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Opinión

Eutanásicos

En el farragoso océano de incertidumbres que provoca la controvertida ley de eutanasia, no hay modo de hallar argumentos poderosos

Manifestación convocada por Vividores ante el Congreso contra la Ley de eutanasia. Europa Press

El ser humano es vulnerable, es frágil como el más tierno cristal, es cobarde, asustadizo y de crispado pulso, es contradictorio y caprichoso, es sensible al dolor y a la risa, es huidizo, incongruente y voluble. Y, como él, su certeza.

En el amplio y sombrío dilema, coronado de espinas, que plantea la delicada ley de eutanasia, siempre presente, siempre actual y palpitante, no existe postura firme y categórica. Es decir, existe, pero preñada de negras fisuras. No hay verdad absoluta, no hay razón incontestable. Solo el ruidoso posicionamiento político luce sereno y deslumbra con su postizo puño de plomo, que es tanto como no significar nada. El posicionamiento político, hueco y falaz, que hoy presagia agua y mañana augura fuego. En el denso y farragoso océano de incertidumbres que provoca esta flamante y controvertida ley de eutanasia, no hay modo de hallar argumentos poderosos e infrangibles: el leve aleteo de la sospecha, el cristalino titubeo de la suspicacia se encarama furtivo a los hombros del raciocinio, y lo condena, y lo hiere, y lo perturba, y acaba tambaleándolo cual necio e indefenso muñeco de trapo.

El último aliento

Qué fácil se arma y pone en pie la beligerante razón ante las páginas entintadas de un periódico, y cuán violentamente tiembla esa misma razón, que ayer creíamos hermética y acreditada, al sostener ahora la quebradiza y pálida mano de un moribundo. Los toros y la barrera. Qué sencillo es debatir, al abrigo de una confortable comida, camuflado nuestro temor tras un cobrizo coñac, sobre los beneficios o perjuicios de una ley, y qué desolador, cómo desgarra el alma enfrentarse, desnudo, al aliento último de un ser amado.

Atisbamos por un instante, sobrecogidos, irguiéndose sobre la ajada madera del escenario social, a un singular ciudadano de a pie, alzando en su cómoda trinchera el pulgar, o invirtiéndolo y señalando con él la tierra y el polvo eternos, jugando a representar el papel de un henchido emperador romano, incluso emulando su risa. Pero más allá de esta fugaz e irreal fantasía, de esta repugnante alegoría, lo cierto es que muchos de nosotros, igualmente sobrecogidos, perplejos eutanásicos, luchamos con agria desesperación por alcanzar la orilla del sentido común, y no logramos sino sumergirnos lentamente en el más viscoso lodo de la angustia.

Si el ser humano duda invariablemente en el amor, si vacila ante los más nimios e inofensivos aspectos de la vida, cómo no ha de recelar, pues, de las virtudes de este escabroso indulto.

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