Opinión

La discusión política en economía

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Sede del Banco de España en Madrid.

“The economy, stupid” fue uno de los puntos programáticos de la campaña electoral de Bill Clinton que le permitió ganar las elecciones a Presidente de los Estados Unidos en 1992. Se repite con frecuencia, pero los estrategas políticos, los spin doctor que se dice ahora, recomiendan siempre a sus clientes la estupidez, en el convencimiento de que hablar de economía sólo te puede traer problemas. La economía no es que sea una ciencia lúgubre, sino que en lo político se ha convertido en una ciencia pegajosa de la que todo el mundo parece querer desprenderse.

Pero yo no les reputo la estupidez, sino todo lo contrario, a los lectores de este medio, así que vamos a hablar de economía.

Desde 1980, España ha cerrado cuarenta ejercicios con déficit público y tres (2005-2007) con superávit. La consecuencia de todo ello es un incremento de la deuda pública, desde casi 16.000 millones en 1980 a 1,5 billones al cierre de 2022. Es decir, la deuda se ha multiplicado por 94. Los precios en igual periodo se han multiplicado “sólo” por 5,5. Respecto del PIB la deuda pública, ha pasado de ser del 16,6% en 1980 al 113,2% al final de 2022, es decir, se ha multiplicado en términos relativos por 6,8. 

La deuda es un problema y las pensiones son deuda. No contabilizada, pero es deuda. De aplicarse las normas contables que se aplican a los entes privados (y fíjense que digo privados y no mercantiles) la deuda pública registrada sería mucho mayor que ese billón y medio de euros antes citado. En concreto, la deuda implícita por las pensiones causadas y las devengadas alcanzaría los tres billones de euros. Los contribuyentes futuros tendrán que detraer al menos esos tres billones de sus ingresos para hacer frente a esa deuda, al margen de afrontar el pago de los intereses de la explícita que, a diferencia de la primera, puede refinanciarse. Porque las pensiones tienen vencimiento. Todos los meses.

La deuda es un problema y las pensiones son deuda. No contabilizada, pero es deuda. De aplicarse las normas contables que se aplican a los entes privados (y fíjense que digo privados y no mercantiles) la deuda pública registrada sería mucho mayor que ese billón y medio de euros antes citado

Lo que no ha crecido es la renta per cápita de los españoles que tienen que pagar lo anterior. En términos reales, en los 42 años que van desde 1980 hasta 2022, dicha renta ha crecido menos de un 20% en total o, lo que es lo mismo, un 0,4% anual. Ese es el exiguo crecimiento anual que se ha logrado en los últimos 42 años.  Sin embargo, ese es un crecimiento antes de impuestos. Dado que la presión fiscal ha pasado de un 22% en 1980 a un 39% en 2022, lo que ha ocurrido es que los españoles han visto disminuir su renta disponible, es decir: la renta de que disfrutan una vez pagados los impuestos. Así, dicha renta disponible es inferior, en términos reales, en 2022 si la comparamos con la de 1980. En concreto, el español medio tiene un 5% menos de capacidad adquisitiva real ahora que en 1980.

No nos extraña que con tales resultados no se quiera hablar de economía en el ámbito político.  Tampoco nos extraña la sensación extendida de que algo no va bien a pesar del discurso imperante del que va gobernando cada vez. Esta situación de arterioesclerosis económica se ha acentuado desde 2007 y de un modo dramático desde 2020. La receta, sin embargo, sigue siendo la misma por parte de nuestras autoridades: déficit y deuda con el consiguiente decrecimiento continuo y constante.

Presumimos de que el gasto público crece y de que cada vez son más los beneficiarios del mismo y, además, de que las cosas van bien. Lo que es una contradicción en sí mismo. Si las cosas fueran bien cada vez menos gente necesitaría ayuda pública, salvo que lo que se pretenda es una población cada vez más dependiente. Sin embargo, se publicita este aumento de la población necesitada de ayuda como solidaridad, cuando la solidaridad primera a la que está obligado un individuo capaz es la de no ser una carga para los demás. La inversión de valores del discurso político tiene perniciosos efectos en la política económica que se aplica.

Es posible que algunos me indiquen que el decrecimiento de la renta disponible al que aludía antes obvia los servicios que el español medio recibe del Estado. Es más, que dado que los déficits son constantes, los españoles viene percibiendo del Estado más servicios que los que pagan, lo cual sería cierto, pero a costa de un trasvase del coste no atendido a las generaciones futuras en un ejercicio de insolidaridad intergeneracional, que a nadie parece preocuparle y que explica los problemas de crecimiento de la economía española. 

Presumimos de que el gasto público crece y de que cada vez son más los beneficiarios del mismo y, además, de que las cosas van bien

El Estado tiene unas funciones básicas y exclusivas: la seguridad interior y exterior, la representación exterior y la impartición de justicia. El ejercicio de las mismas es lo que lo constituye como tal. Si no las ejerce, no hay Estado. En las sociedades occidentales le hemos añadido otras, pero son eso: añadidas, porque dado que las financia con la exacción fiscal, sólo un Estado puede llegar a ser un Estado del Bienestar y no al revés. Sin embargo, un crecimiento desmesurado de estas funciones añadidas pone en peligro el primero, el Estado, y por ende el segundo, el del Bienestar. 

Las funciones añadidas al Estado no pueden ser de prestación obligada, sino de prestación subsidiaria, si queremos asegurar su sostenibilidad, la del estado y la del estado del Bienestar, porque la sostenibilidad siempre es la financiera y no la ecológica. La sostenibilidad ecológica, tal y como se define actualmente, es insostenible porque no los es financieramente. Y como ejemplo tenemos el problema que nos hemos creado en Europa en el ámbito de la energía. Un Estado del Bienestar de prestación obligada no es sostenible por la misma razón que la voluntad de volar es insuficiente si no se respetan las leyes de la física.

La subsidiariedad es otro principio que el discurso político ha invertido, hasta el punto de convencernos de que los individuos pueden hacer sólo aquello que no hace el Estado y no al revés, como debiera ser.

Así las cosas, la discusión económica en política está circunscrita a la de comparación de últimos datos y sólo de algunos datos que se han hecho populares (el PIB, el IPC...) en una suerte de crónicas que recuerdan a las de los lunes tras cada jornada de fútbol, pero nadie discute si lo que no sobra para que haya más goles, más espectáculo, más alegría, es la regla del fuera juego. Y es que si no existiera el fuera de juego, los árbitros y el VAR perderían protagonismo.