Opinión

El feminismo ministerial en el 8-M

El Gobierno es quien convoca, subvenciona y encabeza la pancarta feminista. Por eso no acudir a las movilizaciones del Día de la Mujer es un acto de protesta cívica

8-M en Madrid.
8-M en Madrid. Europa Press

El delegado del Gobierno en Madrid, el socialista José Manuel Franco, no autorizó las manifestaciones del 8 de marzo por motivos de salud pública. La ministra de Igualdad, ante esta decisión, optó por victimizarse afirmando que “se persigue criminalizar el feminismo por parte de las derechas”, que es como llaman al monstruo imaginario al que acusan de todos los males. A este singular engendro se le dedican horas de odio en la televisión, a diferencia de los escasos dos minutos que se imponían a los sufridos habitantes de la novela de George Orwell, 1984, a fin de que tuviesen perfectamente identificado al enemigo y su odio entrenado. En España, este término se emplea por parte de aquellos que ocupan el poder para estigmatizar y señalar a la oposición o a cualquiera que discrepe. La palabra 'derecha' desactiva toda acto de discrepancia.

Por aclarar la verdadera situación de la fantasiosa criminalización del feminismo, gente del Gobierno prohíbe a otra gente del Gobierno celebrar una manifestación por causas sanitarias, pero, curiosamente, a quien se acusa es a “las derechas” que hostigan al Gobierno porque no son feministas. Puede parecer un enredo o algo absurdo como tantas cosas de este Ejecutivo feminista, pero en realidad retrata la verdadera situación sobre el tipo de ocupación que ha hecho el poder del espacio público.

Se ha desvirtuado el papel de las manifestaciones, que antaño tenían una función de protesta contra el Gobierno. Un instrumento para transmitir las reivindicaciones de un colectivo a quien ocupa las instituciones. Una comunicación de abajo a arriba. El ejercicio del derecho de manifestación suponía una herramienta de poder para quien no lo ostentaba, pues ejercía presión sobre el Gobierno para que reconsiderase una decisión o aceptase una reivindicación.

La fuerza de una protesta

Antes, quien salía a la calle a manifestarse de forma pacífica se jugaba algo, se posicionaba públicamente y arriesgaba perder el salario del día. La fuerza de la protesta radicaba no sólo en la visibilización, sino en demostrar que si alguien estaba dispuesto a perder el jornal en su empeño por comunicar su mensaje a las instituciones, dicha reivindicación merecía ser escuchada. ¿Creen que Irene Montero, que no es capaz de gastar su propio sueldo en pagar a una niñera, acudiría a una manifestación en la que arriesgase sus privilegios de ministra? La convoca precisamente para mantenerlos.

El derecho de manifestación se ha desvirtuado por completo en el 8-M. Ahora las movilizaciones tienen un carácter festivo anticapitalista, con reivindicaciones identitarias en vez de laborales y con mensajes de criminalización hacia el hombre. Pero esas no son las principales características que definen las actuales concentraciones feministas. Ahora son movilizaciones lideradas y organizadas por el poder, desde el Gobierno.

El Gobierno es quien convoca y encabeza la pancarta feminista y subvenciona lo que allí sucede. Por eso no ir a las manifestaciones del Gobierno el 8-M es un acto de protesta

La comunicación del mensaje ahora es en sentido inverso, de arriba a abajo. El poder ha arrebatado a la sociedad civil su instrumento principal para ejercer la protesta. En las manifestaciones del 8-M no hay reivindicaciones, sólo propaganda. El Gobierno es quien convoca y encabeza la pancarta feminista y subvenciona cuanto allí sucede. Por eso no ir a las manifestaciones del Gobierno el 8-M es un acto de protesta. Pero la palabra feminista actúa como otro botón neutralizador de la oposición, de látigo en la doma. Se asume la falacia de que sólo son feministas quienes vayan al acto de propaganda del feminismo ministerial. La manifestación callejera sigue teniendo el poder de presionar, pero ahora quien presiona es el Gobierno a la sociedad para que asuma su proyecto.

Con la excusa del feminismo hay una finalidad de imposición y sumisión al relato izquierdista , que pretende expulsar del espacio público a todo discrepante, incluidas a mujeres alejadas de posiciones de izquierda. El feminismo ministerial del 8-M ha señalado como máximo enemigo a una mujer, Isabel Díaz Ayuso, porque no se somete a su discurso identitario, socialista y mojigato.

Desigualdades y controles

La principal causa de desigualdad en España no es por razón de sexo, sino por causas sociales. Las mujeres de clase alta tienen más oportunidades que los hombres de entornos humildes para acceder a un tipo de educación y a facilidades en el desarrollo de su proyecto vital. Pero las cuestiones sociales es algo que jamás ha preocupado a este Gobierno progresista. Cabe preguntarse qué cuestiones no han podido ser reivindicadas por una sociedad civil que debería tener vías para fiscalizar o controlar la acción del Gobierno también desde la calle, de forma pacífica y legal.

En primer lugar, no ha habido espacio para exigir responsabilidades por la convocatoria de la manifestación de más de 100.000 personas del 8 de marzo del 2020, sabiendo ahora como se sabe que el Gobierno tenía informes desde enero sobre la situación de la pandemia. La Comunidad de Madrid solicitó el 28 de febrero cerrar los colegios, pero se lo impidieron para que el feminismo ministerial pudiese hacer su gran acto de propaganda y avanzar en la doma de la conciencia de los ciudadanos.

¿Cuántas mujeres del sector de la hostelería, del turismo y de tantos otros abocados a la ruina están en las colas del hambre y no en la manifestación del feminismo ministerial?

No hubo espacio para protestar por la situación de desamparo de las niñas tuteladas por el Gobierno socialista de las Islas Baleares, víctimas de una red de explotación sexual. La Fiscalía, que depende del Gobierno, se niega a investigarlo. La manada para esas niñas es el feminismo ministerial de la ministra Montero y todo el Gobierno.

Tampoco hay espacio para denunciar la desigualdad que existe por una cuestión de identidad. Las niñas (y los niños) en Cataluña no tienen derecho a acceder a la educación en su lengua materna, si es el español, dificultando su carrera educativa y profesional. Normalmente pertenecen a los estratos más humildes y la Ley de Educación del Gobierno, la llamada ley Celáa, protege a quien provoca esta situación, perpetuando las desigualdades sociales. El Gobierno dificulta el pleno desarrollo educativo de las niñas castellanohablantes.

El feminismo ministerial ni gobierna ni permite la protesta, sólo hace propaganda para mantenerse en el poder.

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