Opinión

Egos revueltos

Andamos todos distraídos, embobados, mirando el artificio, como los niños miran la cuchara que alguien hace girar en el aire, como si fuese un avioncito

Pablo Iglesias e Isabel Díaz Ayuso.
Pablo Iglesias e Isabel Díaz Ayuso. Europa Press

Una hermana de mi logia, bastante joven y con un adorable sentido del humor, dice que el principal problema de la política española es la gastronomía. No se refiere al cocido maragato ni a la paella ni al pote asturiano ni a nada parecido, lo suyo es bastante peor. Dice: “Tú coges dos huevos, mantequilla o aceite, dos o tres egos, sal, cebollino o perejil u orégano y un poco de pimienta negra; lo echas a la sartén, lo mareas con la cuchara de palo y listo: ya tienes el plato más indigesto que existe, los egos revueltos”.

Mi hermana seguramente no sabe (o a lo mejor sí, porque es muy lista y muy leída) que le está birlando a Juan Cruz el título de uno de sus mejores libros, el que habla del ofidio mundillo de los escritores, y que se llama precisamente así: Egos revueltos (Tusquets, 2010). Pero da lo mismo porque tiene razón: ese guisote, que no hay quien lo trague, nos lo están metiendo a cucharadas y con engaños, como a los niños. Y nosotros, qué remedio, nos lo tragamos. Como los niños también.

No es ningún secreto que Pablo Iglesias posee un ego del tamaño del Tíbet. Y que su contrincante, Isabel Díaz Ayuso, tiene otro que difícilmente cabría en el subcontinente indostánico. Sabrán ustedes que el Tíbet se sostiene sobre la placa tectónica euroasiática, que se mueve hacia el sur; y que el Indostán emerge de la placa india, que se desplaza hacia el norte. La consecuencia del choque entre ambos monstruos –algo así como un topetazo de carneros– es el Himalaya, que es, en términos geológicos, una catástrofe. Eso es lo que tenemos encima ya. Y andamos todos distraídos, embobados, mirando el artificio, como los niños miran la cuchara que alguien hace girar en el aire, como si fuese un avioncito, y que les va a meter en la boca, quieran que no, el puré.

Recordarán ustedes aquellas lágrimas y aquellos abrazos en el Congreso de los Diputados cuando le hicieron vicepresidente: lloraba como si los cielos hubieran sido, por fin, asaltados.

La maniobra de Iglesias es, a mi entender, un movimiento de supervivencia. Recordarán ustedes aquellas lágrimas y aquellos abrazos en el Congreso de los Diputados cuando le hicieron vicepresidente: lloraba como si los cielos hubieran sido, por fin, asaltados. Pero esos tiempos pasaron. Para que un Gobierno de coalición funcione es indispensable que los coaligados estén de acuerdo en algo, fundamentalmente en cuál es el objetivo común, hacia dónde van, qué quieren hacer juntos porque solos no pueden.

Yo creo que eso, si existió alguna vez, hace tiempo que se extinguió. Iglesias, atrapado en un Gobierno en el que no tiene poder, está sufriendo todo el desgaste de estar arriba, cuando su naturaleza le empuja a estar abajo tocando las narices. Este hombre ha sido educado para, una de dos: o controlar el poder absolutamente, al estilo de Chávez o Evo Morales, o pelear por él, que es muchísimo más cómodo y más lucido ante sus seguidores. Pero su papel de sacristán del Gobierno, que forma parte de la parroquia pero no hace más que rezongar del cura y jorobarle en lo que puede, le está haciendo perder votos cada día que pasa. Y eso es insoportable para su ego: tiene que salir de ahí y volver a las barricadas (“a las mariscadas”, decía el gran Antonio Tiedra) para continuar con la pelea, para dar sentido a su vida.

Tratará de movilizar al electorado joven. E intentará, más que la quimera de ganar las elecciones, lograr un resultado superior al 5% (algo nada fácil según las encuestas), que es el umbral de la supervivencia política

Y, ya que no le dejan salvar a la patria, se ha ofrecido presuroso para salvar Madrid. Ya tenemos ahí a Batman imponiéndose heroicamente para socorrer a Gotham (donde nadie le ha llamado, por cierto) y, de paso, a sí mismo. Tonto no es. Sabe bien que su partido, nacido del 15-M de 2011, tiene raíces madrileñas más que de cualquier otro sitio. Tratará de movilizar al electorado joven. E intentará, más que la quimera de ganar las elecciones, lograr un resultado superior al 5% (algo nada fácil según las encuestas), que es el umbral de la supervivencia política. Deja en su sillón del Gobierno a Yolanda Díaz, poco conocida, mucho menos chamuscada que él, porque sabe bien que siempre es conveniente nadar y guardar la ropa, tener a dónde volver, ponerle una vela a Batman y otra a Pedro Sánchez.

Sonoro palmetazo de Errejón

De momento le va mal. El resonante grito de “a mí, a mí, los mis doscientos, los que comedes mi pan”, que lanzó Bernardo del Carpio, a Iglesias puede que le salga casi literal: a ver si no van a ser muchos más de doscientos, porque la pequeña mesnada de Errejón, a la que propuso echar pelillos a la mar para alcanzar la victoria sobre los almorávides de Abascal, le ha contestado con un sonoro palmetazo sobre la sangradura: lo que suele llamarse un corte de mangas en toda regla. Egos como el de Iglesias sufren con esas cosas. Y las posibilidades de la izquierda se reducen, como pasa siempre con la división y con la partición de peras.

Del otro lado, Ayuso soltó una frase que es, en sí misma, una autobiografía, un autorretrato: “España me debe una, que hemos sacado a Pablo Iglesias de La Moncloa”. Es posible que lo dijese en broma. Pero hay bromas con más contenido que dos tomos del Espasa. Eso es un ego de proporciones indostánicas, como decía antes. Pero hay una diferencia importante entre ambos. Iglesias está solo, es más listo que nadie y no hay quien le diga lo que tiene que hacer; como Pío XII, no necesita ayudantes, él solo se basta. Pero Ayuso no.

Lo mismo que Fausto vendió su alma a Mefistófeles, Ayuso ha vendido la suya a Miguel Ángel Rodríguez, que como diablo es perfecto porque no ambiciona nada, ni siquiera el poder: ya lo ha tenido y sabe lo que es. El hombre que susurra en el oído de la presidenta, el que le dice lo de “todo esto te daré si, postrándote ante mí, me haces caso”, es un enredador estrictamente deportivo: hace lo que hace porque le gusta, disfruta manejando a los que se creen poderosos pero no saben pensar. Y él sí sabe. Rodríguez es de esas personas para las que lo importante es el juego mucho más que el resultado del juego; el camino, mejor cuanto más intrincado, mucho más que la llegada. Busca la victoria, o una ilimitada sucesión de pequeñas victorias, pero no le importa mucho la paz, que es tan aburrida. Rodríguez es quien, llegado el momento (si es que no ha llegado aún), murmurará en el oído de su alumna predilecta que es perfectamente válido pactar con la extrema derecha neofranquista (los almorávides de Vox) no tanto para conservar el poder como para vencer a los enemigos. La derecha está dividida, pero la izquierda lo está más. Así pues, lo que queda es un combate de egos. De egos revueltos.

Y nosotros aquí, embobados, mirando el artificio. Embobados pero también más hartos cada día que pasa. Hartos de que los terribles problemas que nos ahogan (la muerte de casi cien mil compatriotas, la salud, la miseria que crece, la terrible incertidumbre sobre qué va a ser de nosotros y de la generación que ahora está estudiando) queden velados… no por la política, que eso sería justo y perfecto, sino por el politiqueo zángano y banal a que se han entregado aquellos a quienes un día elegimos para que mejorasen nuestra vida. Y lo que están mejorando, ego va y ego viene, es la suya.

Mientras, los almorávides están ya ahí, a un tiro de piedra, acariciando la hoja de la cimitarra. Y esperan. Y sonríen.

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