Opinión

El tablero italiano tiembla: llega Giorgia Meloni

El escenario político italiano se apresta a vivir un vuelco notable. Giorgia Meloni se vislumbra victoriosa en las próximas elecciones

Giorgia Meloni, líder de Fratelli d'Italia

Hace un par de años, su nombre se coreaba en son de burla en las discotecas italianas: sobre una base de música electrónica, tronaba la voz de Giorgia Meloni, la líder del partido ultraderechista Fratelli d´Italia, clamando: "¡Soy Giorgia! ¡Soy una mujer! ¡Soy una madre! ¡Soy cristiana!" Pero los atronadores ritmos del tecno no eran lo único que iba en franco ascenso durante aquellos meses. En 2022, las encuestas señalaban al partido como primera fuerza política; y esto, a menos de un mes de celebrarse las elecciones.

¿Quién es Giorgia Meloni? Como personaje, en términos literarios, nunca resultó demasiado llamativo. No fue la rebelde, tampoco la privilegiada. Una romana de Garbatella, barrio castizo, obrero y de izquierdas, que no obstante moldeó sus ideales en el cemento de la derecha dura, católica y centralista. Su madre era también de derechas pero su padre, que abandonó la familia cuando ella era aún un bebé, tiraba más bien hacia la izquierda, dándole un cierto aroma freudiano a todo el asunto. Giulia sacó las mejores notas posibles en el instituto, trabajó de camarera en una de las discotecas más famosas de la capital (donde todavía no se hacían remixes con su nombre) y ejerció también de periodista. Para entonces, hacía tiempo que se había inscrito (con apenas 15 años, en 1992) en el Movimento Sociale Italiano, el partido post-fascista fundado en 1946 cuyas siglas podían leerse también como un acrónimo ciertamente inquietante: Mussolini sei immortale, "Mussolini es inmortal."

Giorgia era una militante algo insegura que preparaba los temas a conciencia, de alma tan empecinada que se resistía a que nadie tratara de quitarle el micrófono en las reuniones estudiantiles: una acertada metáfora de lo que ocurriría después. Sin embargo, para entender los motivos del ascenso imparable de su partido hasta las alturas de la demoscopia, no hay que fijarse tanto en su biografía sino en lo que ha ocurrido en los últimos tiempos dentro de la política italiana.

Y los comunistas se vinieron abajo cuando Berlinguer fue víctima de una hemorragia cerebral en medio de un mitin. Con la caída de la URSS, se dedicaron a refundarse a escindirse y, en general, a pelearse entre ellos

La política italiana está gobernada por tres reglas fundamentales. La primera es que las alianzas políticas se cierran sin atender a la ideología, guiándose por el personalismo o por la oferta recibida en ese momento. La segunda es la inestabilidad. Dado que el sistema electoral evita otorgar demasiado poder a un solo partido -Italia recuerda aún el ascenso al poder de Mussolini-, han de armarse coaliciones de gobierno a base de repartir jugosos (y numerosos) ministerios. El gobierno, así, depende de muchas patas parlamentarias. Basta que una de ellas se retire -cosa que ocurre casi siempre, en cuanto un partido huele ganancia electoral- para que el trono se desplome. En los 77 años que han transcurrido desde el fin de la dictadura, Italia ha tenido casi 70 gobiernos; en su mayoría afectados de muerte prematura.

La tercera regla es que los partidos tradicionales del siglo XX como la democracia cristiana, los socialistas o incluso los potentes eurocomunistas de Enrico Berlinguer (célebres por ser los primeros en cortar con la URSS y abrazar la democracia), sencillamente, ya no existen. Los dos primeros disolvieron sus formaciones al verse diezmados por aquella macroinvestigación de corrupción de comienzos de los 90 conocida como Tangentopoli, "ciudad de sobornos." Y los comunistas se vinieron abajo cuando Berlinguer fue víctima de una hemorragia cerebral en medio de un mitin. Con la caída de la URSS, se dedicaron a refundarse a escindirse y, en general, a pelearse entre ellos.

Esto significó que, a partir de los 90, serían partidos nuevos, con características e ideologías nuevas, los que se disputarían los laureles del César. El primero de estos pertenecía a un magnate del fútbol y los medios notablemente corrupto llamado Silvio Berlusconi, Il Cavaliere, un hombre de pelo en retroceso cuya sonrisa permanente resultaba digna de la careta de un atracador. Su indudable talento para la política, la economía y los negocios de pasillo le entronizaron como capitán del centro-derecha. Sin embargo, como todo partido italiano, el suyo necesitaba de apoyos para alcanzar el gobierno, y Berlusconi se apoyaría siempre en dos socios muy particulares.

Las tres derechas

El primero de ellos era la Liga Norte, otro actor de nuevo cuño; un partido norteño que apostaba por el federalismo (y hasta por el separatismo en un primer momento). Era común escuchar el grito de "Roma ladrona" en sus mítines. Nacido en los ochenta, su ideología mezclaba el liberalismo y la protección de las clases más humildes con grandes dosis de xenofobia descarada; dirigida contra los italianos del sur pero también contra todo tipo de inmigrantes: en 2002, su líder y fundador Umberto Bossi, siendo ministro de Berlusconi por segunda vez, se quejó de que "habría que volar por los aires" las pateras cargadas de africanos que llegaban al país.

El segundo aliado, menor pero igualmente necesario, era la llamada Alianza Nacional. Esta no era más que la conversión del post-fascista MSI, unido ahora a grupos conservadores. Su logo era el mismo del MSI (la llama con los colores de la bandera nacional), pero el partido acabó renunciando al fascismo en 2003: lo hizo ya en medio del segundo gobierno Berlusconi.

Desde mediados de los noventa hasta el 2011, el panorama electoral fue más bien sencillo. Gobiernos de Berlusconi con intervalos de gobiernos de izquierda liderados por Romano Prodi, Il Profesore, que lideraba a una mezcla de socialistas y post-comunistas que acabó convirtiéndose también en un partido nuevo en el 2007: el Partido Democrático, que escaló rápidamente hasta convertirse en segunda fuerza del país.

Este predecible paisaje político se cargó de nubarrones en 2011. Berlusconi no pudo aguantar la riada de escándalos (sexuales y de corrupción), que se juntó con una economía en caída libre por la crisis global de 2008. En una serie de jornadas de alto voltaje dramático, Berlusconi acabó por dimitir, empujado a ello por la Liga Norte, que (como ya hiciera en el pasado) le había retirado su apoyo en el último momento. El presidente de la República y los partidos colocaron en su lugar a Mario Monti, un tecnócrata neoliberal que se encargó de implementar las reformas que exigía la Unión Europea, por aquel entonces inmersa en su fase de austeridad y recortes.

Fue el nuevo secretario-general del Partido Democrático, el joven y flamante Matteo Renzi, el que propinó la puñalada final al primer ministro de su propio partido

Cuando llegaron las elecciones de 2013, estas no ofrecieron resultados concluyentes, así que el Partido Democrático, el de Berlusconi y el de Monti firmaron una gran coalición tricolor. Lo ocurrido entonces fue digno de una telenovela. Primero, Berlusconi decidió traicionar al gobierno en cuestión de meses, retirando su apoyo. Segundo, sus propios ministros le traicionaron a él: formaron un partido nuevo y se quedaron en sus asientos. Y tercero, ya en el colmo de la ironía, fue el nuevo secretario-general del Partido Democrático, el joven y flamante Matteo Renzi, el que propinó la puñalada final al primer ministro de su propio partido (después de haberle asegurado que no lo haría), y asumió las riendas del gobierno.

Renzi hacía gala de un vigoroso celo reformista, y trabajó por la simplificación administrativa, el matrimonio homosexual, la liberalización económica y las ayudas sociales. Pero su ambición reformadora le hizo morder más de lo que podía masticar: quiso reformar la ley electoral para ahuyentar la eterna maldición de los gobiernos italianos. Sus rivales no tardaron en agitar el fantasma de la dictadura. Perdió una moción de confianza y hubo de dimitir. Eso marcó el final de la confianza en las ideologías tradicionales.

Porque lo que llegaría con las elecciones de 2018 sería conocido como "el primer gobierno totalmente populista de Europa." Se trataba de un curioso binomio de populistas opuestos. Por una parte, la Liga Norte, que era ahora el partido principal de la derecha tras la debacle de Berlusconi. Había sido incrustada con firmeza en el extremo ideológico por Mateo Salvini, su nuevo líder, un curtido orador cuyo rostro estaba enmarcado por un pelo negro con entradas y una barba que recordaba a la de Yassir Arafat. Salvini también había eliminado la palabra "Norte" del nombre, a fin de rebañar el voto de la geografía italiana al completo.

Por la otra parte, firmó un partido muy heterodoxo, fundado en 2008 por el cómico populista Beppe Grillo: el Movimiento 5 Estrellas -por los 5 principios del mismo- que se mostraba partidario de la democracia directa, del medio ambiente y en general de posiciones tendentes a la izquierda (salvo en lo tocante a la inmigración). El de la Liga y el Movimiento fue un matrimonio extraño, que se disolvió a la italiana. Salvini se vio disparado en las encuestas, y zancadilleó a su propio gobierno. Pero le perdió el exceso de confianza: el MS5 se alió rápidamente con el Partido Democrático y logró mantener el control.

Draghi hizo algo difícil de lograr: incluyó a todos los partidos en su gobierno, a fin de asegurar la unidad. Sólo un partido se había quedado al margen: el de Giorgia Meloni.

Tampoco esto sirvió de mucho. En 2021, la traición de un pequeño partido (liderado por el reformista Renzi) volvió a hacer caer al gobierno, todo ello en medio de la dura recuperación post-pandémica. El Presidente de la República volvió a proponer a un tecnócrata reformador como solución: escogió a Mario Draghi, un economista de gesto exageradamente adusto venido del Banco Mundial y de Goldman Sachs, cuyo abultado historial profesional le había hecho ganarse el apodo de "Súper Mario" en los medios. Draghi hizo algo difícil de lograr: incluyó a todos los partidos en su gobierno, a fin de asegurar la unidad. Sólo un partido se había quedado al margen: el de Giorgia Meloni.

¿Qué había sido de ella durante todo ese tiempo? En primer lugar, había pasado del MSI a Alianza Nacional, como tantos otros camaradas y había tenido su primera gran oportunidad a la tierna edad de 31 años como Ministra de Juventud de Berlusconi en 2008. Precisamente, su partido se fusionó con el de Berlusconi durante aquellos felices años en que había pastel para todos, pero cuando el líder cayó en el descrédito, los aliancistas volvieron a escindirse, fundando en 2012 un partido de derecha purista y ultramontana: los Fratelli d´Italia, en referencia a las primeras palabras del himno nacional. Su líder sería Giorgia Meloni, que tenía la ventaja mediática de ser joven, por no hablar de aquello que señaló Guido Crosetto, otro de los fundadores: "Era mujer, y no había habido nunca un partido guiado por una mujer."

Las ventajas también iban a ser tácticas, como pronto se pudo comprobar. El hecho de que los Fratelli fueran el único partido en la oposición les permitió engordar desaforadamente, como ya le ocurriera a la AfD en Alemania. Cuando el MS5 y la Liga, de manera predecible, dejaron caer al gobierno Draghi este mismo verano, los Fratelli se habían convertido en la primera fuerza de la derecha. Lo cierto es que Meloni estaba mucho mejor posicionada que Salvini. Este se había quemado cuando dejara caer a los gobiernos en 2018 y 2022, había coqueteado con el movimiento antivacunas -afirmó que vacunar repetidas veces a los niños podía ser "peligroso"- y era un defensor contumaz de Putin. El Kremlin, aparentemente, había correspondido a Salvini con su característica generosidad: la Fiscalía de Milán aún investiga si varias petroleras rusas financiaron la campaña de La Liga con millones de dólares. De hecho, y dada la oportuna visita de emisarios rusos, se especula con la posibilidad de que Salvini dejara caer a Draghi en connivencia con Moscú.

Meloni, por el contrario, se mantenía inmaculada, y no tenía problema alguno con ponerse una vacuna o apoyar a la OTAN. Su ideología no era confusa como la de la Liga sino nítidamente derechista, centralista y católica, oponiéndose al matrimonio gay o el aborto. En el Parlamento Europeo, los Fratelli compartían grupo (y mítines) con Vox. Los empresarios, además, preferían el centralismo de Meloni al federalismo confuso de Salvini.

Meloni se cuidaría de arrojar el fascismo públicamente al cubo de basura de la Historia y, según subía en las encuestas, moderaba el tono, centrándose en la gestión económica

Sólo existía un escollo ideológico para los Fratelli: su pasada relación con el post-fascismo. Su logo, tomado de Alianza Nacional, seguía siendo la llama tricolor del MSI. Pero más allá de algún militante exaltado que aún hiciera el saludo a la romana, lo cierto es que la inmensa mayoría los Fratelli no eran fascistas, es decir, no buscaban tumbar el Estado de Derecho para sustituirlo por un régimen de partido único. Eran más bien nostálgicos, que idealizaban los valores mussolinianos aunque preferían mantenerse en el marco de la democracia (más reaccionaria). Meloni se cuidaría de arrojar el fascismo públicamente al cubo de basura de la Historia y, según subía en las encuestas, moderaba el tono, centrándose en la gestión económica. Esto pudo verse particularmente el 2 de septiembre, cuando un activista gay subió por sorpresa al estrado desde donde hablaba y le recriminó sus ataques al movimiento LGTB. Meloni recondujo la situación debatiendo con él en buenos términos, y acabó pidiendo un aplauso para el joven por su "valentía para defender aquello en lo que cree." Este se mostró agradecido.

Todos estos factores, en suma, han confluido para convertir a los Fratelli en una bola de nieve que crece sin tregua: en Italia, los líderes ascienden con extrema rapidez, aunque luego caigan con rapidez aún mayor. Si las encuestas aciertan, Meloni será la más votada dentro de la Tríada Capitolina de las derechas, y también del resto de candidatos. Los italianos serán testigos de la enésima coalición de gobierno -al menos, hasta que uno de sus socios decida sabotearla desde dentro- y Giorgia Meloni, aquella chica estudiosa, devota y exaltada se convertirá en la primera mujer italiana en alcanzar la jefatura del Gobierno. Las discotecas, entonces, podrán añadir la frase "soy Primera Ministra" a la célebre tonadilla tecno que animaba las noches italianas.