostaron en su día por el libre mercado, la diversificación del negocio, mayor calidad del servicio prestado y nuevas oportunidades de empleo. Hoy, se camuflan acoquinados bajo la uniformidad destructiva de un chaleco amarillo; mañana, ellos y los que les ofrecen cobertura política por un teórico puñado de votos, tendrán que explicar por qué, tras la vergonzosa capitulación de la Generalitat, van a dejar sin ingresos a 3.000 familias en Barcelona y de seguir así a muchas otras en Madrid.

El taxi está en pie de guerra, y no es una guerra por los derechos de los trabajadores, sino por prebendas que en algunos casos, al igual que en otros sectores no completamente liberalizados, tienen su origen en el franquismo. Esta es una pelea que nos incumbe a todos, en la que no solo nos jugamos alcanzar mayores cotas de competitividad en el sector de transporte o el mantenimiento de miles de puestos de trabajo. Porque si los taxistas se salen de nuevo con la suya los que habremos perdido esta batalla seremos todos los que creemos en una España dinámica, tolerante, moderna y abierta al mundo. Y habrá ganado la España oscura, la España de los privilegios y de la limitación vía decreto de las oportunidades; la España que sigue supurando ese franquismo sociológico que, a lo que se ve, todavía arrastramos.

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