Opinión

El Estado genuflexo

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante una rueda de prensa en el Palacio de la Moncloa
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante una rueda de prensa en el Palacio de la Moncloa EP

El 23 de julio las urnas dibujaron un panorama endemoniado y a la vez esperanzador. La política de bloques se demostraba inservible para gestionar con solvencia el país, y al mismo tiempo el nacionalismo periférico sufría un considerable revés, pasando del 9 por ciento en noviembre de 2019 al 5,6 del voto registrado en los recientes comicios. Más serio aún era el descalabro de los partidos nítidamente independentistas, cuyos apoyos se derrumbaban del 7 por ciento de hace cuatro años a poco más de la mitad. La extrema polarización de la política española se cobraba el alto peaje de una compleja gobernabilidad, pero a la vez mostraba, muestra todavía, el único camino transitable en clave de estabilidad y democráticamente irreprochable: un amplio acuerdo entre los dos principales partidos que confirmara el papel secundario del nacionalismo y pusiera en marcha las reformas estructurales que necesita con urgencia el país.

Nada de eso. Lo que en cambio se nos anuncia como más probable es que habrá gobierno bajo las condiciones impuestas por un fugado de la Justicia cuyo partido ha obtenido el 1,6 por ciento de los votos emitidos el 23-J o no lo habrá. Un sindiós que ningún dirigente político de nuestro entorno tendría el cuajo de plantear. Salvo aquí. Salvo alguien dispuesto a ver cómo se desmorona el edificio de convivencia construido en la Transición para conservar el poder. Salvo Pedro Sánchez. Sólo un tipo de principios inexistentes es capaz de tender la mano a la derecha catalana más retrógrada y supremacista para salvarse a sí mismo, y luego venderlo como un pacto de progreso. 

De las tres salidas posibles al sudoku electoral, Sánchez se dispone a perpetrar la que en mayor medida va a agravar los problemas del país

Entre el pacto con el Partido Popular (el más votado), la repetición de elecciones o un Frankenstein agravado, el líder del PSOE va a optar por la que incrementará la confrontación territorial, reactivará la polarización, aparcará de nuevo los principales problemas de la nación, envalentonará al independentismo y debilitará aún más al Estado. De tal modo que nos disponemos a presenciar un indecente ejercicio de genuflexión frente a los que atentaron contra los derechos políticos del conjunto de los españoles, frente a los que malversaron dinero público y ejecutaron un golpe en toda regla contra la Constitución. Con toda probabilidad, vamos a ver cómo la igualdad jurídica, que es como decir la igualdad a secas, pasa a mejor vida en nuestro país.

No hay duda de que España atraviesa por uno de los momentos más graves de su historia reciente. Más grave que la intentona golpista del 23 de febrero de 1981, de la que salimos más fuertes después de que fuera contestada con el rechazo unánime de ciudadanos e instituciones. Hoy tenemos un problema añadido: excluida por inverosímil la contestación interna en un partido que Sánchez ha mutado en una especie de Consejo Nacional del Movimiento, no hay apenas indicios de reacción democrática desde la sociedad civil, en parte anestesiada por el servilismo de un sector de los medios de comunicación cuyas tragaderas, acordes con un dramático proceso crecientemente acrítico, son similares a su extraordinaria debilidad. Sánchez cuenta con la complicidad de los medios públicos que controla y la de esos otros a los que alimenta, dispuestos a traicionar en todo momento el más básico de los códigos éticos con tal de seguir malviviendo. 

Son esos medios los que ya fabrican el escenario de un futuro pacto que convalida la bilateralidad aconstitucional y sitúa en pie de igualdad a un prófugo de la Justicia y al presidente del Gobierno de la nación. Son las terminales mediáticas habituales las que ya engrasan las indulgentes decisiones que habrán de tomar Fiscalía y Abogacía del Estado, y que a buen seguro, cuando llegue el momento, asumirán la función de convalidar ante la opinión pública el eufemismo elegido para aplicar una impúdica e ilegal amnistía y de paso enterrar el poco crédito que aún conserve el Tribunal Constitucional. Será ese el momento en el que podamos dar por concluido el proceso de eliminación del principio de igualdad, así como el de destrucción del Estado de Derecho tal y como hoy lo conocemos. 

España no es ingobernable; son sus gobernantes la que la hacen ingobernable. Es Sánchez, y no Carles Puigdemont, el que tiene la llave de la gobernabilidad

Es un personaje menor, de limitada inteligencia pero de ambición desmesurada, el que está a punto, con nuestro permiso, de apretar el botón que active la demolición de un proyecto colectivo que iniciaron con enorme sacrificio nuestros padres y abuelos. No, Puigdemont, otro personaje del montón -por mucho que nuestra particular Evita Perón, también por mero interés personal, se empeñe en apreciar-, no es el problema. El problema, el verdadero peligro para el progreso y la convivencia entre españoles se llama Pedro Sánchez Pérez-Castejón. 

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