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Opinión

La fractura covidiana

Abandonadas las pretensiones transformadoras, no digamos revolucionarias, la izquierda parece sentirse cómoda en su papel de gestora clerical de las restricciones medioambientales o sanitarias

España mantiene el ritmo de inmunización en julio: es el sexto país europeo
Un grupo de jóvenes esperan para recibir la primera dosis de la vacuna.

Como teníamos pocas fracturas sociales -cleavages, "clivajes", en politólogo pedante- la pandemia y sus coletazos nos han traído una más; o quizás ha reactivado algunas cuestiones biopolíticas que creíamos olvidadas, que proyectábamos en futuros imprecisos, o asociábamos a discursos emancipatorios radicales ya muy anticuados. Cuestiones que hoy afectan a la propia consideración de la enfermedad: un asunto “resuelto”, o en vías de resolverse tras la vacunación masiva, al menos en un país como España; o bien una amenaza aún no conjurada y capaz aún de mutaciones de enorme peligro. Y, sobre todo, a la respuesta personal e institucional que merece: una "conllevancia" cada vez más despreocupada, más parecida a la vieja normalidad; o bien una vigilancia permanente que nos obligará a modificar quizás para siempre nuestros hábitos y hasta nuestros principios legales. Podemos llamarlo la fractura covidiana por resumir, aunque tiene muchos ángulos y ha mudado con el tiempo.

La fractura covidiana se superpone a la de edad -diferentes, y lógicas, percepciones del riesgo de la enfermedad; diferente coste de renunciar a algunos estilos de vida- y a la ideológica, al menos mientras tengamos un gobierno de izquierdas. Pero va más allá y tiene caracteres propios. Ha sido, además, una fractura móvil: en los primeros momentos la conformidad gubernamental exigía minimizar los riesgos de la epidemia, incluso cuando ya teníamos el ejemplo cercano y alarmante de Italia. En sucesivas fases de la pandemia, esa misma conformidad ha desaconsejado u hecho obligatorias mascarillas de distintos modelos, que además iba adquiriendo características ideológicas: las había de derechas y de izquierdas, solidarias e insolidarias, etc. Ha primado la respuesta nacional o autonómica, según tocase; ha impuesto restricciones diferenciales por regiones y momentos sin que fuera posible adivinar un criterio estable.

Parece que hay quienes han llegado a amar las restricciones más de lo que temen a la supuesta causa de las mismas, y no pocos

Hoy, en la exitosa fase de vacunación masiva, la conformidad con las corrientes exige simular que en España haya algo parecido -como sí los hay en otros lugares- a un grave problema con los disidentes del pinchazo, erigidos en fantasmal chivo expiatorio de vaya usted a saber qué. También cabe preguntarse qué tipo de mensaje se lanza al público frente a la mixtificación antivacunas si exigimos idénticas restricciones con la población vacunada al 80% que antes de que empezase el proceso. Pero parece que hay quienes han llegado a amar las restricciones más de lo que temen a la supuesta causa de las mismas, y no pocos. O que vacunas y restricciones son una causa tan buena como otra para ejercer la señalización de virtud al margen de lo sustantivo.

Esta misma semana, la ministra de Trabajo y pretendida estrella en ascenso de la izquierda se saltó -por unas horas- el consenso amnésico sobre la respuesta temprana a la pandemia del gobierno, que estuvo condicionada a la celebración anual de los “dos minutos de odio” contra la oposición; y, seguramente, a la incapacidad de tomar medidas precautorias a tiempo aunque se hubiera querido. El gaffe de Yolanda Díaz, tanto si era tal cosa como una exhibición medida, anticipa quizás un juicio futuro menos bonancible del que se ha querido instalar hasta ahora sobre la labor del gobierno en los momentos iniciales de la pandemia. Díaz tiene un par de excusas que quizás no sean suficientes: no asistió a la manifestación del 8M y, sobre todo, publicó a primeros de marzo una guía de actuación desde el Ministerio que mereció la desautorización de Moncloa.

Sí vemos las consecuencias sociales de estado de animación suspendida y de confusión institucional -y constitucional- en que ha sumido al país estos dos años

En cualquier caso, aunque aún no podemos vislumbrar qué relato del estallido de la pandemia en España quedará en los próximos años, sí vemos las consecuencias sociales de estado de animación suspendida y de confusión institucional -y constitucional- en que ha sumido al país estos dos años. Por un lado, como decíamos, la gestión de la fase final (?) del covid amplía la brecha entre pensionistas y el resto de grupos de edad; precisamente cuando el gobierno le puede estar cargando a la proporcionalmente menguante población activa hasta 4 puntos adicionales de PIB en factura de pensiones de aquí a 2050. Por otro, entre las comunidades de la derecha asertiva, particularmente Madrid, y las gobernadas por la izquierda, o por avatares menos combativos del centro-derecha. Y agranda también la distancia entre clases funcionariales o profesiones socioculturales y los sectores más apegados a la producción o el servicio directo al público; que, como es obvio, tienen menos paciencia con las restricciones y menos simpatía por ese catálogo de cosas que “han venido para quedarse”.

Finalmente, desnuda el reglamentismo de una izquierda que, abandonadas las pretensiones transformadoras, no digamos revolucionarias, parece sentirse cómoda en su papel de gestora clerical de las restricciones medioambientales o sanitarias. Hacia finales del primer confinamiento me preguntaba qué había sido de aquellas élites de izquierdas que citaban a todas horas las reflexiones de Foucault sobre la biopolítica o la vigilancia panóptica. Ya sabemos con bastante seguridad en qué militan ahora buena parte de ellas: en la urgencia de aumentar el control social sobre todo aquello que, en teoría, tenga relación con la expansión de la enfermedad. ¿Cambiarían ese sobrevenido -o no tanto- gusto por el ordeno y mando terapéutico con un gobierno de derechas tras las próximas elecciones? No sabemos. Pero igual hay que desempolvar algunas de las reflexiones del finado Escohotado, de Thomas Szazs o del propio Foucault, que no hace tanto creíamos ya arrumbadas en el baúl de las curiosidades intelectuales del S. XX.

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