Opinión

España necesita su Charles de Gaulle

Foto de archivo. Felipe Gonzalez y Adolfo Suarez
Foto de archivo. Felipe Gonzalez y Adolfo Suarez ep

La decisión de Pedro Sánchez de ceder los restos de soberanía nacional a los independentistas, con el único objetivo de mantenerse en el poder, ha suscitado la desesperación de buena parte de la ciudadanía, que asiste impotente a un rosario de desmanes y tropelías. Pero, sobre todo, ha sacado finalmente a la luz el verdadero problema: no existe en el sistema político español ningún resorte capaz de evitar que los gobernantes burlen la constitución y las leyes. Si Sánchez lo hubiera intentado en otros países democráticos, incluido el Perú de Pedro Castillo, su tentativa hubiera durado horas.

Se aduce que el personaje es un psicópata, pero esta circunstancia es poco relevante: los psicópatas abundan en la política de todos los países, generando tan solo problemas limitados. Si en España pueden causar estragos es porque, de forma lenta pero constante, fueron descomponiéndose los controles y contrapesos, esos mecanismos que establecen unos límites a la acción del gobierno, impidiendo que el poder se ejerza de forma arbitraria, tiránica o despótica.

Las leyes no son todo

En algunos países el gobierno respeta la legalidad; en otros no tanto. Pero la diferencia no se encuentra en los artículos de la constitución, que pueden ser similares. Las leyes no son más que un papel, incapaces por sí mismas de obligar al gobierno a cumplirlas. Lo que determina que los mecanismos de control funcionen en la práctica, o se queden en el papel, son unos elementos mucho más sutiles: las reglas informales. Se llama así a esas pautas no escritas, basadas en costumbres, convenciones o acuerdos implícitos, que modelan el comportamiento de los participantes en el proceso político o legal. La crucial importancia de estas reglas era ya conocida en la antigua Roma, dónde distinguían dos tipos de autoridad: una formal codificada en las leyes (potestas) y otra informal, vinculada a la reputación, al reconocimiento y respeto de los demás (auctoritas).  

En las democracias sanas, las reglas informales complementan a las leyes, establecen unos niveles mínimos de juego limpio en la política y conminan a los gobernantes a acatar la legalidad. Pero en las democracias deterioradas van surgiendo muchas reglas informales problemáticas, como la disciplina de voto de los diputados, que desdibuja el control del parlamento sobre el gobierno. Y reglas claramente destructivas, como el voto de cada miembro del Tribunal Constitucional siguiendo el criterio del partido que lo propuso, un boquete que permite al gobierno quebrantar la constitución si tiene mayoría en el Tribunal.

Las reglas informales se establecen mediante un complejo equilibrio, donde cada participante va adaptando su conducta al comportamiento que observa en los demás, sea este recto o torcido. Así, el político, juez o funcionario promedio tenderá a mostrarse escrupuloso con la legalidad si percibe que en el aparato estatal todos acatan la ley y repudian a quienes la infringen. Pero se mostrará menos respetuoso allí dónde casi todos hacen mangas y capirotes de la constitución. Tanto la rectitud como la depravación acaban siendo contagiosas, generando un efecto acumulativo, un círculo virtuoso, o vicioso, que se refuerza a sí mismo, desembocando en unas reglas informales sanas… o corrompidas.

En España, las reglas informales fueron degradándose a ritmo creciente durante décadas, hasta el extremo de que algunas sustituyeron, de facto, a las leyes y acabaron poniendo en entredicho el estado de derecho. Esta degeneración suele comenzar por una pequeña vulneración de la Constitución que, al ser tolerada, abre una grieta que se agranda paulatinamente para dar paso, in crescendo, a nuevos abusos y arbitrariedades. Es el fundamento del “cristal roto”.

Cada acto arbitrario o ilegal que se pasa por alto crea un precedente que cambia la percepción sobre los límites permitidos: ahora la transgresión parece un acto menos grave

En un famoso experimento, Philip Zimbardo estacionó un automóvil en cierta calle, observando que se mantenía intacto durante toda una semana. Acto seguido, de un martillazo rompió el cristal de una ventanilla y todo cambió radicalmente: en cuestión de horas, el coche había sido destrozado y desguazado. A partir de esta experiencia, G. Kelling y J. Wilson formularían su teoría del cristal roto (broken window): tolerar pequeñas vulneraciones de la ley implica abrir la puerta a transgresiones de calibre muy superior. Fracturar una vidriera intacta constituye un tabú, pero los reparos se relajan tras el primer martillazo.

Cada acto arbitrario o ilegal que se pasa por alto crea un precedente que cambia la percepción sobre los límites permitidos: ahora la transgresión parece un acto menos grave. Y altera las normas no escritas pues muchos comienzan a considerar que, en adelante, habrá mayor permisividad para quebrantar la ley. La bola de nieve comienza a rodar, crece y cobra inercia en un proceso muy difícil de revertir.

Un reguero de fracturas

Las fracturas comenzaron en España muy al principio de su andadura constitucional. El referéndum de Andalucía de febrero de 1980 consiguió un abrumador voto afirmativo, pero no alcanzó el elevado listón establecido por la Constitución para que la Comunidad Autónoma asumiera las competencias por la vía rápida. Aun así, el presidente, Adolfo Suárez, presionado por la izquierda, dio por bueno el resultado saltándose a la torera la recién aprobada Constitución. Las directrices constitucionales habían saltado por los aires de un martillazo, como la ventanilla de Zimbardo. Era un cristal muy pequeño, con un trasfondo poco relevante, pero sentaba un tremendo precedente: en adelante, un gobierno podría soslayar la Constitución siempre que la clase política y la opinión pública considerasen que se hacía por una “buena causa”.

En 1983 el Tribunal Constitucional, tras fortísimas presiones del gobierno de Felipe González, acabó admitiendo el decreto ley de expropiación de Rumasa aun cuando todos en el mundo del derecho sabían que el procedimiento no se ajustaba a la Constitución. Tras esta fractura, el Tribunal Constitucional iría perdiendo su credibilidad; sus miembros se ajustarían, con creciente frecuencia, a las directrices del partido que los propuso.

En lugar de constituirse como un baluarte de la igualdad ante la ley, la Justicia prefirió ser feminista y políticamente correcta, eliminándose a sí misma como contrapoder fiable

Otro de los numerosos momentos Zimbardo llegó en 2004 con la Ley integral de violencia de género, impulsada por el gobierno Zapatero, una ley que, al tipificar ciertos actos como delito, o no, dependiendo de si los cometía un hombre o una mujer, rompía definitivamente la igualdad ante la ley. La fractura se produjo cuando una inmensa mayoría de jueces callaron, se mostraron conformes o comenzaron a aplicar la ley con entusiasmo en aquel ambiente de caza de brujas desencadenado por el gobierno. Quizá pensaron que podían hacer una excepción ante la enorme coacción activista y mediática. Pero de excepciones, y de expecionalidades, está jalonado el camino del infierno. Esta vez no era un cristalillo; habían roto todas las vidrieras de la catedral.

El sistema de justicia penal tampoco admite que un ciudadano pierda su libertad en supuestos en los que otros no merecieron sanción por el mismo comportamiento", señaló recientemente el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena, a propósito de la amnistía impulsada por Sánchez. Olvidaba Llarena que eso es precisamente lo que viene admitiendo, y aplicando, el sistema de justicia penal en los últimos veinte años. En lugar de constituirse como un baluarte de la igualdad ante la ley, la Justicia prefirió ser feminista y políticamente correcta, eliminándose a sí misma como contrapoder fiable. Una vez perdida la auctoritas, el discurso del magistrado suena a palabrería hueca, casi a rechifla, carente de la credibilidad necesaria para frenar los abusos de Sánchez.

Más pronto que tarde, todas las instituciones y entidades que podían ejercer cierto contrapeso al gobierno rompieron su particular ventanilla. También la Monarquía, con un Juan Carlos erigido en auténtico virtuoso del martillo. Difícil era ya distinguir nuestro sistema político de una cristalería tras el paso de una manada de elefantes: un estupendo campo abonado para aventureros y oportunistas. Justo ahora, cuando el gobierno pretende sacar adelante medidas de una gravedad extraordinaria, que ponen en peligro la continuidad de España, los necesarios controles se encuentran inoperativos y el camino hacia el desastre expedito.

Expulsar a Sánchez del poder con el único propósito de cambiarlo por otro con mejores intenciones equivale a intentar salvarse corriendo hacia atrás por el techo de un larguísimo tren que se va despeñando hacia el abismo

Recomponer el monumental estropicio será una tarea dura y compleja, casi titánica, pues resulta mucho más difícil recuperar la auctoritas que perderla. Una vez llegados a este extremo de degeneración, las reformas legales puntuales o timoratas no sirven para vencer la enorme inercia de las corrompidas reglas informales. El sistema político debe cambiar sustancialmente, de arriba abajo, convertirse en otro nuevo. Y hacerlo con bombo, platillo y ceremonia para alterar las asentadas reglas y, de una colosal volea, enviarlas al equilibrio opuesto. Nueva Constitución y nuevas leyes son imprescindibles, no tanto para enmendar sus antiguos errores (que de paso también), sino para cambiar las afianzadas expectativas y creencias, emitiendo un potente mensaje: “comenzamos de nuevo; las reglas son distintas; en adelante no se tolerará la más mínima transgresión”.

Una situación comparable enfrentaba Francia en 1958, un país fracturado por la crisis argelina con un sistema político incapaz de dar respuestas adecuadas. Charles de Gaulle no se limitó a ocupar el poder; se atrevió a promulgar una nueva constitución, clausurando de un portazo la Cuarta República para inaugurar la Quinta, sin apartarse de la legalidad ni de la democracia.

Es fundamental evitar el error más grave y peligroso: seguir creyendo ingenuamente que debemos defender el statu quo, enrocarnos en él contra un Sánchez que pretende aniquilarlo. No es así; el sistema fue, paso a paso, destruyéndose a sí mismo. En las condiciones actuales es una máquina averiada que se desliza hacia la desintegración. Expulsar a Sánchez del poder con el único propósito de cambiarlo por otro con mejores intenciones equivale a intentar salvarse corriendo hacia atrás por el techo de un larguísimo tren que se va despeñando hacia el abismo. Como la Reina Roja de Alicia a través del espejo, nos condenaríamos a correr cada vez más aprisa tan solo para permanecer en el mismo lugar y, a duras penas, retrasar el inevitable fin.

Hay que recuperar la visión de largo plazo, perder el miedo, saltar del tren, convencerse de la necesidad de plantear esas reformas osadas, profundas, radicales, capaces de transformar los corrompidos usos y costumbres del sistema político. Nadie en el exterior nos va a resolver un problema que les resulta ajeno. Es momento de dar un paso adelante con valentía, coraje y pundonor… o perdernos definitivamente en el sumidero de la historia.