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Opinión

¿Eres feminista?

Manifestación por el 8-M en Bilbao.

Con motivo del Día Internacional de la Mujer, se publicó el año pasado una interesante investigación de YouGov Eurotrack sobre el feminismo; siendo un estudio sociológico, se trataba de averiguar lo que el público entiende por feminista. Para ello se realizaron encuestas en siete países europeos (Gran Bretaña, Alemania, Francia, Suecia, Dinamarca, Noruega y Finlandia) con resultados ciertamente interesantes y sorprendentes.

¿Eres feminista? Esa era la pregunta que se planteaba a un tercio de los encuestados y las respuestas variaban mucho según los países: mientras un 40% de los suecos respondían afirmativamente, sólo un 8% de los alemanes declaraba ser feminista. Entre ambos extremos encontramos un 33% en Francia frente a un 17% en Finlandia o un 22% en Dinamarca. Las diferencias son significativas entre los países nórdicos, a los que la imaginación meridional suele pintar con colores igualitarios sin muchas distinciones. Pero lo realmente llamativo del estudio es otra cosa. Cuando se pregunta ‘si hombres y mujeres deberían tener los mismos derechos e igual estatus en la sociedad, y ser tratados de igual forma en todos los aspectos’, las respuestas que se obtienen son bien distintas. Las respuestas afirmativas pasan del 8% al 80% en Alemania, apenas ocho puntos de diferencia con los suecos (88%), y aún son más altas en el resto de los países. En Finlandia, donde sólo el 17% reconocía ser feminista, el porcentaje alcanza ahora el 91% a favor de la igualdad entre sexos.

El ideal de la igualdad apenas se cuestiona, pero como señala Tanya Abraham el feminismo ‘tiene un serio problema de imagen’

Sorprende que haya tanta disparidad en las respuestas según se pregunte únicamente por el término o en su lugar se les presente la definición de la cosa, el ideal al que responde. De acuerdo con el diseño de la investigación, a otro tercio de los encuestados se les planteó la cuestión de manera diferente. Esta vez se les presentó primero la definición (‘una definición de feminista es alguien que piensa que hombres y mujeres deberían tener iguales derechos y el mismo estatus en la sociedad, y ser tratados de igual forma en todos los aspectos’) para preguntarles seguidamente si eran feministas. Aquí de nuevo los porcentajes varían con respecto a las preguntas anteriores, situándose en un punto intermedio. Los más altos se dan de nuevo en Suecia o Francia, con un 70% de respuestas positivas; Alemania, por el contrario, repite en el puesto más bajo con un 42%.

Sabemos que las respuestas que se obtienen en las encuestas dependen del modo en que se formulen las preguntas. Aun así, los datos resultan llamativos. Algo sucede con la etiqueta ‘feminista’. Si se plantea la causa de la igualdad entre hombres y mujeres directamente sin aludir a ella, el apoyo es amplísimo (80-91%), con escasa oposición. En cambio, cuando se pregunta solo por la etiqueta, las respuestas negativas resultan ser mayoritarias en todos los países, oscilando entre el 77% en Alemania y el 41% de los suecos.

Como ha comentado Aurora Nacarino-Bravo, los resultados del estudio admiten tanto una lectura optimista como una pesimista. Son esperanzadores si pensamos que el objetivo de la igualdad entre hombres y mujeres suscita un amplísimo consenso en nuestras sociedades, sin apenas contestación; por otro lado, revelan que el término ‘feminismo’ es controvertido y crea rechazo o dudas en importantes sectores de la población. De lo que se sigue que no todo el que se opone a la etiqueta está necesariamente en contra de la causa y eso a su vez muestra, como señala Tanya Abraham, que el feminismo ‘tiene un serio problema de imagen’ sobre el que convendría reflexionar. Hay una importante labor de persuasión por realizar ahí.

Es difícil ver qué se gana uniendo la causa feminista a cuestiones controvertidas como la apertura irrestricta de las fronteras o el boicot a las grandes superficies comerciales

En ese sentido hay que preguntarse si textos como el llamado ‘argumentario’ de la Comisión del 8M facilitan o no ese ejercicio de persuasión. Presentado como justificación de la convocatoria de ‘la huelga feminista’, cumple la función de manifiesto de las movilizaciones en un día tan señalado. Por eso sorprende el aluvión de reivindicaciones y la mescolanza. En su protesta contra ‘la ofensiva ultraliberal y patriarcal’, allí se denuncian las guerras, los tratados de libre comercio, la ley de extranjería, la medicalización de la salud mental o la especulación de la vivienda y la gentrificación de los barrios, entre otras muchas cosas, al tiempo que se presentan las reclamaciones más variopintas, desde el cierre de los Centros de Internamiento para Extranjeros (CIEs) a que no se persiga la venta ambulante, cuya relación con la igualdad de hombres y mujeres es cuando menos discutible. Es difícil ver qué se gana uniendo la causa feminista a cuestiones controvertidas como la apertura irrestricta de las fronteras, por no mencionar iniciativas que bordean el ridículo como el boicot a las grandes superficies comerciales o la sustitución de tampones y compresas por la copa menstrual.

Hay aquí una tensión clara entre el discurso del activista que quiere ‘subvertir el orden del mundo’ y la necesidad de dirigirse a una audiencia más vasta y por eso mismo plural. Luchar contra el capitalismo puede unir a los ideológicamente afines, pero no es el camino para alcanzar un consenso mayoritario que asegure la estabilidad de ciertas políticas más allá de los inevitables vaivenes electorales.

Decía hace unos días Aloma Rodríguez que el feminismo ‘debería ser un movimiento de todos, no una etiqueta por la que competir y luego lucir’. Ello significa poner el foco de la discusión en ciertas cuestiones fundamentales, como la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la brecha salarial o la violencia contra las mujeres. Pero añadía que se ha convertido ‘en uno de los ejes para dividir, identificarse -casi siempre por oposición al adversario- y polarizar’. En tiempos de competición electoral, exacerbada por la fragmentación del voto y la visceralidad de la conversación pública digital, es una tentación demasiado fuerte apropiarse de causas prestigiosas. Esperar otra cosa quizá sea una ingenuidad.

Desgraciadamente, el feminismo parece haberse convertido en uno de los ejes para dividir, identificarse -casi siempre por oposición al adversario- y polarizar

Con todo, convendría advertir de los riesgos que conlleva el uso de etiquetas como recurso para dividir y polarizar. Consideremos lo que se denomina piety display, un fenómeno sobre el que llamaba la atención M. Lorenzo Warby para explicar cómo puede generarse un ‘efecto club’ en torno a ciertas opiniones socialmente prestigiosas. Quienes suscriben dichas opiniones sienten que forman parte de un club moralmente prestigioso, por lo que mostrar adhesión se convierte en un poderoso factor identitario; señala quién pertenece al club y quién queda fuera. Pero si pertenecer al club de creyentes confiere prestigio y sentido de superioridad moral, quedarse fuera supone desprestigio. De ahí la facilidad con la que tales identidades cognitivas generan una retórica de la estigmatización como la que hoy vemos en muchas discusiones públicas. Esa dinámica identitaria crea incentivos y efectos perversos en la conversación pública sobre los que no es posible extenderme aquí. Por una parte, una suerte de puja conformista en el interior del club, con la inevitable polarización de sus miembros; por otra, la discusión pública se torna difícil, cuando no imposible, si quienes están en desacuerdo o plantean hechos incómodos (y siempre hay hechos incómodos) son moralmente descalificados. Es más fácil descalificar que rebatir, pero no más saludable intelectualmente.

Es el patrón que siguen las llamadas ‘guerras culturales’. En su recomendable (Fe)Male Gaze, Arias Maldonado decía a propósito del #MeToo que seguramente estamos ante ‘la primera guerra cultural global’. De ser así, me temo que no son buenas noticias para el feminismo. Sólo se me ocurre un modesto antídoto: lean la defensa de un feminismo ilustrado y abierto que hace la filósofa Janet Radcliffe-Richards en The Sceptical Feminist. Lamentablemente ni siquiera está traducido al español.

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